Proyectos de Investigación

Constelación 6

De media un celemín

-De media, un celemín (Antonio Rodríguez Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre, 2, nº 87, pp. 94-100).

 

Juan el tonto era un cabrero que vivía en el monte, sin ocuparse más que de sus chivos y de sus cabras. No había bajado al pueblo ni una sola vez. Cuando ya se hizo mozo, su madre le buscó novia y lo mandó al pueblo, diciéndole:

-Mira, hijo, vas a ir a casa del tío Juan a conocer a tu novia, y te voy a hacer unos calcetines nuevos de unas medias mías que ya están viejas. Pero esto que nadie lo sepa. Tú llegas y dices desde la puerta: «Ave María Purísima», y ellos te contestarán: «Sin pecado concebida». Y tú dices: «¿Se puede?» y ellos: «Adelante». Luego entras y dices: «Buenas noches tengan ustedes», y te dirán: «Buenas te las dé Dios. Siéntate». Entonces, te sientas y contestas: «Me sentaré», pero te sientas en un alto, no en el suelo.

Después de todas estas explicaciones, se fue Juan el tonto a casa de su novia. En cuanto llegó, y desde la misma puerta, soltó la retahíla entera:

-Ave María Purísima, sin pecado concebida. ¿Se puede pasar? Adelante. Buenas noches tengan ustedes, buenas te las dé Dios. Siéntate. Me sentaré.

Y diciendo esto ya estaba dentro y, como su madre le había dicho que se sentara en lo alto y no en el suelo, pues pegó un salto y fue a sentarse en lo alto de la leñera. Entonces se le vieron los calcetines y dijo:

-Dice mi madre que no se entere nadie de que estos calcetines me los han hecho de unas medias viejas.

Los otros no decían nada, de lo asombrados que estaban, y como la madre no le había enseñado al tonto cómo despedirse, pues cuando le pareció, se bajó de la leñera y, como si dejara allí las cabras, hace:

-¡¡¡Rrrrix, chiviiiinas!!!

Bueno, pues ya estaba Juan el tonto presentado a su novia. La madre, porque supiera algo de iglesia para cuando se fuera a casar, le dice otro día:

-Mira, Juan. Ve al pueblo y te entras donde veas mucha gente. Allí hay como un caldero con agua. Metes la mano y te santiguas.

Mi tonto, como no sabía donde estaba la iglesia, se encontró en una carnicería en la que había mucha gente. Vio un caldero con sangre y allí que metió la mano y empezó a santiguarse con mucho brío, salpicando a todos lo que estaban allí. Lo echaron a la calle y se volvió a su casa. Cuando la madre lo vio, todo lleno de sangre, dice:

-¡Pero, hijo, como vienes así! Anda, que yo te voy a enseñar dónde está la iglesia. Pero allí no hagas nada más que lo que tu veas hacer.

Lo llevó y lo puso de rodillas detrás de una mujer. En aquel momento estaban alzando y todo el mundo estaba de rodillas. Cuando Juan el tonto vio al monaguillo levantando la casulla del señor cura, no se le ocurrió más que hacer lo mismo y se puso a levantarle las faldas a la mujer que tenía delante. La otra se revolvió y le pegó un par de bofetás, que todo el mundo se fijó y empezaron a reírse.

Por fin llegó el día de la boda. La madre le dijo:

-Esta noche no se te ocurra dormir en el suelo. Tienes que dormir en alto.

Y así lo hizo el pobre Juan, pero bien alto, porque fue en una viga del dormitorio. Allí se subió y allí pasó toda la noche, y la mujer abajo esperando. Al día siguiente se fueron a vivir a la majada, que era donde Juan el tonto se encontraba a su anchas.

Un día la mujer lo mandó a comprar un guarro y le entregó diez duros. Le dice:

-Mira, Juan, los guarros están a ocho duros, pero tú llevas diez, así que ten cuidao.

Juan se montó en su burra, muy contento. y llegó a una cerca, donde había un hombre que vendía guarros.

-¿A cuánto vende usted los guarros? -le preguntó.

-A ocho duros.

-¡Coñi! ¡Pues yo tengo diez! Si quieres por diez duros, vale. Si no, me voy a otro sitio.

-Está bien, hombre -dijo el otro, aprovechándose-: te lo dejo en diez.

Y para divertirse un poco del tonto, le dice:

-Mira, Juan, este guarro que te vas a llevar sabe ir solo a tu majada. Así que lo echas por delante de la burra y verás como llega.

Y Juan el tonto así lo hizo. Le dice al guarro:

-Anda pa casa, que ya verás la María lo contenta que se pone cuando te vea entrar.

El guarro, como es lógico, echó a correr y no se le ha vuelto a ver el pelo, mientras Juan iba en su burra tan tranquilo. Cuando llega a su casa, le dice a su mujer:

-¡María! ¿Te ha gustado el guarro?

-¿Qué guarro?

-Pues el que te he mandado desde la cerca.

-¡Ay, que este hombre me va a matar! ¿Pero cómo se te ocurre hacer eso? Tenías que haberlo amarrado a la burra, ¡so tonto, que eres tonto!

A los pocos días lo mandó otra vez al pueblo a comprar una caldera de cobre para hacer jabón. Él, como siempre, se fue montado en su burra, tan contento; llegó al pueblo, compró la caldera y, para que no le pasara como con el guarro, cogió y la ató a la burra. Así, arrastrándola por todo el camino, llevó la caldera, haciendo «¡Dolon, dolón, dolón, dolón». Claro, cuando llegó a la majada no quedaba más que el asa.

-¡Tonto, más que tonto! ¿Cómo se te ocurre hacer eso? ¡En vez de traerla en la cabeza! ¡Este hombre me va a matar!

Pasó el tiempo y ya hacía mucho calor. Era en pleno mes de agosto, cuando le dice al tonto la María:

-Anda, Juan, que vas a ir al pueblo por una arroba de pez, que me hace falta. Y ten cuidado con lo que haces.

Montó Juan otra vez en su burra y fue para el pueblo. Se acordó de lo que había pasado la vez anterior, y fue y se puso en la cabeza la arroba de pez. Claro, como hacía tanto calor, se fue derritiendo la brea por el camino y fue cayéndole por la cara y por todo el cuerpo al tonto, que le decía a su burra:

-Anda, que como tú no sepas el camino, porque lo que es yo no veo ni por dónde voy.

El animal, con la querencia, lo llevó a la majada. Y, en llegando, grita Juan:

-¡María, sal a despegarme de la burra! ¡Ahora no dirás que no lo he hecho bien!

La María salió y se llevó las manos a la cabeza. Tuvo que llamar a otros pastores para que despegaran a Juan de la albarda y, mientras, le decía:

-¡Tonto, más que tonto! ¡En vez de remojar la pez de cuando en cuando! ¡Cómo se te ocurre hacer eso!

Bueno, pues ya pasaron otros cuantos de meses y llegó el tiempo de la matanza. Dice María:

-Anda, Juan, que tienes que ir al pueblo por un saco de sal. Pero ten cuidado con lo que haces.

Juan se fue al pueblo, compró su sal y, a cada charco que veía, se apeaba de la burra y mojaba la sal. Veía una fuente y lo mismo. Así que, al llegar a la majada, no le quedaba más que el saco.

María se propuso no mandarlo más a ningún sitio, pero llegó el verano y, después de la cosecha, pensó que no pasaría nada si lo mandaba a moler un poco de trigo. Le explicó muy bien lo que tenía que hacer:

-Mira, Juan, te llevas media fanega de trigo al molino, pero dices que no te muelan más que un celemín. ¿Te acordarás? De media, un celemín. Anda, repítelo y no dejes de repetirlo por todo el camino. Y no digas más que eso, ¿estamos?

-Sí, sí. De media, un celemín. De media, un celemín. De media, un celemín.

Así iba diciendo Juan por todo el camino. Entonces se encontró con un hombre que estaba sembrando una media de trigo y que le dice:

-¡Buenos días, amigo!

Y Juan, como su mujer le había dicho que no dijera más que aquello, contesta:

-¡De media, un celemín! ¡De media, un celemín!

-¿Tú que dices?, ¿que de la media fanega que estoy sembrando solo salga un celemín? Pues te vas a enterar.

Se fue para él y le pegó una paliza. Y el pobre Juan le pregunta:

-¿Y como quiere usted que diga?

-Pues tienes que decir: «Que salga todo, que salga todo».

Juan siguió su camino diciendo: «Que salga todo, que salga todo». A esto se encontró con un hombre que llevaba un pellejo de aceite que se le iba derramando por el camino y le dice:

-¡Que salga todo, que salga todo!

El hombre se fijó en lo que le pasaba y dice:

-¿Ah, sí? ¡Pues toma! -y le pegó otra paliza a Juan.

-¿Y cómo tengo que decir? -le preguntó.

-Pues tienes que decir: «Que no salga ninguno, que no salga ninguno».

Un poco más adelante había tres hombres bañándose en un río y va Juan y les dice:

-¡ Que no salga ninguno, que no salga ninguno!

Y entonces van aquellos y salen del agua. Le pegan una paliza a Juan, diciéndole:

¡Conque querías que nos ahogáramos! ¡Pues toma y toma!

Y además de la paliza, le robaron el costal con la media de trigo y lo mandaron a su casa. Cuando su mujer lo vio llegar tan magullado y sin harina, le dice:

-¡Anda, que no sirves para nada! ¡Desde mañana solo harás una cosa en el día y exactamente lo que yo te diga, y sin decir ni pío!

Pues va al día siguiente y le dice:

-Juan, móntate en la burra y ve a cortar leña. ¡Y sin chistar!

Juan se fue para la cuadra. Y pasó el día. Llegó la noche y dice la mujer: «¡Qué raro que Juan no vuelve de cortar leña!»

Fue a echar un vistazo a la cuadra y allí se encuentra al pobre Juan montado en la burra, desde por la mañana.

Por una vez había hecho exactamente lo que ella le había mandado pero, como le había mandado dos cosas, montarse en la burra y cortar leña, solo había hecho la primera. ¡Y sin decir ni pío!

-Las tres naranjas del amor, te lo he enviado en documento aparte.

-Las señoritas del manto negro (Antonio Rodríguez Almodóvar, 2, nº 86, 91-93):

Juan el tonto vivía con su madre, que apenas tenía para mantenerlo. Un día, le dice la madre:

-Anda, hijo, que vas a vender estos dos perniles de tocino.

Fue Juan con sus dos perniles para el pueblo, pero antes de llegar, pasó por la puerta de una fica y le salieron dos perros:

-¿Qué? -les dijo Juan-, ¿me compráis los dos perniles?

Los perros se abalanzaron y cada uno se llevó un pernil en la boca. Dice Juan el tonto:

-Está bien, mañana me pasaré a cobrarlos.

Volvió a su casa y le dice a su madre:

-Madre, ya vendí los perniles en una finca.

-¿Y dónde está el dinero, hijo?

-Mañana paso a cobrar.

-Bueno, pues ahora tomo estos dos chivitos y ve a venderlos también.

Fue Juan el tonto y, en la primera puerta que vio abierta, se metió. Resulta que era la iglesia, Se acerca al altar, donde había dos santos, y les dice:

-¿Me los compráis?

Con la luz de la lamparilla le pareció a Juan que los santos movían la cabeza y decían que sí, conque agarra y les deja los chivitos, amarrados un a cada santo, diciendo:

-Pues mañana sin falta paso a cobrarlos.

Vuelve a su casa y le dice a su madre que ya había vendido los chivitos a unos señores y que al día siguiente le darían el dinero.

-Está bien, hijo. Pues ahora me vas a vender esta olla de miel. Pero por el camino pasó por delante de un colmenar y, claro, todas las abejas se fueron para la olla.

-¿Queréis comprarme la miel? -les preguntó Juan, y el zumbido que hacían las abejas, zíiiiii, le pareció que decían que sí-. Bueno, os dejo la olla, pero mañana sin falta paso a cobrar.

Volvió a su casa y le dijo a su madre que ya había vendido la miel.

¿Sí, hijo? ¿Y a quién se las has vendido?

-A las señoritas del manto negro. Mañana voy por el dinero.

La madre se quedó pensando quiénes serían aquellas señoritas, pero no dijo nada.

Al día siguiente, Juan el tonto se levantó muy temprano y salió. Se fue derechito a la finca y otra vez le salieron los perros y se pusieron a ladrarle.

-¡Ah, conque no queréis pagarme! ¡Pues ahora veréis!

Cogió un palo y se lió a garrotazos con ellos. A esto se asomó el amo de los perros y le preguntó que por qué pegaba a los perros. Entonces Juan le dijo:

-Porque ayer me compraron dos perniles y no me quieren pagar.

-¿Y cuánto valían, hombre? -preguntó el amo, comprendiendo que era mejor no discutir con Juan el tonto.

-Diez duros.

-Vaya, hombre, como estos -dijo el amo. Y le pagó, para no tener líos.

Siguió adelante Juan el tonto y entró en la iglesia. Se va para los santos y les dice:

-Aquí estoy.

Como los otros no decían nada, le pegó un garrotazo a cada uno de los santos y lo rompió. Con el ruido salió el cura y dice:

-¡Pero, qué estás haciendo, Juan!

-Nada, que ayer estos dos me compraron unos chivitos y hoy no me quieren pagar.

El cura comprendió lo que había pasado y, de muy mala gana, le pagó a Juan los veinte duros que pedía por los chivitos.

Pues siguió adelante Juan con su recaudación y se dice:

-Ahora toca cobrar la miel.

Se fue para las colmenas y, al momento, las abejas le salieron con muy malas intenciones.  Juan se dio la vuelta y les dice:

-¡Pues si no quieren pagarme, ahora mismo doy parte al alcalde!

Se fue para el ayuntamiento y le dice el alcalde:

-¿Qué te trae por aquí, Juan?

-Pues mire usted: que las señoritas del manto negro me compraron ayer una olla de miel y hoy no me quieren pagar.

-Y, ¿quiénes son las señoritas del manto negro, si puede saberse?

-Venga usted conmigo y se las enseño. -dijo Juan.

El alcalde acompañó a Juan hasta el colmenar y le dice:

-Mira, Juan, esas señoritas poco es lo que te van a pagar. Yo que tú le daba un garrotazo a todas las que viera.

Y, en diciendo esto, se le posa al alcalde una abeja en la cabeza, y dice Juan:

-¿Ah, sí? ¡Pues ahí va la primera! ¡Pum!

Y le pegó un garrotazo que dejó al alcalde en el sitio.

«»

 


De media, un celemín

Reescritura. 

Versión con la que se había trabajado: A. Rodríguez Almodóvar (ed.) (2009). “De media, un celemín”. En Cuentos al amor de la lumbre. Tomo II (pp. 103-109). Alianza.

Alumnos participantes: Lucía Delicado, Cecilia Ardila y Cecilia Artero (grupo 2 de Cuento y poesía, A, curso 2023-24, profesor Miguel Ángel Martín-Hervás).

 

Si creéis que sois despistados esperad a escuchar la historia que os vamos a contar: Juan el tonto era un hombre que vivía en casa de sus padres y lo único que hacía era jugar a la play durante todo el día. No salía a penas a la calle, solo para quedar con sus amigos. Cuando cumplió cuarenta años, su madre cansada de tenerlo en casa todo el día sin hacer nada productivo le buscó novia entre las hijas de sus amigas. Cuando encontró a una chica que podía merecer la pena lo mandó a su casa y le dijo:

 

—Mira, hijo, vas a ir a casa de mi amiga Paqui a conocer a tu novia, te voy a hacer unos calzoncillos nuevos de unas medias mías que ya están viejas. Pero no se tiene que enterar nadie. Tú cuando llegues dices en el marco de la puerta: «Ave María Purísima» y Paqui y su hija que son muy católicas te contestarán: «Sin pecado concebida». Y tú tendrás que decir: «¿Se puede?», y ellos: «Adelante». Luego entras y dices: «Buenas noches a todas», y te dirán: «Buenas te las dé Dios. Siéntate». Entonces te sientas y contestas: «Me sentaré», pero no te sientes en el suelo o en el sofá, siéntate en lo alto.

 

Después de toda la charla que le dio su madre, Juan se fue a casa de su novia. En cuanto llegó, en la misma puerta, soltó la retahíla entera:

—Ave María Purísima, sin pecado concebida. ¿Se puede pasar? Adelante. Buenas noches a todas, buenas te las dé Dios. Siéntate. Me sentaré.

 

Y después de decir eso, y hacer el ridículo, entró. Como su madre le había dicho que se sentara en lo alto, dio un salto y fue a sentarse en la estantería más cercana. Entonces se le vieron un poco los calzoncillos, y dijo:

—Dice mi madre que no se tiene que enterar nadie de que estos calzoncillos me los ha hecho con unas medias viejas.

 

Las dos mujeres no decían nada, de lo alucinadas que se habían quedado. Terminaron de comer y a Juan se le ocurrió decir:

—Estaba todo muy rico, pero creo que mi madre cocina mejor que usted.

 

Y como su madre no le había enseñado a despedirse, se bajó de la estantería, y dijo como si estuviera con sus amigos:

—Hasta la próxima, colegas.

 

Después de haber conocido a su novia. La madre para que supiera algo de la iglesia en la que se iba a casar le dijo un domingo por la mañana:

—Mira, Juan. Baja al pueblo y donde tú veas mucha gente bien vestida. Allí hay un caldero con agua. Metes la mano y te santiguas.

 

Juan que era muy tonto y no sabía dónde estaba la iglesia, entró a una carnicería que estaba llena de gente. Vio un cuenco grande con sangre y metió la mano, empezando a santiguarse con mucho brío. Salpicando a todas las señoras bien vestidas que iban a hacer sus recados. El carnicero enfurecido, le echó a la calle y volvió a su casa.

 

Cuando su madre lo vio llegar, le dijo:

—¿Pero tú eres tonto? ¡Tanta play te ha hecho daño a la cabeza! Anda, anda, ya te enseño yo dónde está la iglesia. No hagas nada más que lo que haga todo el mundo.

 

Cuando llegaron los dos, Juan se puso de rodillas detrás de una mujer, ya que era como estaba todo el mundo. De repente vio al monaguillo levantarle la casulla al cura. Y siguiendo los consejos de su madre, le levantó la falda a la mujer que tenía delante. La mujer se giró con una rabia incontrolada y le dio dos bofetadas y salió corriendo de la iglesia para denunciarlo por acoso.

 

Por fin llegó el día de la boda. La madre le dijo:

—Esta noche no se te ocurra ponerte a roncar nada más llegar a la habitación, y mucho menos ponerte con el móvil.

 

Y el pobre Juan se tomó las palabras al pie de la letra así que se metió en la cama y estuvo toda la noche mirando al techo con los ojos como platos, mientras que su mujer esperaba a su lado. Al día siguiente se fueron a vivir a una casa en un pueblo cercano. Su mujer que al llegar se dio cuenta que a esa casa le faltaba una nevera le dice:

—Mira, Juan. Te doy la tarjeta de crédito, hay unos mil quinientos euros en la cuenta, pero no te gastes más de mil en una nevera. Ten cuidado, por favor.

 

Juan se montó en su coche y llegó al Mediamarkt. Cuando entró en la tienda le preguntó a uno de los trabajadores:

—¿Dónde están las neveras?

—Ven conmigo, yo te acompaño.—contestó el dependiente.

 

Cuando llegaron a la zona de frigoríficos le preguntó:

—¿Cuál es el presupuesto que tienes?

—Me ha dicho mi mujer que en la tarjeta de crédito hay mil quinientos euros.—contestó Juan.

—Pues mira te vas a llevar uno de nuestros mejores frigoríficos, además te llevas gratis un microondas.

 

Juan fue a pagar la nevera, pasó la tarjeta de crédito por el datáfono, cuando la cajera le preguntó por su dirección para entregársela en casa Juan le dijo que no lo sabía, pero la podía meter él en el maletero del coche.

En el coche iba tan feliz porque había comprado una nevera:

—Qué contenta se va a poner María cuando vea la nevera que he comprado.

Paró a echar gasolina, pero dejó el coche abierto y unos chicos muy listos que pasaban por allí le dijeron que se la llevarían ellos a casa para que no tuviera que cargar él con ella.

Juan llegó a casa, y su mujer le dice:

—¡Pero, Juan! ¿Dónde está la nevera?

—Unos hombres muy simpáticos que me he encontrado me han dicho que nos la traerán a casa, además, también traen un microondas—contestó Juan.

—¡Tonto, más que tonto! ¡Pero no te das cuenta de que nos la han robado! Es que no se te puede mandar hacer nada.

 

Unos días después, María le dijo a Juan que fuese a la tienda a por unas barras de pan para la comida. Juan decidió ir a su panadería favorita de la ciudad para darle una sorpresa a María.

Como esta panadería estaba bastante lejos Juan tuvo que coger el transporte público y a la vuelta le entró hambre.

—Solo comeré un trozo de pan—pensó el chico.

 

Después se fijó que había una excursión de niños en el mismo autobús. Juan pensó que ellos también tendrían hambre y por lo tanto les ofreció trocitos de pan a cada niño.

—Muchas gracias—dijeron los niños.

—De nada—Dijo Juan muy contento de haber compartido su comida con los alumnos.

 

Al llegar a casa abrió la puerta y María le estaba esperando.

—¡Hola cariño! ¿Traes el pan que te pedí?—dijo su mujer.

—Si, aquí lo tengo— contestó Juan

Sin darse cuenta solo quedaba un trozo al final de la bolsa. Cuando María vio esto exclamó:

—¡Pero bueno!, ¿qué has hecho con el pan?

—Tuve que compartir con los niños.—contestó Juan.

—¡Tonto, mas que tonto! Ese pan era para nosotros, no eres capaz de hacer un simple recado.

 

A las semanas, María decidió darle otra oportunidad a Juan. Se estaba acercando el invierno y su abrigo se le había quedado pequeño.

—Juan, tienes que ir al Zara y comprarme un abrigo negro de talla M—dijo Maria

—Vale, eso haré.—contestó Juan.

 

Para que no se le olvidasen los detalles a Juan, Maria le mando un whatsapp con la siguiente información: abrigo negro, talla M.

—Te he enviado un mensaje con la información, al llegar a la tienda debes preguntar al dependiente por ese abrigo y vuelves a casa.—dijo Maria.

 

Juan salió de casa y se montó en el coche, lo que no se había dado cuenta es de que no tenía casi batería en el móvil. Una vez en la tienda, Juan buscó al dependiente y le enseñó el mensaje que salía en el teléfono.

—Señor, esa pantalla está en negro, no sé qué es lo que me quiere enseñar. —dijo el dependiente.

Al darse cuenta, Juan se agobió e intentó recordar lo que le había pedido su mujer.

Tras unos minutos en silencio Juan dijo:

—Quería un abrigo de color amarillo en la talla S.

—De acuerdo, ahora mismo se lo traigo.—dijo el dependiente.

 

Después de haber pagado Juan regresó al coche y puso a cargar el móvil. Cuando se encendió vio el mensaje que ponia “abrigo negro talla M”. Juan se dio cuenta de su error y decidió arreglarlo. Fue a la tienda de papelería a por pintura negra y pintó el abrigo. Ahora solo le quedaba cambiar la talla. Para ello, estiró el abrigo por la parte de arriba del coche para que aumentará en tamaño.

—Ya estoy en casa cariño.—dijo Juan nervioso

—Genial, ¿a ver el abrigo?—dijo su mujer

Juan sacó lentamente el abrigo del coche y Maria gritó:

—¡Qué es esto! ¡Tonto, mas que tonto! Te pedí un abrigo negro y este está pintado y estirado, solo sabes estropear las cosas. No me sirve.—dijo enfadada.

 

Su mujer se propuso no mandarlo más a ningún sitio. Pero cogió un resfriado de varias semanas y no le quedó más remedio que acudir a él. Pensó que no pasaría nada si le mandaba a por medicamento a la farmacia de la esquina. Era un camino muy corto y una tarea muy sencilla, pero por si acaso, le explicó paso a paso lo que tenía que hacer:

—Mira, Juan, tienes que comprar en la farmacia de la esquina una caja de Algidol, que me ayudará a ponerme mejor. Pero diles que tiene que ser en pastillas, no en sobre. Así las prefiero. ¿Te acordarás? Algidol en pastillas. Anda, repítelo, y no dejes de repetirlo en todo el camino. Y no digas más que eso, ¿estamos?

—Sí, sí. Algidol en pastillas, algidol en pastillas, algidol en pastillas, algidol en pastillas,...

 

Juan sale de su casa repitiendo la misma frase una y otra vez. Al bajar las escaleras, se encuentra, en el portal del edificio, a su vecina Marisol, que está de cuclillas recogiendo las llaves que se le habían caído. Juan la miró y le dijo:

—Hola, Marisol. ¿Qué haces así, en cuclillas?

—Hola Juan, nada, que se me han caído las llaves. Estoy muy torpe últimamente.

 

Con este encuentro inesperado, Juan se despistó y ya no se acordaba de la frase que tenía que repetir. Pero, por fin se acordó, y siguió repitiendo la frase que tenía en la cabeza:

—Marisol en cuclillas, Marisol en cuclillas, Marisol en cuclillas, Marisol en cuclillas…

 

Justo al salir a la calle, se encontró con el marido de su vecina Marisol y, al oírle decir aquella frase en voz alta, se cabreó y le pegó un par de puñetazos a Juan. Después de la paliza, Juan se levantó, un poco desorientado, y continuó con su misión:

 

—Ave María Purísima, sin pecado concebida. ¿Se puede pasar? Adelante. Buenas noches a todas, buenas te las dé Dios. Siéntate. Me sentaré. Ave María Purísima, sin pecado concebida. ¿Se puede pasar? Adelante. Buenas noches a todas, buenas te las dé Dios.

Siéntate. Me sentaré…

 

Juan llegó a la farmacia de la esquina y nada más entró, todos se le quedaron mirando como el que mira a un loco. Los farmacéuticos no supieron descifrar a qué había ido Juan a esa farmacia. No le dieron Algidol, pero volvió a casa con la dirección de un centro de psicología escrita en un papel. Cuando su mujer lo vio llegar tan magullado y sin las pastillas de Algidol, le dice:

—¡Anda, que no sirves para nada! ¡Desde mañana solo harás una cosa en el día y exactamente lo que yo te diga!

 

Pues va al día siguiente y le dice:

—Juan, ¿de dónde es esta dirección que hay en este papel? Lo encontré en tu abrigo.

¿No será de alguien que te ha ofrecido un trabajo en una empresa? Anda, corre para allá, a ver si encuentras trabajo de una vez por todas y traes algo de dinero a casa.

 

Juan, no muy convencido, se fue corriendo hacia aquel sitio, entendiendo que tenía que seguir las instrucciones de su mujer al pie de la letra. Cuando llegó, no supo qué hacer, pues era un edificio y había demasiados pisos a los que llamar. Se quedó durante horas delante de la puerta, sin hacer absolutamente nada. A las dos horas, se abrió la puerta y salieron Marisol y su marido, los vecinos. Nada más este último vio a Juan, le dio otros dos puñetazos, dejándole en el suelo. Se fue enfadado en dirección a su casa y Marisol le dijo a Juan:

—Perdónale Juan, tiene problemas de ira y muchos celos. Estamos tratando de solucionar esto en terapia de pareja. ¿Tú también vas a terapia?

—No, no sé de qué me hablas. Yo solo tengo que quedarme aquí en la puerta, es mi nuevo trabajo.

 

Y colorín colorado Juan se quedó allí atrapado.