Nobleza y cultura cortesana
Las noblezas de la monarquía de España (1556-1725), ed. de Antonio Álvarez-Ossorio, Cristina Bravo Lozano y Roberto Quirós Rosado. Madrid: Marcial Pons Historia, 2024.
BUCM (Biblioteca de Geografía e Historia): DE 150
JAIME HARGUINDEY GARCÍA (UAM)
Las investigaciones históricas sobre la nobleza son imprescindibles para poder comprender cómo la monarquía de España pudo mantener tan vastos dominios repartidos en las cuatro partes del mundo entonces conocido a lo largo de tanto tiempo. En esto jugará un papel clave la conjugación y armonización de los intereses de las élites de los distintos territorios pertenecientes a la Corona. Al igual que en la antigua Roma el proceso de extensión de la ciudadanía romana había sido un elemento aglutinador a nivel provincial, en la Monarquía de España se ensayaron fórmulas para compartir o traducir el rango nobiliario entre territorios con usos y costumbres muy diversas, como los americanos y los europeos. Buen ejemplo de ello es la real cédula de 22 de marzo de 1697, rubricada por Carlos II, que equiparaba en preeminencias y honores a los indios principales y caciques de América con los nobles hijosdalgo de Castilla. Señalando en su introducción esta sugerente comparación y encabezado por la llamativa ilustración de un noble amerindio en la portada, este libro colectivo reúne a muchos de los principales especialistas en la materia para ofrecer una perspectiva global sobre las noblezas en la Monarquía de España, formada formalmente por veintidós reinos con diferentes grados de articulación constitucional, desde mediados del siglo XVI hasta el primer cuarto del siglo XVIII.
Los quince ensayos que conforman su primera parte analizan la configuración de los diferentes estamentos nobiliarios en cada uno de los principales agregados territoriales de la Monarquía de España repartidos por Europa, tanto los ibéricos de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, como los italianos y flamencos, al igual que los presentes en las posesiones ultramarinas de la Monarquía en América, Asia y África. Lo que los autores hacen siguiendo una estructura compartida mediante cinco variables comunes: las diferentes definiciones del concepto de nobleza con las diversas formas de estratificación interna del estamento en cada territorio; las estrategias familiares y patrimoniales de los linajes; los ámbitos y formas de servicio al rey, al reino y a la patria; los modos de vida y estrategias de distinción; y los procesos de movilidad social en el orden estamental con la venta de honores y las vías de ennoblecimiento. Estructura compartida adoptada en el libro con el objetivo de servir de base para una perspectiva comparada de análisis de la evolución de las noblezas en los reinos de la Monarquía de España en el período estudiado.
En la segunda parte de la obra se analizan una serie de elementos, ámbitos y dinámicas que conectaban diversas noblezas de la Monarquía permitiendo hablar de una nobleza transnacional no solo por la hibridación de élites procedentes de distintos territorios, sino también por recibir de los reyes marcas de distinción comunes que configuraban una jerarquía compartida de rangos mediante la concesión de Grandezas de España, collares del Toisón de Oro y hábitos de órdenes militares. Además de compartir estas noblezas un afán genealógico, no siempre sincero, como un discurso narrativo de la honra de su pasado que asegurara su presente y procurar también la conservación de la memoria de sus linajes a través de archivos donde atesoraban documentos que no eran meras curiosidades coleccionables, sino instrumentos jurídicos de primera importancia para estas familias. Otros diez capítulos donde se comprueba que, formando parte de una misma Monarquía y compartiendo un mismo rey y señor como soberano, noblezas de distintos territorios experimentaron procesos sociales y políticos compartidos. Este novedoso libro es ya una referencia obligada en cualquier estudio histórico sobre la nobleza.
La República de las Parentelas. El Estado de Milán en la monarquía de Carlos II, de Antonio Álvarez-Ossorio. Mantua: Gianluigi Arcari Editore, 2002.
BUCM (Biblioteca de Geografía e Historia): D946.045ALVrep
ROBERTO QUIRÓS ROSADO (UAM)
La República de las Parentelas constituyó un decisivo jalón interpretativo sobre la naturaleza de los vínculos sociopolíticos de las elites del Estado de Milán con los resortes del poder hispano en la Italia de la segunda mitad del Seicento. A través de las intrincadas ramas del «árbol de parentesco» que unía, por sangre y deudo, a las diferentes familias patricias y feudales lombardas -antiguos linajes de nobleza de espada o recientes advenedizos aupados a la cúspide política gracias a la venalidad y el ejercicio de la toga-, Antonio Álvarez-Ossorio reconstruye las dinámicas que consolidaron el dominio madrileño sobre este estratégico espacio a diferente escala, desde las prácticas generales de la gobernanza de la monarquía de España, hasta las ejecutadas in situ por sus artífices (gobernadores generales, ministros regio-ducales, financieros, jurisconsultos…).
La herencia metodológica del profesor Cesare Mozzarelli hace entroncar este volumen con una rica producción que -desde parámetros deudores de las novedosas corrientes italianas y alemanas de la historia política y la sociología- desarrollaron durante las décadas de 1980 y 1990 los investigadores asociados a Europa delle Corti. La reconstrucción de las redes de poder entre Madrid y Milán, pero también dentro de la urbe ambrosiana; el tratamiento micro de los procesos cortesanos que, auspiciados en tiempo de la regencia de Mariana de Austria, permitieron construir consensos y nodos que posibilitaron el reforzamiento de las necesidades de la Monarquía en tiempos de guerra contra la Francia borbónica; o el análisis de las medidas fiscalizadoras desplegadas por Juan José de Austria a través de las visitas cruzadas del lombardo Danese Casati a Nápoles y del partenopeo Francesco Moles a Milán, dan buena fe de ello. Sin duda, dos de los hitos del volumen de Álvarez-Ossorio radican en el estudio sistemático de dos realidades constituyentes del gobierno la Monarquía de la transición de los siglos XVII y XVIII: la venalidad y la diplomacia provincial. En el primero de los casos, esta regalía, desplegada por los soberanos hispanos desde el siglo XVI, tomó una naturaleza de extraordinaria relevancia en los difíciles tiempos de la minoridad de Carlos II. En la vertiente milanesa, emerge el pujante rol de los regentes del Consejo Supremo de Italia como medianeros entre la gracia (y los apremios) de la reina regente y el favor de su valido Fernando de Valenzuela y los aspirantes locales deseosos de adquirir -previo pago- títulos y oficios con que cimentar sus carreras políticas. La comunión de beneficios a escala vertical, pero también horizontal, del ordo socialis lombardo constituye la clave sobre la que se sostuvo la lealtad del Stato di Milano a los Austrias madrileños por decenios. Por otro lado, este estudio sería pionero a la hora de estudiar la agencia diplomática de los diferentes cuerpos políticos milaneses y, en general, de toda la Monarquía. Gracias a la indagación en las prácticas de enviados, oradores y agentes radicados en Madrid se abrirían nuevas sendas para comprender los medios de representación corporativa y de negociación de sus intereses (económicos, militares, gubernativos) que los vasallos del Rey Católico desarrollaron con el beneplácito del monarca y sus alter ego en las cortes provinciales durante toda la Modernidad.
Ideas de Apolo y dignas tareas del ocio cortesano, de Sebastián Ventura de Vergara y Salcedo. Madrid: por Andrés García, 1663.
ALEJANDRO SELL MAESTRO (UAM)
Poco se ha podido averiguar de Sebastián Ventura de Vergara y Salcedo, más allá de que ejerció como alcaide del alcázar de la ciudad de Nájera y que era un puntual compositor de panegíricos. Conocedor, en consecuencia, del estado general de la poesía en las décadas finales del denominado Siglo de Oro, dedicó en 1663 la que se podría considerar su obra cumbre, Ideas de Apolo y dignas tareas del ocio cortesano, a reflexionar acerca de los cambios que, según él, venía experimentando la materia poética en los últimos tiempos en la forma de un tratado de índole cortesana. En virtud de esta naturaleza, no sorprende que la obra esté consagrada a uno de los principales exponentes de la administración regia en los años de transición entre el reinado de Felipe IV y el de su hijo Carlos II, Pedro Fernández del Campo, que en aquel momento ejercía como secretario de Estado para la parte de Italia, provisto por entonces ya de una sólida experiencia previa como integrante de la comitiva española enviada a negociar las paces de Westfalia y Münster (1648), y en plena trayectoria sociopolítica ascendente.
Vergara era consciente de que la Poesía como materia estaba iniciando una fase de decadencia o «desprecio» que «nace de verla tan común, no por la cantidad que haya de poetas, sino porque muchos de ellos la usan con indecencia tal que son indignos aun del nombre». Con esto se refería a que el arte o «ejercicio» de Apolo se encontraba al presente vacío de contenido. Dicho de otro modo, ya no parecía estar desempeñando el cometido que le habían conferido los autores clásicos, esto es, el de facilitar la transmisión de enseñanzas morales y prácticas por medio de una estética sublime. Por ello, este tratado podría ser concebido como un intento de última hora por revivir la esencia antigua de este género adaptando el componente sapiencial a la moda áulica de la época, que no era otra que producir literatura en masa, de mayor o menor calidad, para la formación del perfecto cortesano. Tanto es así, que el propio Vergara podría erigirse en un modelo idóneo de este tipo humano, hábil con las armas y con las letras. Combina este autor practicidad con ocio en una obra híbrida, compuesta con la estructura de un poemario, pero, al mismo tiempo, con el contenido moral propio de un espejo de príncipes: sonetos alegóricos y estrofas de carácter casi epigramático basadas en ejemplos históricos sacros y profanos, pasando por poemas dirigidos a personajes tan misceláneos como el duque de Nájera, el futuro Carlos II, San Agustín, la Cruz de Cristo o la Virgen de Valvanera, en general vinculadas al origen logroñés del autor, se suceden para vertebrar una obra, aunque en apariencia desordenada, novedosa en su planteamiento y, en cierto modo, distanciada del formato de una narrativa al uso quizás con el objetivo de atraer lectores, como él, desencantados con el rumbo que estaba tomando la Poesía.
Príncipe perfecto y ministros ajustados: documentos políticos y morales en emblema, de Andrés Mendo (S.J.). Lyon: a costa de Honoré Boissat y Georges Remeus, 1662.
ALEJANDRO SELL MAESTRO (UAM)
En 1625, Andrés Mendo (1608-1684) ingresó en la Compañía de Jesús antes de ejercer diversos cargos de carácter académico en varias instituciones formativas como el Colegio de Oviedo o el Colegio Irlandés de Salamanca y, después, el de calificador del Consejo de Inquisición. Provisto de un sólido bagaje humanístico y jurídico, durante la década de 1650 publicó una serie de tratados latinos de temática miscelánea, desde obras sobre ingeniería militar hasta colecciones de sermones y meditaciones escolásticas. En todo caso, si existe una por la que este autor ha alcanzado fama póstuma, sería su Príncipe perfecto y ministros ajustados (1657), que fue reeditado en varias ocasiones en territorio español y extranjero, como demuestra la edición legionense de 1662 conservada en el fondo antiguo de la biblioteca histórica «Marqués de Valdecilla».
Dedicado a Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, Patriarca de las Indias, en virtud de su ilustre linaje, enlazado directamente con el tronco principal de los duques de Medina Sidonia, y de su proximidad a Felipe IV, a quien iba consagrada la edición original, quizás su objetivo principal estriba en ofrecer un retrato del perfecto cortesano siguiendo la estela de la abundante literatura anti-maquiavélica que proliferó en el seno de la monarquía de España en los siglos XVI y XVII. Opuesta a la idea de que los asuntos del gobierno de la Iglesia debían quedar subordinados al poder político de la república, como otros autores previos, en muchos casos también jesuitas de la talla del padre Pedro de Ribadeneyra, el texto que presenta Mendo, sin embargo, dispone de un componente innovador. Constituye una versión libre en castellano de los Emblemata del arbitrista Juan de Solórzano Pereira (1653), una colección de cien emblemas morales ilustrados, característica por la opacidad de su estilo. No solo pretendía el jesuita facilitar el acceso de la élite política cortesana a un texto tan complejo como aquel, sino además entretener al lector sirviéndose del valor de la enseñanza, pues, al final, «las autoridades y sentencias sagradas y profanas ilustrarán el entendimiento y moverán el ánimo; los sucesos servirán de ejemplares y escarmientos, las noticias aprovecharán deleitando, y junto todo será un espejo en que se miren y compongan las costumbres, conque sale de los términos, que dicta sola la política el asunto, y se califica de religioso». Esta sentenciosa forma de introducir la obra resume a la perfección el mencionado ideal anti-maquiavélico de la política a seguir por el príncipe cristiano, que no solo ha de ser guiado por sus ministros seglares, sino asimismo por los eclesiásticos, los mejor formados en los asuntos de Dios y, en concreto, por los integrantes de la Compañía de Jesús, para quienes este tratado constituye una suerte de reivindicación de su intervención en las tareas de gobierno de las repúblicas.
Manual de avisos para el perfecto cortesano: reducido a un político secretario de príncipes [...] à cuyo cargo es el despacho de las cartas misivas y dilatación de sus decretos: y también la formalidad de cómo se deben extender los de las consultas [...]: y asimismo la modestia con que se deben reformar los memoriales [...] que inmediatamente se le dan al Rey, de Gabriel José de Gasca y Espinosa. Madrid: por Roque Rico de Miranda, 1681.
ALEJANDRO SELL MAESTRO (UAM)
El granadino Gabriel José de la Gasca y Espinosa, hijo de un jurista vinculado a la Real Chancillería de esa ciudad, decidió consagrar en 1681 su Manual de avisos para el perfecto cortesano a Felipe Antonio Spínola y Colonna, duque de Sesto. Lo hizo por dos motivos. En primer lugar, su condición de cliente del linaje Spínola y, en general, la perenne relación de su familia con algunos de los antepasados más insignes del dedicatario avalaba su mecenazgo. En segundo lugar, y lo que parece más significativo en virtud de su contenido, dicho sujeto, aún un joven aristócrata de apenas dieciséis años, se hallaba en la posición idónea para erigirse en receptor de unas enseñanzas prácticas que habían de servirle en el futuro próximo siguiendo la estela de su progenitor, tercer marqués de los Balbases, miembro de los consejos de Italia, Guerra y Estado, gobernador de Milán (1668-70), embajador en Viena (1670-76) y en Francia (1679) y plenipotenciario para las negociaciones del Congreso de Nimega (1675-79).
El duque de Sesto, heredero de uno de los principales exponentes de la diplomacia carolina, no podía constituir mejor destinatario de una obra que rehúye toda especulación generalizadora y pretende, por el contrario, proponer un adiestramiento práctico, no tanto para el cortesano en un sentido universal, como para el cortesano que se dedica a escribir, es decir, ministros principales, embajadores o secretarios. Dado que, en buena medida, su oficio residía en redactar e intercambiar toda suerte de papeles, ya en la forma de misivas, despachos o billetes, entre otros, no sorprende que, lejos de cualquier teorización, a Gasca le interesara conceder a su tratado un enfoque práctico. Así, tras un brevísimo e incluso esquemático repaso de las 23 archiconocidas virtudes de todo buen cortesano, como son la prudencia, la templanza, la sagacidad, la piedad o la liberalidad, por mencionar tan solo algunas de las más valoradas, se centra el autor en enseñar al lector cómo debe componer sus cartas misivas y judiciales, discurrir o articular las palabras, en fin, adquirir práctica en el seno de una administración multifocal y polisinodial como lo era la española de la segunda mitad del siglo XVII, siempre necesitada de oficiales capaces, pero quizás más en el crítico contexto interno y geopolítico que venía atravesando la monarquía de España a medida que avanzaba el reinado de Carlos II y, con él, la incertidumbre sobre el futuro de la dinastía y la omnipresente amenaza francesa.
Dios y mundo: teatro cristiano y político, para la idea de un perfecto cortesano, de Francisco Antonio de Castro. Madrid: en la imprenta de don Gabriel del Barrio, 1723.
ALEJANDRO SELL MAESTRO (UAM)
Así como Gabriel José de la Gasca le había dedicado en 1681 su Manual de avisos al heredero de uno de los principales hombres de estado al servicio de Carlos II, Francisco Antonio de Castro (1670-c.1740), alcalaíno, caballero de la orden de Alcántara y veedor de la Real Caballeriza, siguió un patrón similar con su Dios y mundo, teatro cristiano y político para la idea de un perfecto cortesano (1723): esta vez, el agraciado fue Bernardo Grimaldo y Espejo, primogénito de José de Grimaldo, primer secretario de Estado y del despacho de Felipe V. En efecto, a juzgar por su título, tan poco innovador y ajustado a unos cánones seculares, parece únicamente un tratado más consagrado a la formación del cortesano en conformidad con los preceptos anti-maquiavélicos de la razón de estado cristiana.
Sin embargo, quizás exprimiendo al máximo su naturaleza tardo-barroca, Castro pronto demuestra que su propósito no era otro que ahondar en el tan manido juego de las apariencias. A este caso, como a muchos otros previos, se ajusta la sentencia graciana de que nunca conviene juzgar a un libro por su portada. No en vano, lo que pretende el autor es precisamente desvincularse del estilo especulativo y, en consecuencia, ineficaz, de la tratadística áulica que venía publicándose con asiduidad desde las primeras décadas del siglo XVI. En concreto, no llega a entender Castro cómo, habiendo salido a las imprentas tantos manuales «trabajando en esta idea del perfecto cortesano», puede ocurrir “que hasta ahora no se haya visto ninguno perfecto”. La respuesta que presente resulta contundente: «los dictámenes prudentes y severos de los más celebrados estoicos, los tratados morales de Séneca, Epicteto, Platón y Aristóteles son, no frutos, sino hojas […], pues carecen del nervio y fortaleza» de «los políticos documentos». Dicho de otro modo, está invitando al lector a frenar su dependencia de los reiterativos aforismos de los autores clásicos por no aportar novedad a la formación práctica del hombre cortesano barroco. Parece paradójico, no obstante, que proponga como alternativa a ello reforzar el ascendiente moralizante de los textos bíblicos por constituir la forma perfecta de la república, esto es, la monarquía, el fiel reflejo terrenal del Universo supeditado a Dios, dando a entender, ahora sí, la razón del título. Desarrolla su discurso siguiendo este hilo conductor, pero afín a un estilo cada vez más próximo al neoclásico, el de un poeta de formación cansado de la cargada estética barroca que, sin embargo, parece no poder todavía desligarse por completo del carácter confesional y, por tanto, irremediablemente especulativo de la teoría política dominante en los ámbitos de influencia de la Monarquía católica.
Les français de Philippe V. Un modèle nouveau pour gouverner l’Espagne (1700-1724), de Catherine Désos. Estrasburgo: Presses Universitaires de Strasbourg, 2009.
BUCM (Biblioteca de Geografía e Historia): D946.055DES
JOSÉ ANTONIO LÓPEZ ANGUITA (UCM)
Segundo nieto de Luis XIV, rey de Francia, Felipe V ascendió al trono español en noviembre de 1700, tras la muerte del último Habsburgo, Carlos II. Menos de un mes después, el 3 de diciembre de ese mismo año, el nuevo monarca partió con destino a España acompañado de unos sesenta servidores, procedentes de su patria nativa, que debían atender sus necesidades cotidianas. Las estrechas relaciones dinásticas entre las cortes de Madrid y Versalles, junto con el estallido de la Guerra de Sucesión en la primavera de 1701, incrementaron la presencia francesa en el entourage real y, por añadidura, su influencia a todos los niveles. La obra de Catherine Désos analiza, precisamente, el papel de la heterogénea comunidad de franceses al servicio de Felipe V entre 1700 y 1724, es decir, durante el primer reinado del monarca. Partiendo de un enfoque prosopográfico, la autora no sólo profundiza en la trayectoria de figuras ya bien conocidas por la historiografía (como diplomáticos y militares), sino que también reconstruye el cursus honorum de sujetos que, según ella misma admite, permanecían aún en el anonimato o habían sido examinados, hasta la fecha, como integrantes de un grupo y no desde la individualidad.
En este sentido, Catherine Désos se interesa por el origen y características de la conocida como «familia francesa» del rey y sus dos esposas (cuyos oficiales, como se mencionó más arriba, atendían sus necesidades personales en las diferentes secciones de sus respectivas Casas); por el rol que desempeñaron en la corte, el ejército y las instituciones de gobierno, los confesores, embajadores, militares y agentes del comercio procedentes de Francia; y por la evolución en el tiempo y las relaciones familiares e interpersonales establecidas en el seno de esta heterogénea «colonia» (término empleado por la autora), cuyos miembros ocuparon una posición de privilegio en el entorno del monarca, cierto, pero cuya influencia fue decreciendo de manera paulatina entre 1709 y 1724. En última instancia, Catherine Désos examina con precisión el protagonismo de «los franceses de Felipe V» en las reformas de distinta índole implementadas a lo largo de su primer reinado (durante y después de la Guerra de Sucesión). Y lo hace, lo que supone un acierto, alejándose de la «retórica de la oposición» que predomina en la obra clásica de Alfred de Baudrillart para, sin negar la existencia de resistencias, antagonismos y episodios de francofobia, incidir también en los ejemplos de colaboración entre franceses y españoles que se produjeron en el contexto del primer reformismo borbónico.
El retrato de Estado durante el reinado de Carlos II. Imagen y propaganda, de Álvaro Pascual Chenel. Madrid: Fundación Universitaria Española, 2010.
BUAM (Biblioteca de Humanidades): FL/ND 1322.3.P37 2010
CRISTINA BRAVO LOZANO (UAM)
En la Edad Moderna, el retrato trascendió la representación fidedigna de la fisionomía de un individuo. Se componía de distintos elementos que contribuían a realzar su figura, la vestimenta, los atributos que le acompañaban o el entorno elegido con que destacar sus rasgos y captar la esencia de su personalidad. Durante el reinado de Carlos II, la imagen oficial del soberano siguió transmitiendo la autoridad que le confería la maiestas. Esa grandeza, como sucediera con sus predecesores, quedaría plasmada en distintos soportes, caso de pinturas, grabados, esculturas o monedas. En esa proyección iconográfica subyacían distintos intereses, desde guardar su memoria, pasando por su funcionalidad como medio para ser presentado a sus futuras esposas o su instrumentalización como regalo diplomático, hasta una finalidad política y propagandística para un público indiscriminado. En este libro Álvaro Pascual Chenel hace un repaso sistemático de la evolución del retrato de Estado como género artístico para un período que, hasta entonces, había atraído una limitada atención en los ámbitos de la Historia Moderna y la Historia del Arte. Además de atender a las cuestiones formales relativas a los pintores, grabadores o escultores, la evolución de la tipología con la introducción de novedades, el estilo y la técnica, el formato y las dimensiones, la composición, la factura o los materiales, con este estudio se abre un nuevo horizonte que, sin desatender a los aspectos estéticos o plásticos, sitúa la obra en el momento histórico para comprenderla en toda su complejidad. El autor se adentra a lo largo de las páginas en factores como la intencionalidad, la comisión o encargo, su significación, su temática y contenido, el simbolismo de los detalles o su carácter alegórico, el destino o ubicación de la pieza, y la lectura que se podía extraer de la misma.
Desde una perspectiva amplia, a través de los cinco apartados en que se articula el libro, se puede observar de manera secuenciada el crecimiento personal del monarca, su transformación física con el paso de los años, su autorrepresentación como artífice del poder político y militar, o su idealización. Tomando como referente a sus principales retratistas y las fórmulas representativas y compositivas que aplicaron, el autor se detiene en las obras pictóricas, calcográficas y escultóricas que hicieron Juan Bautista Martínez del Mazo, Sebastián de Herrera Barnuevo, Juan Carreño de Miranda, Francisco Rizzi, Claudio Coello o Luca Giordano, entre otros artistas de Corte. Durante su minoridad, no son pocos los ejemplos en los que Carlos II apareció junto a su madre, la reina Mariana de Austria. Su condición de regente y gobernadora a lo largo de una década (1665-1675) impuso un nuevo modelo iconográfico que, sin abandonar su toca de viuda de Felipe IV, resaltase su labor política al frente de la monarquía de España. Lugar destacado también ocuparían sus dos esposas, aquellas que estaban destinadas a proporcionarle un heredero y asegurar la continuidad de la dinastía: María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo. Otro personaje clave en la vida de Carlos II fue su hermanastro, Juan José de Austria, quien desempeñaría funciones propias de un valido y sería objeto de representación en distintos soportes. Particular atención dedica Álvaro Pascual Chenel a una de las facetas más características del monarca, la devoción regia. A partir de los fundamentos de la Pietas Austriaca, profundiza en su celo eucarístico, las distintas manifestaciones que lo evidencian, su difusión en el ámbito ultramarino y la reproducción del topos dinástico con la cesión del carruaje al paso del viático. Con un amplio apéndice de imágenes que ilustran la exposición teórica, el autor trasciende el análisis artístico del retrato de Estado, esa imagen oficial de Carlos II y su familia directa, para adquirir una dimensión más profunda. Sin duda, este libro es cardinal para la comprensión de la segunda mitad del siglo XVII mediante su retrospectiva sobre el lenguaje político y el entorno cortesano, la distribución y reconstrucción espacial de determinadas salas del hoy desaparecido Real Alcázar, la cultura y el imaginario de la época. Poner al rey ante su espejo permite recrear, con su reflejo, un reinado.
Roma, Nápoles, Madrid: mecenazgo musical del duque de Medinaceli, 1687-1710, de José María Domínguez Rodríguez. Kassel: Reichenberger, 2013.
BUNED (Biblioteca Central): 78(091)DOM
SABRINA DELNERI (UAM)
La monografía escrita por José María Domínguez sobre el mecenazgo musical del IX duque de Medinaceli constituye un clarísimo ejemplo del valor de la interdisciplinaridad en la investigación histórica. El análisis pormenorizado de una vasta documentación de archivo ha permitido al autor no solo de atestiguar los intereses musicales del aristócrata español, sino evidenciar y relacionar el uso político y diplomático del mecenazgo que hizo el duque en su larga carrera al servicio de la Monarquía. Luis Francisco de la Cerda y Aragón, IX duque de Medinaceli (1660-1711), fue una cuestionada figura política cuya memoria histórica cayó pronto en el olvido después su muerte. Hijo de Juan Francisco Tomás Lorenzo de la Cerda Enríquez Afán de Ribera Portocarrero y Cárdenas (1637-1691) –primer ministro del rey Carlos II entre 1680-1685– y de Catalina Antonia María de Aragón Folch de Cardona Fernández de Córdoba y Sandoval (1635-1697), revistió el título de marqués de Cogolludo hasta a la muerte del padre, en 1691, cuando se convirtió en el nuevo titular de la Casa de Medinaceli. Como primogénito y único varón heredero de tales familias (algunas de ellas, descendientes directas de antiguos reyes hispanos), fue educado para ser un protagonista de la vida política madrileña. En 1686, con solo 26 años y como consecuencia de la caída en desgracia de su progenitor, fue nombrado embajador ante la Santa Sede en Roma, donde, gracias las influencias de los protagonistas de la escena cultural romana –la reina Cristina de Suecia, el príncipe de Paliano, Lorenzo Onofrio Colonna, y el cardenal Decio Azzolino– empezó la construcción de su imago como mecenas.
La investigación recogida en este libro explora en profundidad el inicio de tal actividad de mecenazgo, pero, al mismo tiempo, la expande hacia al entorno cultural y político-diplomático de la corte pontificia de Roma. Más que una pasión musical, este gusto cultural parece seguir una estrategia marcadamente intencionada. Cada serenata o cada ópera producidas bajo sus auspicios tienen un sentido político-diplomático, preocupándose Medinaceli de que el eco del éxito de la obra musical llegase a toda Europa y, sobre todo, a Madrid. En 1696, Medinaceli fue nombrado virrey de Nápoles. A diferencia de Roma, donde su promoción propagandística de obras musicales tenía la competencia de otros mecenas, en la ciudad partenopea como tal pro rex se hallaba con el monopolio de la producción cultural. Los medios económicos proporcionados por la abundante financiación del reino fueron utilizados por el virrey para acercar el ceto civile (abogados, ministros togados) a la Monarquía, gracias al desarrollo de nudos culturales, como el teatro de San Bartolomeo y la Academia Palatina. La dura represión del motín de los nobles filo-imperiales napolitanos –la denominada Conjura de Macchia (1701)– determinó un antes y un después para el recorrido político del duque de Medinaceli en Italia. De vuelta a Madrid, la música empezó a tener una faceta más privada y destinada a los pocos acólitos y familiares que se reunían en su palacio del Prado mientras su actividad política pasaba por una activa presencia en el Consejo de Estado, la presidencia del Consejo de Indias (1702), el encargo como ayo del Príncipe de Asturias (1709) y, finalmente, la encomienda por Felipe V de los negocios exteriores de la monarquía (1709). Caído a continuación en desgracia, fue arrestado en abril de 1710 y encarcelado en el Alcázar de Segovia, pasando después a la fortaleza de Pamplona, donde murió prematuramente en 1711.
Roma, Nápoles y Madrid fueron las ciudades donde se desarrolló su mecenazgo musical que marchó junto a la obra político-diplomática. Sin duda, Medinaceli utilizó la música como instrumento de propaganda, marcando el desarrollo de su política con los tiempos de sus eventos musicales, que correspondieron a los momentos más significativos de la Monarquía en el fin-de-siècle y la transición al Setecientos.