Constelación 7
Las tres naranjas del amor
Versión con la que se había trabajado: A. Rodríguez Almodóvar (ed.) (2009). “Las tres naranjas del amor”. En Cuentos al amor de la lumbre. Tomo I (pp. 181-185). Alianza.
Alumnos participantes: Andrea Forero, Natalia Moreno y Lara Ortiz (grupo 1 de Cuento y poesía, A, curso 2023-24, profesor Miguel Ángel Martín-Hervás).
Señoritas y señores, les agradezco que se puedan sentar, pues esta historia va a comenzar, y les debo avisar de que no la querrán finalizar.
Hace muchos, pero muchos años atrás, tantos que me cuesta recordar, un joven príncipe se debía casar, para el trono de su padre poder heredar. Este príncipe muy triste andaba, pues a ninguna mujer que desposar encontraba, y por más que lo deseara, no había belleza que lo deslumbrara. La espera le desesperaba, y consumido por la rabia, fue a tirar el agua por la ventana. Una gitana que por allí pasaba, le gritó mientras su cabeza alzaba:
-Si usted controlara su humor, no habría mojado a esta señora mayor, pero como usted es poco luchador, se secará antes de encontrar las tres naranjas del amor.
Ante la maldición, el príncipe no pudo esconder la impresión, y exigió, con un tono mandón, una clara explicación.
-Le ordeno gitana, que deje de jugar con sus palabras, y me diga qué son esas naranjas, y donde puedo yo encontrarlas.
La gitana, ante su altanería, decidió responder con cierta picardía:
-Su majestad necesita encontrar una bella dama, pero por más que busca, no la haya. Arrogancia le sobra y la constancia no Es por ello por lo que, para alcanzar las naranjas, deberá desempeñar varias hazañas.
-Pues dígame, sin hacerme esperar, las pruebas que he de superar.
-Si quiere usted vencer, a tres perros rabiosos tendrá que distraer. Entonces un naranjito ha de encontrar, y sin trepar, sino saltar, sus naranjitas deberá arrancar. Si sigue estos pasos, en el jardín de los naranjos, no quedará atrapado.
El joven anduvo y anduvo, y solo se detuvo cuando ante la entrada del jardín estuvo. A los tres perros distrajo, con el pan que había comprado, y aprovechó la oportunidad para continuar con su trabajo.
Una vez el príncipe obtuvo sus naranjitas, emprendió el camino de vuelta a casita, pero a medio camino le entró hambre, y decidió hacer una paradita. Peló la naranja con una navaja, y de ella salió una bella muchacha, que le pidió al príncipe, un poco de agua. El príncipe encontró una fuente, donde depositó a la muchacha lentamente. La joven bebió del agua, y poco tiempo después quedó intoxicada, pues el agua no podía ser tomada.
El joven monarca hizo otra parada tras varias millas andadas, y abrió la segunda naranja, de la cual salió otra hermosa muchacha. Esta joven, pidió lo mismo que la muchacha anterior, un poco de agua para calmar su deshidratación. Ante esta petición, el príncipe buscó otra opción, que resultó ser un lago de gran expansión. La muchacha un trago tomó, y a los pocos minutos se desmayó, pues el agua un virus le contagió.
El príncipe ya cansado, después de tantos días sin resultado, decidió comerse un buen estofado, en una posada cercana al mercado. Antes de abandonar la posada, abrió la última naranja, y apareció una preciosa muchacha, que dijo con su voz desgastada:
-Su majestad, si usted un poco de agua me da, yo le prometo mi lealtad y siempre recordar su humildad.
El príncipe le dio agua de su vaso, que en el bar había comprado. La muchacha lo bebió, su sed sació, y esta vez no se desmayó. Al ver que la muchacha seguía de pie, el príncipe le pidió que fuera su mujer, y esta no tardó en responder:
-Mi lealtad te juré, y por ello contigo me casaré, y siempre te amaré.
Los dos jóvenes se casaron en el pueblo más cercano, y siguieron caminando de la mano, hasta que tuvieron un hijo al cabo de un año. El príncipe no quiso enseñar a la princesa su palacio, pues antes debía hablarlo con su padre, un rey muy autoritario. Es así como le hizo una promesa, a su querida princesa:
-No tardaré, pues a mi padre le confesaré, que el amor de mi vida encontré, y que ahora tenemos un bebé. Mientras estoy ausente, te pido que te escondas debajo de este puente, y no dejes que te vea la Como muestra de mi promesa, te obsequio esta presea, que pertenecía a la reina.
-Con tu mandato cumpliré, debajo del puente nos mantendré, y tu regreso con ansias esperaré. Te aseguro que guardaré este colgante como recordatorio de mi amante.
El príncipe marchó, y pronto al palacio llegó, donde a su padre le contó, como a su esposa conoció. Mientras la princesa esperaba, apareció la gitana que, al mirar su reflejo en el agua, mientras pescaba, solo apreció la cara de la joven muchacha. Al pensar que se trataba de su rostro, la gitana dijo con asombro:
-Con un rostro tan delicado, ¿qué hago yo cazando pescado?
La gitana guardó su caña, y volvió a casa, donde vio en el espejo, su verdadera cara. Al observar que su cara era igual de fea, volvió a la ribera. Allí vio el mismo rostro que la vez anterior, y exclamó con agitación:
-Con un rostro tan delicado, ¿qué hago yo cazando pescado?
La gitana guardó su caña, y volvió a casa, donde vio en el espejo, su verdadera cara. Entonces volvió al río, donde al observar el reflejo de la joven, también vio a un niño. La gitana le dijo con una voz muy educada:
-Joven, salga de su escondite, y yo le proporcionaré ropa nueva con la que vestirse.
La princesa en un principio se negó, pero pronto de debajo del puente salió, y ante la gitana se presentó. La mujer hechicera aprovechó la oportunidad para cambiar su realidad. Con un alfiler pinchó a la joven en la cabeza, quien instantáneamente cambio su apariencia, y se convirtió en una gata con cierta fiereza. La gitana, por el contrario, adquirió la belleza de la princesa, tomó al bebé con gentileza, y se hizo pasar por una mujer de la realeza.
El príncipe regresó, y a la supuesta princesa recogió, solo que esta vez, un gatito negro les siguió. Una vez llegaron al palacio, el nuevo rey se sintió extraño, pues su mujer estaba actuando muy raro, y había perdido su encanto. Al preguntarle qué había pasado, ella solo respondió, tartamudeando:
-No has de estar preocupado, pues solo me estoy acostumbrando a liderar un reinado.
Pasaron los días, y la gata negra comenzó a buscar nuevas compañías, entre las que se encontraba el encargado de la jardinería, al que le decía:
-Jardinerito jardinerito, qué tal te va con la nueva reina que a todo el reino ha mentido
-Ni bien ni mal, pues no la suelo tratar, y a mi señora debo respetar
-.¿Y el principito? ¿Cómo está ese chiquito?
- Unas veces llora, y otras una sonrisa en su boca aflora
El jardinero, le llevó la gatita al heredero, quien la cuidó con mucho esmero. Un día el rey vio a su hijo jugar con la gata, y sintió una atracción inmediata. Al acercarse a ella, en su collar divisó la estrella, que le había regalado a su doncella. Entonces supo que de su princesa se trataba, y que la otra mujer lo engañaba. El rey y el principe arrancaron el alfiler, la princesa volvió a su verdadero ser, y se abrazaron los tres.
Se preguntarán que pasó con la gitana. La muy villana, terminó encerrada en un lugar del que no sé nada, pues yo narro, pero no todo me contaron, así que ahora les toca a ustedes comerse el tarro.
La tres naranjas del amor
Las tres naranjas del amor (Cuentos al amor de la lumbre, Antonio Rodríguez Almodóvar I, 14)
Érase que se era un rey muy viejo que tenía un solo hijo, al que debía casar antes de morirse. Pero el príncipe, aunque quería complacer a su padre, estaba muy triste, porque no encontraba ninguna mujer que le gustara para casarse. Un día, estando lavándose en sus habitaciones, fue y tiró el agua sucia por un balcón, con tan mala suerte, que fue a caerle a una gitana que pasaba por allí. Entonces la gitana le echó una maldición:
-Ojalá te seques antes de que encuentres las tres naranjas del amor.
Esto le causó mucha impresión al príncipe, que se lo contó a su padre. Decidieron entonces consultar con una hechicera, porque el príncipe estaba cada día más triste. La hechicera, cuando conoció la maldición, dijo:
-Eso es que el príncipe tiene que encontrar novia, y para eso ha de ir muy lejos, muy lejos, adonde hay un jardín con muchos naranjos. Guardándolo hay tres perros rabiosos, que tendrá que vencer. Luego, buscará uno de los naranjos, que solo tiene tres naranjas y, sin subirse a él, las cogerá de un salto, porque, si no, no saldría nunca del jardín. Cuando tenga las tres naranjas, que se vuelva a casa.
Y así lo hizo el príncipe. Se puso en camino, y andar, andar, hasta que por fin llegó a las puertas del jardín, donde estaban los tres perros rabiosos. Pero el príncipe había comprado tres panes y le echó uno a cada perro. Mientras estos se entretenían comiendo, entró el príncipe en el jardín, buscó el naranjo que solo tenia tres naranjas y, de un salto, las cogió las tres. Y todavía le dio tiempo de salir antes de que los perros terminaran de comerse los panes.
Ya iba de camino de vuelta, venga a andar, venga a andar, cuando sintió hambre y sed, y se dijo: «Voy a comerme una de las naranjas». Pero en cuanto la abrió apareció una joven muy guapa, que le dijo:
-¿Me das agua?
-No tengo -contestó el príncipe, muy sorprendido.
-Pues entonces me meto en mi naranjita y me vuelvo a mi árbol.
Y al instante desapareció.
Siguió el príncipe andando y llegó a una venta. Allí pidió una jarra de vino y otra de agua, por lo que pudiera pasar. Abrió otra naranja y se le apareció otra joven, más guapa todavía que la anterior, que le dijo:
-¿Me das agua?
-Toma- y el príncipe le ofreció la jarra; pero se equivocó y, en vez de la jarra de agua, le dio la de vino, y la muchacha le dijo:
-Pues me meto en mi naranjita y me vuelvo a mi árbol.
Y desapareció.
El príncipe siguió su camino y otra vez se sentía muy cansado, pero no paró hasta que llegó a un rio. Se acercó a la orilla y abrió la tercera naranja dentro del agua, diciendo:
-Por falta de agua no te morirás.
Y al momento se formó un montón de espuma y de entre ella salió una muchacha más hermosa que el sol.
El príncipe se quedó maravillado y en seguida le pidió que se casara con él. Ella le dijo que sí y se casaron en el primer pueblo que encontraron.
Todavía tuvieron que andar mucho para llegar al palacio y, al cabo de un año, la princesa dio a luz a un hijo. Por fin divisaron el palacio, cuando llegaron a una fuente donde había un árbol. El príncipe le dijo a ella:
-No quiero que tú y mi hijo entréis de cualquier manera a mi casa. Así que te subes al árbol con el niño, para que nadie te vea, mientras yo voy a preparar a mi padre, y luego vendré a recogeros como es debido.
Y así lo hicieron. Se subió la princesa al árbol con su hijo y partió el príncipe.
Estando en la espera, vino a la fuente a por agua la gitana que le había echado la maldición al príncipe. Cuando fue a agacharse, vio reflejada en el agua la cara de la princesa y, creyendo que era la suya, dijo:
-¡Yo tan guapa y venir por agua!
Rompió el cántaro y se volvió a su casa. Pero otra vez le pasó lo mismo y volvió a la fuente con otro cántaro. Entonces vio que la que estaba en el agua se estaba peinando y comprendió lo que pasaba. Miró para arriba y vio a la princesa. Y aunque le dio mucho coraje, lo disimuló y le dijo:
-Señorita, ¿cómo usted peinándose sola? Baje usted, por favor, que la peinaré mientras tiene al niño.
La princesa no quería, pero tanto le insistió la otra, que al fin bajó y se dejó peinar por la gitana. Y según la estaba peinando, le calvó un alfiler en la cabeza y la princesa se volvió una paloma, blanca como la leche. Echó a volar y la gitana se puso en el lugar de la princesa, con el niño en brazos.
Ya vino a por ella el príncipe con una carroza y con mucho séquito, cuando se acercó y le dijo:
-Muy cambiada estás. ¿Qué ha pasado?
-Nada, de tanto tomar el sol…-dijo la gitana.
El príncipe no quedó muy conforme, pero se la llevó con su hijo.
Pasaron los días y la paloma no hacía más que darle vueltas al palacio, venga vueltas, y hasta se hizo amiga del jardinero, al que decía:
-Jardinerito del rey,
¿qué tal te va
con la reina traidora?
Y el jardinero contestaba:
-Ni bien ni mal,
que es mi señora.
-¿Y el hijo del rey?
-Unas veces ríe
y otras veces llora.
Así que el jardinero le llevó la paloma al hijo del rey, que se encariñó mucho con ella, la llevaba a todas partes y hasta la dejaba comer en su plato y beber de su copa. Un día el niño le notó un bultito en la cabeza, porque la paloma no hacía más que rascársela. Le sopló en las plumitas y entonces vio la cabeza de un alfiler. Tiró de ella y, al sacárselo, la paloma se convirtió en la princesa tan guapa como era antes. Al momento le reconoció su marido y los tres se abrazaron y se dieron muchos besos.
¿Y qué hicieron con la bruja gitana? Pues que la mataron, la quemaron y aventaron sus cenizas.
L'amor de les tres Taronges
-L’amor de les tres taronges, Joan Amades, pp. 78 y ss..
Vet aquí que una vegada hi havia un rei que tenia una grant bassa d’oli al seu jardí perquè anessin a cercar-n’hi tots el pobrets que en necessitaven. Quan ja es pot dir que no en quedava gens, va anar-hi una pobra velleta a la qual li’n feia molta falta una mica per fer un remei per a una seva néta que estaba a les portes de la mort. El va arreplegat tot de goteta en goteta i encara va arribar a poder-ne omplir una ampolleta. Però heus ací que el fill del rei, que jugaba pel jardí sense voler li va donar un cop a l’ampolla, la hi va trabucar i la va hi trencar. La vella, desesperada per aquella desgracia, va maleir el primíncep amb aquestes paraules:
-Així no tinguis sort ni ventura fins que hagis trobat l’amor de les tres taronges.
Aquestes paraules van amoïnar molt el príncep, que va començar a posar-se consirós. No menjava, no dormía pensant sempre en la maledicció, i cada día s’emmagria i es fonia com una candela. Com que no tenia descans ni repòs ni de nit ni de día, va demanar al seu pare que lo dinés diners, un bon cavall i un bon vestit, i permís per anar pel món en cerca de l’amor de les tres taronges. I el bon rei li va donar el que li demanava i el va beneir perquè fos venturós en la seva empresa.
El príncep se’n va anar terres enllà, camina que caminaràs, sense trobar mai ningún que li sembés que el podía ajudar en els seus treballs. Després de set anys de voltar va trobar un vellet de barba blanca i venerable que li passava dels genolls, que li va semblar que podría ponar-li rao del que cercava. Es va deturar i li va dir:
-Vellet, el bon vellet, ¿no em sabríeu dir on podría trobar l’amor de les tres taronges, que fa molt de temps que busco i no sé on és?
-Prou que t`ho puc dir. Segueix sempre aquest camí. Al capdavall trobaràs un jardí. El jardiner és un gegant. Si veus que té els ulls tancats fuig corrents, perquè está vigilant si s’hi acosta cap humà per a menjar-se’l com una cirera. Si el veus amb els ulls oberts vés confiat, perquè es senyal que dorm. Entra al jardí, veuràs un gran taronger que només té tres taronges: són les tres taronges de l’amor. Les pots collir tranquil i anar-te’n sense por del gegant. Fes tanta fressa com puguis, perquè el gegant com més sorrolls sent més fort s’adorm. Vés i que Déu t’ajudi.
El príncep va besar les mans del vellet i es va posar en camí. Camina que caminaràs, va arribar fins al jardí. Al peu hi havia un gegant com una muntanya, assegut i arraulit, amb un pam d’ulls oberts com unes taronges. El príncep va endevinar que dormia. Per fer força soroll i fer-lo dormir més fort va saltar ammb el cavall pel seu damunt. I el gegant encara es va posar a roncar mes fort; de tan fort que roncava feia tremolar totes les muntanyes com si fos un terratrèmol. Un cop dins del jardí va veure aquel gran taronger momés amb tres taronges. Les va collir i se’n va anar saltant altra vegada a cavall per damunt del gegantàs que amb els ulls oberts roncava com el vent.
Així que va tenir les taronges, li va venir una set que l’ofegava, el cremava i no el deixava ni respirar. Sense poder-se aguantar més, es va deturar, es va treure una taronja del morral, la va obrir i li va sortir una gentil donzella, graciosa com un àngel i fresca com una rosa, que li va preguntar què volia d’ella. El príncep li va dir:
-M’ofrego de set i voldria beure. ¿No em pots donar aigua?
-No, d’aigua sí que no te’n puc donar.
I dites aquestes paraules es va tornar fum i es va fondre. El príncep, que encara tenia més set, va obrir l’altra taronja i també li va sortir una donzeñña més graciosa i més fresca encara que la primera. Com aquella, li va preguntar què volia d’ella i en saber que tenia set i li va demanar aigua, també es va fondre com el fum. El príncep va obrir la darrera taronja i li va sortir una donzella més gentil encara que les altres dues plegades, que li va dir.
¿Què vols de mi?
-M’escanyo de set i voldria beure. ¿Tu no em pots donar aigua?
La donzella va bufar a terra i al momento va brollar una Font d’aigua fresca i regalada que va apagar la gran set del príncep. Però heus ací que aquella aigua era d’enamorament, i el que en bevia se sentía ferit al momento de mal d’amor. EL príncep se sentí a l’instant follament enamorat de la minyona i li va demanar la seva mà. La donzella es va avenir a èsser la seva esposa.
El príncep va pujar la donzella a cavall i van emprendre al cami de casa seva. Van a ver que tenien set, la donzella bufava a terra i brollava una Font d’aigua d’enamorament que els apagava la set, però els feia enamorar més fort i amb més deliri. Quan eren a la vora del Palau del rei, el príncep va dir a la donzella que potser fóra millor que ell s’avancés per prevenir el seu pare l’arribada i dir-los que portava una donzella perquè fos la seva nora. La donzella va fer brollar una Font i va esperar allí el prompte retorn del seu estimat.
Heus ací que així que la donzella va restar sola es va presentar una dona negra com el sutge, lletja com un pecat, amb uns llavis con un esclop i que de tan negra àdhuc feia com mitja mala olor. Quan va veure aquella donzella tan blanca i tan graciosa, en va tenir una gran enveja. Li va preguntar que era i què esperava allí. La pobre donzella, sense pensar cap mal, toto li ho va explicar. La negrota li va dir que anava molt escabellada i que no es podia pas presentar al palau tan desgrenyada. I es va oferir per pentinar-la. I com que qui mal no fa mal no pensa, la probra dinzella s´hi va avenir. La negrita així que li va tocar el cap li va clavar una grossa agulla de pocar al clatell i la va fer tornar un colomet blanc, com un glop de llet que no es va moure de per allí a la vora.
Al cap d’una estona va tornar el príncep i en veure auella negrota, va restar tot parat i li va preguntar:
-I tu qui ets?
-Sóc la teva estimada.
-I com es que t’has tornat així?
-El sol i la serena fan tornar la gent morena.
I tantes vegades com el príncep li preguntava la raó del seu enlletgiment, li contestava el mateix:
-El sol i la serena fan tornar la gent morena.
El príncep no se’n sabia avenir, però como que havia begut tanta aigua d’enamorament se sentía fortament enamorat i es va casar amb aquella donota més lletja que un pecat. Durant totes les noces, el colomet blanc no va deixar de voltar per la vora dels nuvis, i mai no es movía dels voltants del Palau un cop casats, in cantant, cantant, preguntava al jardiner:
Jardiner de bona hora,
què fa el rei i la reina mora?
I el jardiner le contestava:
Unes vegades riu
i altes plora.
I el colomet tot cantant le responia:
Dia arribará
que només riurà.
I entre aquestes va venir l’estiu que les portes dels balcons i de les Finestres del refetó del Palau estaven obertes. Un día, mentre dinaven, el colomet va entrar i es va passejar gracias per damunt de la taula. El príncep així que el va veure el va amanyagar i en trobar-li aquela agulla de picar de cabota negra vlavada al clatell, compassiu, la hi va arrencar i el colomet, al moment, va tornar-se la graciosa i gentil donzella sortida del dins la taronja. Ni el príncep ni ningú del Ppalau no sabien explicar-se el que passava. La donzella es va explicar. El príncep, indignat, va fer cremar viva la negra i va fer unes altres bodes molt solemnes amb la donzella que era de debò la seva estimada.
I van viure molts anys feliços I van tenir molts fills.
I foren feliços
i com ells
ho puguem ésser nosaltres,
i dalt del cel plegats
ens puguem veure,
amén.
¡Cuacuá! ¡Pégate acá!
¡Cuacuá! ¡Pégate acá! (Calvino, 38: 186 y ss.).
Un rey tenía una hija bella como la luz del sol, a quien todos los príncipes y grandes señores hubieran deseado por esposa de no ser por el pacto que ella había sellado con su padre.
Resulta que una vez que el Rey había ofrecido un gran banquete, y mientras todos los invitados se reían y estaban alegres, solo su hija permanecía serie y cejijunta.
-¿Por qué estás triste? -la preguntaron los comensales.
Y ella ni una palabra. Todos intentaron hacerla reír, pero nadie lo logró.
-Hija mía, ¿estás enojada? -le preguntó el padre.
-No, no, padre mío.
-Y entonces, ¿por qué no te ríes?
-No me reiría ni aunque en ello me fuese la vida.
Entonces el Rey tuvo esta idea:
-¡Muy bien! Ya que te has obstinado en no reír, hagamos una prueba, mejor dicho un pacto. Quien quiera casarse contigo, debe lograr que te rías.
-De acuerdo -dijo la Princesa-. Pero añado esta condición: que a quien intente hacerme reír y n lo logre, le corten la cabeza.
Así se acordó, todos los comensales fueron testigos y la palabra dada ya no se podía retirar.
La voz se corrió por todo el mundo, y todos los príncipes y los notables querían hacer el intento de conquistar la mano de esa Princesa tan bella. Pero cuantos lo intentaban, perdían la cabeza. Todas las mañanas, muy temprano, la Princesa iba al balcón y esperaba la llegada de un pretendiente. Así pasaban los años, y el Rey temía que su hija se marchitara como una vieja hoja de lechuga.
Sucedió que la noticia también llegó a un pueblecito. Ya se sabe que en las veladas uno se entera de historias de todo tipo, y así se habló sobre ese pacto de la Princesa. Un muchacho con tiña en la cabeza, hijo de un pobre remendón, lo escuchó con la boca abierta.
-¡Quiero ir yo! -dijo.
-¡Pero vamos, no digas tonterías, hijo! -exclamó su padre.
-Sí, padre, quiero probar. Mañana salgo de viaje.
-Te van a matar. Esos no se andan con contemplaciones.
-¡Padre, yo quiero ser rey!
-Sí, sí -rieron todos. ¡Un Rey con la cabeza tiñosa!
Al día siguiente, por la mañana, cuando el padre ya se había olvidado de la ocurrencia de su hijo, este compareció ante él diciéndole:
-Me voy de todos modos, padre. Aquí todos me miran mal a causa de la tiña. Dame tres panes, tres carantanes[1] y una jarra de vino.
-Pero piensa…
-Ya lo he pensado todo.
Y se fue.
Caminó y caminó hasta encontrar a una pobre mujer que se arrastraba apoyándose en un bastón.
-¿Tienes hambre, mujer? -le preguntó el tiñoso.
-Sí, hijo, y mucha. ¿No tienes nada para darme de comer?
El tiñoso le dio unos de sus panes y la mujer se los comió. Pero como vio que todavía tenía hambre, le dio también el segundo y, como realmente lo movía a compasión, terminó por darle el tercero.
Caminó y caminó. Encontró otra mujer, cubierta de harapos.
-Hijo, ¿me darías algún dinero para comprarme un vestido?
El tiñoso le dio un carantán; luego pensó que quizá no bastara con un solo carantán y le dio otro; pero la mujer le dio tanta pena que, al final, le dio también el tercero.
Caminó y caminó. Encuentra otra mujer, vieja y arrugada, con la lengua fuera de la sed que tenía.
-Hijo, si me das un poco de agua para mojarme la lengua, salvas a un alma del Purgatorio.
El tiñoso le dio su jarra de vino la vieja bebió un poco y él la invitó a echarse otro trago, hasta que al fin se lo bebió todo. Cuando alzó el rostro, ya no era una vieja, sino una hermosa muchacha rubia, con una estrella entre los cabellos.
-Yo sé adónde vas -le dijo-, y sé de tu buen corazón, porque las tres mujeres que encontraste eran la misma: yo. Quiero socorrerte. Toma este hermoso pato y llévalo siempre contigo. Es un pato que, cuando alguien lo toca, chilla: «¡Cuacuá», y tú en seguida debes decir: «¡Pégate acá!».
Y la hermosa muchacha desapareció.
El tiñoso reanudó la marcha seguido por el pato. Por la noche llegó a una taberna y, como no tenía dinero, se sentó afuera, en un banco. Salió el tabernero con intenciones de echarlo, pero entonces llegaron las dos hijas del tabernero y, al ver al pato, le dijeron al padre:
-Por favor, no eches a este forastero. Hazlo entrar y dale de comer y déjalo dormir.
El tabernero miró el pato, comprendió cuál era el propósito de las hijas y dijo:
-Bueno, el joven dormirá en un bonito cuarto, y al pato lo llevaremos al establo.
-Así no hay trato -dijo el tiñoso-. El pato se queda conmigo; es un pato demasiado bonito para estar en un establo.
Una vez que cenó, el tiñoso se fue a dormir y puso el pato debajo de la cama. Mientras dormía, le pareció haber oído un ruido; y en seguida el pato chilló:
-¡Cuacuá!
-¡Pégate acá! .gritó él, y se levantó a mirar.
Era la hija del tabernero, que se había acercado de puntillas, en camisón, había cogido el pato para quitarle las plumas y ahora estaba adherida a él en esa posición.
-¡Socorro! ¡Hermana! ¡Ven a despegarme! -gritó.
Viene la hermana, también en camisón, abraza a su hermana por el talle para despegarla del pato pero el pato grita:
-¡Cuacuá!
-¡Pégate acá! -grita el tiñoso.
Y también la hermana se queda pegada.
El joven se asomó por la ventana: ya era casi de día. Se vistió y dejó la taberna, seguido por el pato y las dos hermanas pegadas. En el camino, se cruzó con un cura. Al ver a las hijas del tabernero en camisón, el cura comenzó a decir:
-¡Ah, desvergonzadas! ¿Qué modo es ése de ir a esta hora por la calle? ¡Ahora veréis!
Y, ¡paf!, una palmada en el trasero.
-¡Cuacuá! -chilla el pato.
-¡Pégate acá! -dice el tiñoso, y también el cura se queda pegado.
Siguen caminando, con tres personas pegadas al pato. Encuentran un calderero cargado de cacerolas, ollas y cazuelas.
-¡Ah, lo que hay que ver! ¡Un cura en esa posición! ¡Ahora verás!
Y, ¡toc!, un bastonazo.
-¡Cuacuá! -chilla el pato.
-¡Pégate acá! -dice el tiñoso, y también se queda pegado el calderero con todas su cazuelas.
Esa mañana, la hija del Rey estaba asomada al balcón como de costumbre, cuando vio llegar este cortejo: el tiñoso, el pato, la primera hija del tabernero pegada al pato, la segunda hija del tabernero pegada a la primera, el cura pegado a la segunda, el calderero con cacerolas, ollas y cazuelas, pegado al cura. Ante tal espectáculo, la Princesa se echó a reír como una loca. Luego llamó a su padre y también él se echó a reír: toda la Corte se asomó a las ventanas y todos reían hasta reventar.
En lo mejor de esa carcajada general, desaparecieron el pato y todos los que estaban pegados.
Solo quedó el tiñoso. Subió las escaleras y se presentó al Rey. El Rey lo miró un poco, lo vio con esa tiña en la cabeza, con esos paños, todo andrajoso, y no supo qué hacer.
-Eres un joven muy listo -le dijo-. Te tomo a mi servicio, ¿qué te parece?
Pero el tiñoso no quiso aceptar: quería casarse con la Princesa.
El Rey, para darse tiempo, hizo que lo lavaran y lo vistieran de señor. Cuando volvió a aparecer, el joven estaba irreconocible: era tan apuesto que la Princesa se enamoró de él y solo veía por sus ojos.
En primer lugar, el joven quiso ir a buscar a su padre. Llegó en carroza, cuando el pobre remendón se lamentaba en el umbral porque el único hijo que tenía lo había abandonado.
Lo llevó al palacio, se lo presentó a su suegro, el Rey, y a su novia, la Princesa, y se celebraron las bodas.
(Friul).
[1] Carantán (dialecto friuliano): «moneda de cobre que equivalía a la sexagésima parte de un florín, conocida antiguamente por ese nombre a causa del comercio con la vecina Carintia» (Pirona). Nota de Calvino.
El amor de las tres granadas
El amor de las tres granadas (blanca-como-la-leche-roja-como-la-sangre), Calvino, 107, pp. 504 y 22.
Un hijo del rey estaba comiendo. Al cortar un queso, se cortó con un dedo y una gota de sangre cayó en el queso. Dijo a su madre:
-Mamá, quiero una mujer blanca como la leche y roja como la sangre.
-¡Cómo!, hijo mío, si es blanca no es roja y si es roja, no es blanca. Pero busca a ver si la encuentras.
El hijo se puso en marcha. Tras mucho caminar, encontró una mujer:
-Jovencito, ¿adónde vas?
-¡Cómo te lo voy a decir a ti, que eres mujer!
Tras mucho caminar, encontró un viejecito:
-Jovencito, ¿adónde vas?
-A ti sí te lo digo, abuelito, pues sin duda sabes más que yo, Busco una mujer blanca como la leche y roja como la sangre.
-Hijo mío -repuso el viejecito-, si es blanca no es roja y si es roja, no es blanca. Sin embargo, toma estas tres granadas. Ábrelas a ver qué sale. Pero hazlo solo cerca de la fuente.
El joven abrió una granada y salió una bellísima muchacha blanca como la leche y roja como la sangre, que al instante gritó:
-Oh, jovencito de los labios frescos,
dame de beber, que desfallezco.
El hijo del rey ahuecó la mano, la llenó de agua y se la ofreció, pero no llegó a tiempo. La muchacha murió.
Abrió otra granada y de un brinco surgió otra hermosa muchacha, diciendo:
-Oh, jovencito de los labios frescos,
dame de beber, que desfallezco.
Le ofreció agua, pero ya había muerto.
Abrió la tercera granada y salió una muchacha aún más bella que las otras dos. El joven le arrojó el agua a la cara y sobrevivió.
Estaba desnuda como su madre la trajo al mundo y el joven la arrojó con su abrigo, y le dijo:
-Súbete a este árbol que yo iré a buscar vestidos para cubrirte y una carroza para llevarte a palacio.
La muchacha se encaramó al árbol, junto a la fuente. A esa fuente iba todos los días la Sarracena Fea a buscar agua. Mientras recogía agua en el cántaro, vio reflejada en la superficie la cara de la muchacha que estaba en el árbol.
-¿Y debo yo, tan bonita,
acarrear el agua con la vasijita?
Y sin titubear un instante, arrojó el cántaro al suelo y lo hizo añicos. Volvió a casa, donde la patrona la recibió con gritos:
-¡Sarracena Fea! ¿Cómo te atreves a volver sin agua y sin vasija?
Cogió otro cántaro y regresó a la fuente. En la fuente volvió a ver la imagen reflejada en el agua. «¡Ah, realmente soy muy bella!», se dijo:
Y tiró el cántaro al suelo. La patrona volvió a gritarle, ella regresó a la fuente, rompió otro cántaro, y la muchacha que siempre la miraba desde el árbol, esta vez no pudo contener la risotada.
La Sarracena Fea alzó los ojos y la vio.
-Ah, ¿eres tú? ¿Y me has hecho romper tres cántaros? ¡Aunque sin duda eres muy bonita! Espera, que quiero peinarte.
La muchacha no quería bajar del árbol, pero la Sarracena Fea insistió:
-Deja que te peine y quedarás aún más hermosa.
La hizo bajar, le soltó el pelo, vio que llevaba un alfiler en la cabeza.
Cogió el alfiler y se lo clavó en una oreja. La muchacha derramó una gota de sangre y murió. Pero la gota de sangre, no bien tocó el suelo, se transformó en una palomita y la palomita se fue volando.
La Sarracena Fea fue a encaramarse al árbol. Volvió el hijo del rey con la carroza, y al verla exclamó:
-¡Eras blanca como la leche y roja como la sangre! ¿Cómo te has vuelto tan negra?
Y la Sarracena Fea respondió:
-En el cielo salió el sol
y me mudó de color.
Y el hijo del rey:
-¿Pero cómo tienes la voz tan cambiada?
Y ella:
-En el cielo sopló el viento
y me mudó el parlamento.
Y el hijo del rey:
-¡Pero eras tan guapa y ahora eres tan fea!
Y ella:
-La brisa y sus impurezas
me mudaron la belleza.
En fin, él la llevó a la carroza y se fueron a casa.
Desde que la Sarracena Fea se instaló en el palacio como mujer del hijo del rey, la palomita se posaba todas las mañanas en la ventana de la cocina y preguntaba al cocinero:
-Oh, cocinero, señor de la alacena,
¿qué hace el rey con esa sarracena?
-Come, bebe y duerme.
-Sopita para mí,
plumas de oro para ti.
Ella se tomaba la sopa y el cocinero se guardaba las plumas de oro.
Al cabo de un tiempo el cocinero pensó en ir a ver el hijo del rey para contarle lo que ocurría. El hijo del rey lo escuchó y dijo:
-Mañana cuando vuelva la palomita, no la dejes escapar y tráetela, que quiero tenerla conmigo.
La Sarracena Fea, que lo había escuchado todo a hurtadillas, pensó que esa palomita no auguraba nada bueno; y cuando al día siguiente volvió a posarse en la ventana de la cocina, la Sarracena Fea fue más rápida que el cocinero: la traspasó con el espetón y la mató.
La palomita murió. Pero una gota de sangre cayó en el jardín y en ese lugar creció al instante un granado.
Este árbol tenía una virtud: a quien estaba a punto de morir le bastaba comer una granada para reponerse. Y siempre había una gran cola de gente que iba a pedir a la Sarracena Fea que por favor le diera una granada.
Por fin, en el árbol solo quedó una granada, la más grande de todas, y la Sarracena Fea dijo:
-Esta me la guardo para mí.
Vino una vieja y le pidió:
-¿Me darías esa granada? Tengo a mi marido agonizando.
-Me queda una sola y la quiero conservar de adorno -dijo la Sarracena Fea, pero el hijo del Rey intervino:
-Pobrecita -dijo-, se está muriendo su marido, tienes que dársela.
Y así la vieja volvió a su casa con la granada. Volvió a casa y se encontró con que su marido ya había muerto. «Entonces, me guardaré la granada de adorno», se dijo.
Todas las mañanas, la vieja iba a misa. Y mientras ella estaba en misa, la muchacha salía con la granada. Encendía el fuego, limpiaba la casa, cocinaba y ponía la mesa; y después se metía dentro de la granada. Cuando la vieja volvía lo encontraba todo dispuesto y no entendía cómo.
A la mañana siguiente, la vieja fingió cerrar la casa, pero en cambio se escondió detrás de la puerta. La muchacha salió de la granada y empezó a limpiar y cocinar. La vieja entró y la muchacha no tuvo tiempo de esconderse en la granada.
-¿De dónde vienes? -le preguntó la vieja.
-Sea buena, abuelita -rogó la muchacha-, no me mate, no me mate.
-No te mato, pero quiero saber de dónde vienes.
-Yo vivo dentro de la granada…
Y le contó su historia.
La vieja la vistió de aldeana, tal como estaba vestida ella (pues la muchacha siempre seguía desnuda como su madre la había traído al mundo) y el domingo se la llevó a misa. El hijo del rey también estaba en misa y la vio. «¡Jesús! ¡Me parece que esta es la joven que encontré en la fuente!», pensó, y el hijo del rey siguió a la vieja por la calle.
-¡Dime de dónde ha salido esa joven!
-¡No me mates! -lloriqueó la vieja.
-No tengas miedo. Solo quiero saber de dónde viene.
-Viene de la granada que me diste.
-¡También ella de una granada! -exclamó el hijo del rey, y preguntó a la joven-: ¿por qué estabas dentro de una granada?
Y ella le contó todo.
Él volvió a palacio con la muchacha y le hizo repetir toda su historia delante de la Sarracena Fea.
-¿Lo has oído bien? -dijo el hijo del rey a la Sarracena Fea cuando la muchacha concluyó su relato-. No quiero ser yo quien te condene a muerte. Condénate tú misma.
Y la Sarracena Fea, viendo que no quedaba otro remedio, dijo:
-Manda que hagan una camisa de pez y quémame en medio de lap laza.
Y así se hizo. Y el hijo del rey se casó con la joven.
(Abruzos)