Constelación 1
Claus Grande y Claus Chico
Había en un pueblo dos hombres que se llamaban igual, lo dos se llamaban Claus; pero uno tenia cuatro caballos y el otro solo un caballo. Para poder distinguirlos, llamaban al que tenía cuatro caballos Claus grande, y al que solo tenía uno lo llamaban Claus chico. ¡Ahora veremos lo que les sucedió, porque es una historia estupenda!
Durante la semana, Claus chico tenía que arar el campo de Claus grande y prestarle su único caballo; luego, Claus grande lo ayudaba a su vez con los cuatro suyos, pero solo una vez a la semana, el domingo. ¡Caramba, qué bien restallaba el látigo Claus chico con los cinco caballos, que eran suyos aquel día! El sol brillaba precioso, y todas las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente iba de lo más acicalada, con el misal bajo el brazo, para oír el sermón del cura. Veían a Claus chico que seguía arando con los caballos, tan contento que no hacía más que restallar el látigo y gritar:
-¡Arre, todos mis caballos!
-¡No puedes decir eso! -dijo Claus grande-. Solo es tuyo un caballo.
Pero en cuanto pasaba alguien camino de la iglesia, Claus chico se olvidaba de que no podía decir aquello y volvía a gritar:
-¡Arre, todos mis caballos!
-¡Por favor, no vuelvas a decir eso! O le daré tal golpe a tu caballo que se quedará muerto en el sitio y entonces te quedarás sin caballo.
-¡De veras que no lo diré más!, dijo Claus chico.
Pero en cuanto volvió a pasar gente y le dieron los buenos días, se puso tan contento pensando lo bien que quedaría si tuviera cinco caballos para arar su campo, que restalló el látigo y gritó:
-¡Arre todos mis caballos!
-¡Yo sí que te voy a arrear los caballos! -dijo Claus grande.
Y, cogiendo el machete, le dio al único caballo de Claus chico tal golpe en la cabeza que cayó al suelo muerto.
-¡Ay, que ya no tengo ningún caballo! -dijo Claus chico, y se echó a llorar. Luego desolló el caballo, cogió la piel y la puso al aire a secar, la metió en un saco que se echó a la espalda y se marchó al pueblo para vender la piel.
Tenía que hacer un largo camino: había que atravesar un gran bosque tenebroso y de desató una tormenta espantosa. Se perdió completamente y, antes de que volviera a encontrar el camino, llegó el atardecer, y la distancia hasta el pueblo, o la que tendría que recorrer para volver a su casa, era demasiado grande y no podría llegar antes de que cayera la noche.
Junto al camino había una alquería muy grande, las ventanas tenían los postigos echados, pero algo de luz se filtraba por ellos. «Quizá me dejen pasar la noche allí», pensó Claus chico, y fue a llamar a la puerta. Abrió la puerta la granjera, pero, al oír lo que quería, le dijo que siguiera su camino; su marido no estaba en casa y ella no daba albergue a desconocidos.
-Bueno, pues me acostaré ahí fuera -dijo Claus chico, y la campesina le cerró la puerta.
Había cerca una cuadra grande y, entre esta y la casa, había un cobertizo con tejado plano de paja.
-Me tumbaré ahí arriba -dijo Claus chico al ver el tejadillo-. Será una cama estupenda y vendrá la cigüeña y me invitará a comer huesos.
Decía aquello porque encima del tejadillo había una cigüeña, que tenía allí su nido. Así que Claus chico trepó al tejado, donde se tumbó y dio vueltas hasta encontrar una buena postura. Los postigos de madera de las ventanas no cerraban del todo bien y pudo ver el interior de la habitación. Había una mesa puesta con vino y asado y un pescado estupendo; la campesina y el sacristán estaban sentados a la mesa, y no había nadie más, y ella le servía vino y él trinchaba el pescado, que le gustaba muchísimo.
-¡Quién pudiera comer algo de todo eso! -dijo Claus chico, alargando la cabeza hacia la ventana. ¡Dios mío, qué pastel tan estupendo se podía ver allí dentro! ¡Menudo banquete!
Oyó entonces que llegaba alguien a caballo hacia la casa: era el marido de la campesina, que volvía a casa. Era un hombre muy bueno, pero tenía una enfermedad muy rara, y es que no soportaba la vista de un sacristán: cuando echaba el ojo a un sacristán, se ponía furioso. Por eso, el sacristán había ido a saludar a la mujer cuando sabía que el marido no estaba en casa, y la buena mujer había sacado la mejor comida que tenía. Y cuando oyeron al marido se asustaron muchísimo, y la mujer le dijo al sacristán que se escondiera en un gran arcón vacío que había en un rincón, y él así lo hizo, pues sabía que le pobre marido no soportaba a los sacristanes. La mujer escondió a todo correr la comida y el vino dentro del horno de pan, porque si el marido la encontraba, preguntaría seguramente qué quería decir todo aquello.
-¡Vaya! -suspiró Claus chico en lo alto del cobertizo, cuando vio desaparecer la comida.
-¿Hay alguien ahí arriba? -preguntó el campesino, y descubrió a Claus chico-. ¿Por qué estás acostado ahí? Ven adentro.
Así que Claus chico le contó que se había perdido y le pidió que le dejara pasar la noche allí.
-¡Pues claro que sí! -dijo el campesino. Pero primero tenemos que comer algo.
La mujer los recibió a los dos con mucha amabilidad, puso una mesa larga y les dio una gran fuente de gachas. El campesino estaba hambriento y comía con buen apetito, pero Claus chico no podía dejar de pensar en el estupendo asado, el pescado y el pastel que sabía que estaban en el horno.
Había dejado el saco con la piel del caballo debajo de la mesa, a sus pies, pues, como ya sabemos, había salido de su casa para venderla en el pueblo. No tenía ganas de gachas, así que dio un pisotón en el saco y la piel seca que había dentro soltó un fuerte chasquido.
-¡Chist!- le dijo Claus chico al saco.
Pero al mismo tiempo le dio otro pisotón y el chasquido fue aún más fuerte que el primero.
-¡Anda! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el campesino.
-¡Oh, es un brujo!, dijo Claus chico-. Está diciendo que no tenemos por qué comer gachas, pues con un hechizo suyo ha llenado el horno de sado, pescado y pastel.
-¡Pues vaya!- dijo el campesino.
Y abrió en seguida el horno, donde vio toda la estupenda comida que había preparado su mujer, pero que él creía obra del brujo del saco, que la había preparado con un hechizo suyo. La mujer no se atrevió a decir nada, sino que puso la comida sobre la mesa, y los dos pudieron comer pescado y asado y pastel. Claus chico volvió a pisar el saco y soltó un chasquido.
-¿Qué ha dicho ahora?- preguntó el campesino.
-Dice- respondió Claus chico- que con otro hechizo ha traído tres botellas de vino para nosotros, y están también en el horno.
La mujer tuvo que sacar el vino que había escondido y el campesino bebió y se puso de muy buen humor. A él también le habría encantado contar con un brujo como el que llevaba Claus chico en el saco.
-¿También puede hacer que aparezca el demonio? -preguntó el campesino-. Me gustaría verlo, porque estoy de buen humor.
-Sí- dijo Claus chico-. Mi brujo puede hacer todo lo que yo le mande. ¿No es verdad? ¡Eh, tú! -preguntó, pisando la bolsa para que sonara-. ¿Oyes? Dice que sí. Pero el demonio es muy feo, no vale la pena verlo.
-Bah, no tengo ningún miedo. ¿Qué pinta tiene?
-Bueno, si se dejara ver, parecería un sacristán.
-¡Puf! -dijo el campesino-. ¡Qué feo! Habéis de saber que no soporto a los sacristanes. Pero da igual; como sé que es el demonio, lo aguantaré mejor. ¡Qué valiente soy! Pero que no se me acerque demasiado.
-Preguntaré a mi brujo -dijo Claus chico.
Pisó el saco y alargó las orejas.
-¿Qué dice?
-Dice que abráis el arcón que está en aquel rincón y veréis al demonio escondido allí dentro, pero tenéis que sujetar la tapa para evitar que se escape.
-¿Queréis ayudarme a sujetarla? -dijo el campesino, yendo hacia el arcón donde la mujer había escondido al auténtico sacristán, que estaba de lo más asustado.
El campesino levantó la tapa y miró dentro del arcón.
-¡Huy! -gritó dando un salto atrás-. Lo he visto, es igualito que un sacristán. ¡Es horrible!
Aquello había que mojarlo, así que siguieron bebiendo hasta bien entrada la noche.
-Tienes que venderme a ese brujo -dijo el campesino-, pídeme lo que quieras. Te daré un celemín entero de monedas.
-No, imposible -dijo Claus chico-. Piensa en todo el provecho que puedo conseguir con semejante brujo.
-Me gustaría tanto tenerlo -dijo el campesino, y siguió rogando.
-Bueno -dijo por fin Claus chico-, como has sido muy bueno dándome albergue esta noche, no pasa nada porque te lo venda. Te daré al brujo a cambio de un celemín de monedas, pero el celemín tiene que estar lleno hasta arriba.
-Lo tendrás -dijo el campesino-, pero el arcón puedes llevártelo, no quiero que siga una hora más en mi casa, aunque no sé si el demonio seguirá ahí dentro.
Claus chico le dio al campesino su saco con la piel seca, y a cambio recibió un celemín entero lleno de monedas. El campesino le regaló además un carretón para que llevara el dinero y el arcón.
-¡Adiós! -dijo Claus chico, y se marchó con el dinero y el gran arcón donde seguía metido el sacristán.
Al otro lado del bosque había un río ancho y profundo, y el agua corría tan deprisa que era imposible cruzar la corriente a nado. Había un puente nuevo; Claus chico se detuvo en medio del puente y dijo en voz alta, para que pudiera oírlo el sacristán, que estaba metido en el arcón.
-Bueno, ¿pero, qué voy a hacer yo con este inútil arcón? Pesa tanto como si estuviera lleno de piedras. Si sigo empujándolo me cansaré mucho, así que voy a tirar el arcón al río, y si llega hasta mi casa flotando será que es bueno, y si no, pues me da igual.
Así que cogió el arcón con una mano y lo levantó un poco, como si fuera a arrojarlo al agua.
-¡No, espera! -gritó el sacristán desde dentro del arcón-. ¡Déjame salir!
-¡Anda! -dijo Claus chico, fingiendo que se había asustado-. ¡Pero si sigue ahí dentro! Lo mejor será tirarlo al río para que se ahogue.
-¡Oh, no, no! -gritó el sacristán-. ¡Te daré un celemín entero lleno de monedas, si me dejas en paz!
-Bueno, eso es distinto -dijo Claus chico, abriendo el arcón.
El sacristán salió en seguida a cuatro patas y tiró al agua el arcón vacío, y fue luego a su casa, y le dio a Claus chico un celemín entero de monedas. Tenía ya uno que le había dado el campesino, y ahora otro celemín más, lleno de monedas.
-Vaya, me han pagado muy bien el caballo -se dijo a sí mismo al volver a su casa, y puso todas las monedas en el suelo, formando un gran montón-. Claus grande se enfadará mucho cuando vea lo rico que me he vuelto con mi único caballo. Pero no voy a ir corriendo a decírselo.
De modo que mandó a un muchacho a casa de Claus grande para pedirle prestada una medida de celemín.
«¿Para qué la querrá?», pensó Claus grande, y unto pez en el fondo para que se quedara allí pegado algo de lo que midiera; y así sucedió, pues, cuando le devolvieron el celemín, había pegadas tres monedas nuevas de plata de a ocho chelines.
-¿Pero qué es esto? -dijo Claus grande, y se fue corriendo a casa del chico. ¿De dónde has sacado tanto dinero?
-Bueno, es que anoche vendí la piel de mi caballo.
-Pues sí que te pagaron bien -dijo Claus grande.
Y se fue corriendo a casa, cogió un hacha y golpeó a sus cuatro caballos en la frente, les quitó la piel y se las llevó a la ciudad.
-¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? -iba gritando por las calles.
Los zapateros y los curtidores llegaron corriendo y preguntaron cuánto quería por ellas.
-Un celemín de monedas por cada una -dijo Claus grande.
-¿Estás loco? -dijeron todos-. ¿Te crees que medimos el dinero por celemines?
-¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? -volvió a gritar.
Pero a todos los que preguntaban cuánto costaban las pieles, les respondía:
-Un celemín de monedas.
-Nos está tomando el pelo -dijeron todos, y los zapateros cogieron sus cordones y los curtidores sus mandiles de cuero y empezaron a zurrar a Claus grande.
-¡Pieles, pieles! -gritaban imitándolo-. ¡A ti sí que vamos a levantarte la piel! ¡Fuera de la ciudad! -gritaron. Y Claus grande tuvo que echar a correr a toda velocidad después de la paliza que le habían dado.
-¡Pues vaya! -dijo cuando volvió a su casa-. ¡Claus chico me las pagará, lo voy a matar por lo que ha hecho!
Pero en casa de Claus chico había muerto su anciana abuela. EN realidad, se había portado mal con él y tenía muy mal genio, pero él estaba muy triste y cogió a la muerta y la puso en su propia cama, calentita, por si acaso revivía la dejaría allí toda la noche, y él se sentó en un rincón en una silla y se durmió, pues ya había dormido allí alguna que otra vez.
Aquella noche se abrió la puerta y Claus grande entró con su hacha; sabía perfectamente dónde estaba la cama de Claus chico, así que fue hacia ella y le dio un hachazo en la frente a la difunta abuela, pues creía que era Claus chico.
-¡Toma! -dijo-. ¡Así no volverás a tomarme el pelo! -y se volvió a su casa.
-¡Mira que es malo y perverso! -dijo Claus chico-. ¡Quería matarme! Pero por suerte para la anciana abuelita, ella ya estaba muerta, si no, la habría asesinado.
Así que le puso a la anciana abuela las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a su vecino, lo enganchó al carro, puso a la anciana abuela en el asiento de atrás para que no se cayera por el camino y echaron a andar por el bosque; cuando el sol estaba alto, habían llegado a una gran posada. Claus chico se detuvo y entró a buscar algo para comer.
El posadero tenía muchísimo dinero y, además, era buena persona, aunque muy irascible, como si por dentro no tuviera más que pimienta y tabaco.
-¡Buenos días! -le dijo a Claus chico-. ¡Es un poco pronto para vestirse de domingo!
-Sí -dijo Claus chico-. Voy a la ciudad con mi anciana abuela; está ahí fuera sentada en el carro y no consigo que entre. ¿Querríais llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendréis que hablarle bien fuerte, porque no oye muy bien.
-Pues claro que sí -dijo el posadero.
Y llenó de aguamiel un vaso grande y se lo llevó a la anciana abuela, que estaba puesta encima del carro.
-Aquí tenéis el vaso de aguamiel que os manda vuestro hijo -dijo el posadero, pero la muerta no dijo una sola palabra, siguió allí calladita.
-¿Es que no me oís -gritó el posadero tan fuerte como pudo-. ¡Que aquí tenéis un vaso de aguamiel que os manda vuestro hijo!
Volvió a gritar lo mismo una vez más, y otra, pero como ella no se movía del sitio, se enfadó y le tiró el vaso a la cara; el aguamiel le corrió por la nariz y ella cayó de espaldas en el carro, porque no estaba atada.
-¡Anda! -gritó.
Claus chico salió corriendo y agarró al posadero por el pecho.
-¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente!
-¡Oh, solo ha sido un accidente! -gritó el posadero juntando las manos-. Es culpa de mi irascibilidad. Claus chico, bonito, te daré un celemín entero lleno de monedas y enterraré a tu abuela como si fuera la mía, pero no digas nada, porque si no, me cortarían la cabeza, y eso sería horrible.
Así que Claus chico se hizo con un celemín entero de monedas y el posadero enterró a la anciana abuela como si fuera la suya.
Cuando Claus chico volvió a casa con todas aquellas monedas, mandó en seguida a su criado a casa de Claus grande para pedirle prestada una medida de celemín.
-¿Cómo es posible? -dijo Claus grande-. ¡Pero si lo he matado! ¡Eso tengo que verlo!
Y fue él a llevar el celemín a casa de Claus chico.
-¡Anda! ¿De dónde has sacado todas esas monedas? -preguntó, y puso unos ojos como platos al ver todo lo que había allí.
-Fue a mi abuela a quien mataste y no a mí -dijo Claus chico-. La he vendido y me han dado un celemín de monedas.
-¡Pues sí que te pagaron bien! -dijo Claus grande, y se fue corriendo a su casa, cogió un hacha y mató inmediatamente a su anciana abuela, la puso encima del carro, se fue a la ciudad, a casa del boticario, y le pregunto si quería comprar un muerto.
-¿Quién es y de dónde lo habéis sacado? -preguntó el boticario.
-Es mi abuela -dijo Claus grande-. La he matado para conseguir un celemín de monedas.
-¡Dios nos valga! -dijo el boticario-. ¡Os traicionáis con esas palabras! No digáis tales cosas, porque podríais perder la cabeza.
Y le explicó muy clarito la cosa tan espantosa que había hecho, y lo malo que era, y que merecía un castigo. Claus grande se asustó tanto que subió al carro a toda prisa, fustigó a los caballos y se fue a casa, y el boticario y todos pensaron que estaba loco y le dejaron irse.
-¡Esta me la pagarás! -dijo Claus grande cuando iba de camino-. ¡Ya verás cómo me la pagas! -y en cuanto llegó a su casa cogió el saco más grande que pudo encontrar, fue a casa de Claus chico y dijo-: ¡Me has vuelto a engañar! ¡Primero maté a mis caballos, después a mi anciana abuela! ¡Todo por tu culpa, pero ya no volverás a engañarme más! -y cogiendo a Claus chico por la cintura, lo metió en el saco, se lo echó a la espalda y gritó-: ¡Te voy a ahogar!
Había que caminar un buen trecho para llegar al rio y Claus chico no era demasiado ligero. El camino pasaba junto a la iglesia, el órgano estaba tocando y dentro había gente vestida muy elegante, así que Claus grande dejó el saco con Claus chico junto a la puerta de la iglesia, pensando que no vendría entrar primero a oír salmos, antes de seguir. Claus chico no podía escaparse y todo el mundo estaba dentro de la iglesia, así que él entró también.
-¡Ay de mí! ¡Ay de mí! -gemía Claus chico dentro del saco.
Daba vueltas y más vueltas retorciéndose, pero no conseguía soltar el nudo. En estas llegó un viejo vaquero con el pelo blanco como la leche y un gran cayado en la mano. Conducía todo un rebaño de vacas y toros y pasaron al lado del saco donde estaba retorciéndose Claus chico.
-¡Ay de mí! -gemía Claus chico-. ¡Soy tan joven y ya tengo que ir al cielo!
-¡Pues pobre de mí! -dijo el vaquero-. ¡Soy tan viejo y todavía no puedo ir allí!
-¡Abre el saco! -gritó Claus chico-. ¡Métete dentro en mi lugar y podrás llegar en seguida al cielo!
-¡Sí, tengo tantísimas ganas de ir! -dijo el vaquero, abrió y Claus chico salió dando un salto.
-¿Te encargarás tú del ganado? -dijo el viejo, metiéndose en el saco.
Claus chico lo ató y siguió su camino con las vacas y los toros.
Poco después, Claus grande salió de la iglesia, se echó otra vez el saco a la espalda y pensó que ahora era muy ligero, y es que el viejo vaquero no pesaba ni la mitad que Claus chico. «¡Qué ligero se ha vuelto! Debe ser porque he estado oyendo los salmos». Y se fue al río, que era ancho y profundo, lanzó al agua el saco con el viejo vaquero dentro y le gritó, pensando que era Claus chico:
¡Toma esta! ¡Ya no volverás a tomarme el pelo!
Y se marchó hacia su casa; pero al llegar al cruce de caminos, se encontró a Claus chico, que iba caminando con todo el ganado.
-¡Pero qué es esto! -dijo Claus grande-. ¡Pero si te he ahogado!
-Sí -dijo Claus chico-. ¡Me arrojaste al río hace apenas media hora!
-¿Y de dónde has sacado ese ganado tan estupendo? -preguntó Claus grande.
-¡Es ganado marino! -dijo Claus chico-. Te contaré toda la historia, y tengo que darte las gracias por ahogarme, pues ahora ya he salido otra vez, y soy de lo mas rico. Cuando estaba metido en el saco estaba muy asustado, el viento me silbó- en los oídos cuando me arrojaste al agua fría desde el puente. Me hundí en seguida hasta el fondo, pero no me di ningún golpe, porque allí crece una hierba muy suave. Caí y el saco se abrió, y apareció una doncella bellísima con un vestido blanquísimo y una corona verde sobre el cabello mojado, me tomó de la mano y me dijo: «¿Eres tú, Claus chico? ¡Aquí tienes tu primer ganado! Una milla más allá en el camino, hay una manada entera que quiero regalarte». Vi entonces que el río era una gran carretera de las gentes del mar. Por el fondo iban y venían a pie y en carro, del mar hasta bien dentro de la tierra, donde acaba el río. Todo era precioso, lleno de flores, y una hierba fresquísima, y los peces que nadaban por el agua se deslizaban junto a mis orejas, como los pájaros por el aire. ¡Qué gente más hermosa y qué ganado más espléndido el que iba por allí!
-¿Pero por qué volviste entre nosotros? -preguntó Claus grande-. Yo no lo habría hecho, si es verdad que todo es tan bonito allá abajo.
-Bueno -dijo Claus chico-, listo que es uno. Ya oíste lo que te conté: la muchacha del mar me dijo que una milla más allá por el camino (y camino quiere decir río, porque no hay otro sitio) hay un rebaño de ganado aún más grande esperándome. Pero, como conozco las revueltas que da el río, para acá, para allá, es un rodeo enorme, y pensé que mejor ir atajando, subir a la tierra y marchar atravesando el río, así me ahorro casi media milla y podré encontrar antes mi ganado marino.
¡Oh, mira que eres afortunado! -dijo Claus grande-. ¿Crees que también a mí me regalarían ganado marino si bajo al fondo del río?
-¡Estoy seguro! -dijo Claus chico-. Pero yo no puedo llevarte al río metido en un saco, pesas demasiado para mí. Pero, si te metes tú mismo en el saco, yo te tiraré con el mayor de los placeres.
-¡Muchas gracias! -dijo Claus grande-. Pero, si cuando baje no me dan ganado marino, te daré una paliza que te vas a acordar.
-¡Hombre, no seas tan malo!
Y fueron al río. El ganado, que estaba sediento, vio el agua y echó a correr a toda velocidad para beber.
-¡Mira cómo corren! -dijo Claus chico-. ¡Quieren volver a ver el fondo!
-¡Ayúdame a mí primero! -dijo Claus grande-. Si no, te daré una paliza.
Así que se metió en el saco grande que había sobre el lomo de uno de los toros.
-Mete una piedra, que tengo miedo de no hundirme -dijo Claus grande.
-¡No te preocupes! -dijo Claus chico, pero colocó una gran piedra dentro del saco, ató bien fuerte la correa y lo empujó: ¡plop!, allá fue Claus grande al río y en seguida se hundió hasta el fondo.
-Me temo que no va a encontrar el ganado -dijo Claus chico y se llevó a casa el suyo.