Proyectos de Investigación

Constelación 5

El compañero de viaje

EL COMPAÑERO DE VIAJE (Hans Christian Andersen)

 

El pobre Johannes estaba muy triste porque su padre estaba muy enfermo y se iba a morir. Estaban los dos solos en la pequeña habitación; la vela de encima de la mesa estaba casi consumida y la hora era ya muy avanzada.

-Has sido un buen hijo, Johannes -dijo el padre enfermo-. Nuestro Señor te ayudará a salir adelante en este mundo.

Y lo miró con ojos dulces y serenos, exhaló un profundo suspiro y murió. Parecía como dormido. Y Johannes lloró; ya no tenía a nadie en el mundo: ni padre, ni madre, ni hermanas, ni hermanos. ¡Podre Johannes! Estaba arrodillado junto a la cama y besaba la mano de su padre muerto, derramó saladas lágrimas, pero al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre la dura tablazón de la cama

Tuvo entonces un sueño extraño: veía el sol y la luna inclinándose ante él, y veía a su padre otra vez sano y fuerte y lo oía reír como reía siempre cuando estaba contento. Una muchacha preciosa, con una corona de oro sobre sus largos y hermosos cabellos, cogía de la mano de Johannes mientras su padre decía: “¿Ves a tu novia? Es la más bella del mundo”. Entonces se despertó y todas aquellas cosas tan hermosas habían desaparecido, su padre yacía frío y muerto en la cama, y estaban los dos solos. ¡Pobre Johannes!

A la semana siguiente enterraron al muerto. Johannes fue detrás del ataúd; no volvería a ver a su padre, al que tanto quería. Oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, vio una esquina de la caja antes de quedar cubierta pero también aquello desapareció con la siguiente paletada de tierra. Era como si también su corazón fuera a deshacerse en pedazos por la tristeza. A su alrededor cantaban salmos, era muy hermoso, y los ojos de Johannes se inundaron de lágrimas. Lloró, y hacerlo tranquilizó su espíritu. El bello sol brillaba sobre los verdes árboles, como queriendo decir: “No estés triste, Johannes. Ya ves lo hermoso que es el cielo azul: ahí arriba está tu padre rezando a Dios para que todo te vaya siempre bien”.

-¡Siempre seré bueno! -dijo Johannes-. Así, también subiré yo al cielo junto a mi padre. ¡Qué alegría cuando volvamos a vernos! Podré contarle muchas cosas, y él me enseñará otras muchas, me enseñará todas las cosas bellas del cielo igual que me enseñaba las de la tierra. ¡Qué felices seremos entonces!

Johannes llegó a imaginárselo todo tan vivamente que hasta sonrió, mientras las lágrimas aún corrían por sus mejillas. Los pajaritos cantaban su pío-pío desde las copas de los castaños, estaban felices aunque asistieran a un entierro, porque sabían que el muerto estaba en el cielo, que tenía unas alas más bellas y mayores que las suyas, que ahora era feliz porque había sido bueno durante su vida en la tierra. Y todo aquello los alegraba. Johannes los vio salir volando de los verdes árboles, hacia el ancho mundo, y deseó poder irse volando con ellos. Pero primero talló una gran cruz de madera para ponerla sobre la tumba de su padre. Cuando la llevó, esa misma noche, la tumba estaba adornada con flores y arena. Lo había hecho gente que quería mucho a su padre, que ahora estaba muerto.

A la mañana siguiente, muy temprano, Johannes preparó su hatillo, guardó en su cinturón toda su herencia, que eran cincuenta táleros y un par de chelines de plata, con intención de irse mundo adelante. Pero primero fue al cementerio, a la tumba de su padre, rezó un padrenuestro y dijo:

-Adiós, querido padre. Siempre seré una buena persona; y tú, pídele a Dios que me vayan bien las cosas.

En el campo por donde caminaba Johannes, las flores estaban frescas y muy bellas a la luz del cálido sol, y se inclinaban con el viento como queriendo decir: “¡Bienvenido a los campos! ¿Verdad que son bonitos?”. Pero Johannes volvió a darse la vuelta para ver una vez más la iglesia donde lo habían bautizado, donde había ido a misa todos los domingos con su padre y donde había cantado los salmos, y vio en lo alto de uno de los ventanucos del campanario al duende de la iglesia con su puntiagudo gorro rojo, haciéndose sombra con el brazo para que el sol no le hiciera daño en los ojos. Johannes le dijo adiós con la mano y el duendecillo agitó su gorro rojo, se puso la mano sobre el corazón y se besó muchas veces los dedos, para hacerle saber que le deseaba mucho bien y que tuviera un buen viaje.

Johannes pensó en todas las cosas bellas que podría ver en aquel mundo y fue cada vez más lejos, llegó más lejos de lo que nunca había estado. No conocía los pueblos que atravesaba ni las personas a las que se encontraba; ahora estaba entre extraños.

La primera noche tuvo que dormir en un almiar, pues otra cama no tenía. Pero para él era estupendo, pensaba que el mismo rey no habría podido estar mejor. El campo, el río, el almiar y el cielo azul sobre su cabeza, todo aquello formaba un dormitorio precioso. La verde hierba con florecitas rojas y blancas era una alfombra, los saúcos y los rosales silvestres eran ramos de flores, y como lavamanos tenía todo el río de agua fresca y transparente sobre la que se inclinaban los juncos diciendo buenas noches y buenos días. La luna era una lámpara de buen tamaño colgada muy arriba, en el cielo azul, y no quemaba las cortinas. Johannes podía dormir tranquilo, y así lo hizo. Se despertó cuando el sol ya había salido y a su alrededor los pájaros cantaban: “¡Buenos días” ¡Buenos días” ¿No te levantas?”.

Las campanas llamaban a misa, era domingo. La gente iba a escuchar al cura y Johannes fue con ellos, cantó un salmo y oyó la palabra de Dios. Y fue como si hubiera estado en su propia iglesia, en la que lo habían bautizado y donde había cantado los salmos con su padre.

En el cementerio de la iglesia había muchas tumbas, en algunas de ellas crecía la hierba. Johannes recordó entonces la tumba de su padre, que acabaría por parecerse a aquellas, ahora que él no podía ir a quitar la hierba de encima y a adornarla. Se sentó en el suelo y arrancó las hierbas, levantó las cruces de madera que estaban caídas y volvió a poner en su sitio las coronas de flores que el viento había apartado de las tumbas, pues pensaba: “Quizá alguien hará lo mismo en la tumba de mi padre, ya que yo no puedo hacerlo”.

Delante de la puerta de la iglesia había un anciano mendigo apoyado en su bastón; Johannes le dio los chelines de plata que tenía y, feliz y contento, continuó su camino por el ancho mundo.

Al atardecer comenzó una tormenta espantosa. Johannes corrió a guarecerse, pero en seguida se hizo noche cerrada. Por fin llegó a una pequeña iglesia que se alzaba solitaria sobre un cerro; por fortuna, la puerta estaba abierta y entró en silencio; se quedaría allí hasta que escampara.

-Me quedaré en un rincón -dijo-, estoy cansadísimo y necesito descansar un poco.

Así que se sentó, juntó las manos y rezó sus oraciones vespertinas, y cuando las terminó se durmió y soñó, mientras fuera continuaban los truenos y los relámpagos.

Cuando despertó era medianoche, pero la tormenta había cesado y la luna brillaba sobre él a través de los cristales. En medio de la iglesia había un ataúd abierto con el muerto dentro, pues aún no lo habían enterrado. Johannes no se asustó porque tenía la conciencia limpia y sabía que los muertos no hacen daño a nadie: son los vivos malos los que hacen mal. Y precisamente dos personas vivas y viles estaban al lado del muerto que había allí, en la iglesia, antes del entierro, y querían hacerle mal, querían echar al pobre muerto por la puerta de la iglesia, en vez de dejarlo reposar en un ataúd.

-¿Por qué hacéis eso? -preguntó Johannes-. Eso es una cosa mala y vil. Dejadlo descansar, en nombre de Dios.

-¡Bah, tonterías! -dijeron los dos hombres malos-. ¡Nos ha engañado! Nos debía dinero, no pudo pagarnos y ahora, encima, se ha muerto, de modo que no conseguiremos ni un chelín: por eso vamos a vengarnos, lo dejaremos como un perro a la puerta de la iglesia.

-Yo no tengo más que cincuenta táleros -dijo Johannes-, esa es toda mi herencia; pero os la daré con gusto si prometéis dejar al pobre muerto en paz. Yo podré arreglármelas sin el dinero: tengo brazos fuertes y sanos, y Nuestro Señor me ayudará.

-Sí- dijeron los repugnantes individuos-; si tú nos pagas el dinero que nos debe, no le haremos nada, puedes estar tranquilo.

Así que cogieron el dinero que Johannes les ofrecía, alabaron mucho su generosidad y se marcharon. Johannes volvió a poner el cadáver dentro del ataúd, le juntó las manos, le dijo adiós y se fue tan contento por el gran bosque.

A su alrededor, en todas partes, donde llegaba la luz de la luna por entre los árboles, vio preciosísimos elfos pequeños que jugaban tan contentos. No se asustaron, porque sabían que era una persona buena e inocente, y solo la gente mala no puede ver a los elfos. Algunos de ellos no eran mayores que un dedo y tenían largos cabellos rubios sujetos con peinetas de oro, se mecían de dos en dos en las grandes gotas de rocío de las hojas y la alta hierba. A veces, la gota rodaba y entonces estallaban las risas y los gritos de las demás criaturas. ¡Era de los más divertido! Cantaban, y Johannes conocía todas aquellas hermosas melodías, la había aprendido cuando era niño. Grandes arañas de colores, con coronas de plata en la cabeza, iban de un arbusto a otro tejiendo puentes colgantes y palacetes que, cuanto el fino rocío caía sobre ellos, parecían de refulgente cristal, iluminados por la luna. Así continuó hasta la salida del sol. Los pequeños elfos se metieron entonces en lo capullos de las flores y el viento se llevó sus puentes y sus castillos, que se fueron volando por el aire, como grandes telarañas.

Johannes había salido ya del bosque cuando una fuerte voz de hombre lo llamó desde detrás de él:

-¡Hola, compañero!, ¿adónde te diriges?

-¡Al ancho mundo! -dijo Johannes-. No tengo ni padre ni madre, soy un pobre chaval, pero Nuestro Señor me ayudará.

-Yo también quiero ir por el ancho mundo -dijo el desconocido-. Podemos ir los dos juntos.

En seguida se tomaron mucho aprecio, porque los dos eran buenas personas. Pero Johannes notó que el desconocido era mucho más listo que él, había estado casi por todo el mundo y podía contar todas las cosas imaginables.

El sol estaba ya muy alto cuando se sentaron debajo de un árbol muy grande para almorzar. En esto llegó una anciana ¡Oh, era viejísima, iba toda encorvada, se apoyaba en una muleta y llevaba a la espalda un haz de leña que había reunido en el bosque! Llevaba el delantal formando un hato y Johannes vio que de él asomaban tres grandes serojas de helechos y mimbres. Cuando estaba justo al lado de ellos resbaló, cayó y soltó un agudo alarido, porque la pobre mujer se había roto una pierna.

Inmediatamente, Johannes se ofreció a llevarla a su casa, pero el desconocido abrió su alforja, sacó un tarro y dijo que allí tenía un ungüento que le curaría completamente la pierna en un momento, para que pudiera marcharse a su casa, como si nunca se hubiera roto la pierna.

Pero, a cambio, quería que ella le regalara las tres serojas que llevaba en el delantal.

-¡Buen precio es ese! -dijo la anciana, haciendo un extraño gesto con la cabeza.

No le hacía especial ilusión separarse de sus serojas, pero tampoco era muy agradable tener la pierna rota, así que le dio las serojas y, en seguida, le puso el desconocido su ungüento en la pierna, y la buena mujer se levantó, y podía caminar como antes. Tales cosas hacía aquel ungüento. Claro que no se puede encontrar en la botica.

-¿Para qué quieres las serojas?- pregunto Johannes a su compañero de viaje.

-¡Son tres ramitas preciosas! -respondió-. Me gustan simplemente porque soy un tipo raro.

Así que continuaron un buen trecho.

-¡Anda, amenaza tormenta! -dijo Johannes, señalando hacia el frente-. ¡Hay unos nubarrones horribles!

-No -dijo el compañero de viaje-, no son nubes, son las montañas, las grandes y hermosas montañas por las que se puede subir hasta más arriba de las nubes, donde el cielo está despejado. Es precioso, créeme. Mañana estaremos seguramente en medio del ancho mundo.

No estaban tan cerca como parecía. Necesitaron un día entero para llegar a las montañas, donde crecían los oscuros bosques casi hasta el cielo y donde había piedras tan grandes como una ciudad. Sería todo un paseo llegar hasta la cumbre, de modo que Johannes y su compañero de viaje fueron a una posada para descansar y juntar fuerzas para la marcha del día siguiente.

En la gran taberna de la posada se había juntado mucha gente, porque había un hombre que hacía teatro de títeres. Acababa de montar su teatrito y la gente se sentaba a su alrededor para ver la pieza, y en primerísima fila estaba sentado un carnicero viejo y gordo, en el mejor sitio. Tenía un perro de presa que -¡uf, qué aspecto más fiero!- estaba sentado a su lado y muy atento, como todos los demás.

Empezó la pieza, que era una bonita comedia con un rey y una reina sentados en un trono de terciopelo, con coronas de oro en la cabeza y vestiduras de larga cola, pues tenían suficiente dinero como para permitírselas. En las puertas había preciosos títeres de madera con ojos de cristal y grandes bigotes que abrían y cerraban para que entrara aire fresco en el salón. Era una comedia de los más bonita y no era nada triste, pero, cuando la reina se levantó, y avanzó, entonces… bueno, Dios sabe lo que pensaría el gran mastín, el caso es que como el gordo carnicero no lo tenía atado, subió de un salto al escenario, agarró a la reina por su esbelta cintura y esta hizo cric-crac. ¡Fue horrible!

El pobre hombre que hacía la comedia se asustó mucho y se puso muy triste porque su reina, porque era la más linda de todas las marionetas que tenía, y ahora el horrible mastín le había arrancado la cabeza de un mordisco. Pero, cuando la gente se marchó, el desconocido que iba con Johannes dijo que podía recomponerla, de modo que sacó su tarro y frotó a la marioneta con el ungüento que había usado también para ayudar a la pobre anciana que se había roto la pierna. Y, en cuanto lo notó, el títere se quedó otra vez entero; sí, incluso podía mover los miembros, ni siquiera hacía falta tirar de los hilos. La marioneta era igual que una persona viva, solo que no sabía hablar. El hombre del teatrito de marionetas se puso contentísimo; ahora no tenía que sujetar a la marioneta, pues podía moverse ella sola. Eso no lo podía hacer ninguna de las otras.

Cuando anocheció y toda la gente de la posada se había ido a la cama, se empezaron a oír unos profundos suspiros; duraban tanto que todos se levantaron para ver quién podía ser. El hombre del teatrito se acercó al pequeño escenario, pues era de allí de donde procedían los suspiros. Todas las marionetas estaban amontonadas, el rey y los alabarderos, y eran ellos los que suspiraban lastimosamente mirando fijamente con sus ojos de cristal, porque también ellos deseaban que les pusieran el ungüento como a la reina, para poder moverse solos. La reina se puso de rodillas y levantó su preciosa corona de oro, mientras suplicaba:

-Anda, quédate con ella, y unta a mi esposo y a mis cortesanos.

El pobre dueño del teatrito y las marionetas se echó a llorar, porque le daban mucha pena, y prometió al compañero de viaje que le daría todo el dinero que consiguiera la noche siguiente por hacer su comedia, si untaba a cuatro o cinco de sus marionetas. Pero el compañero de viaje dijo que no quería más que el gran sable que llevaba al costado y, en cuanto se lo dio, untó a las seis marionetas, que en seguida se pusieron a bailar, y resultaba tan bonito que las chicas, las chicas humanas de verdad,         que las veían, se ponían a bailar también. El cochero y la cocinera bailaban, el criado y la camarera y todos los huéspedes, y la badila bailaba con las tenazas de la chimenea, pero estas se cayeron cuando dieron el primer paso. ¡Menuda noche alegre fue aquella!

A la mañana siguiente, Johannes se despidió de los demás y se fue con su compañero, subieron a las altas montañas y cruzaron el gran pinar. Llegaron tan alto que los campanarios de las iglesias, muy por debajo de ellos, no parecían más que pequeñas frutitas rojas en medio del verdor, y podían ver a mucha distancia, a muchas, muchas millas, lugares donde jamás habían estado. Johannes no había visto nunca tantas cosas bellas en el ancho mundo, y el sol brillaba caliente en el claro cielo azul, bello y hermoso, y oía las trompetas de los cazadores en medio de las montañas, y no pudo menos de decir:

¡Oh, Señor! Te besaría por lo bueno que eres con nosotros y con todos, y porque nos has dado yodas las maravillas que hay en el mundo.

El compañero de viaje tenía también las manos juntas y miraba hacia el cálido sol, por encima de los bosques y los pueblos. En ese instante oyeron un ruido extraño y delicioso por encima de ellos, y miraron hacia arriba: un gran cisne blanco se deslizaba por el aire. Era muy bello y cantaba como nunca antes había oído cantar a un pájaro. Pero se iba debilitando más y más, inclinó la cabeza y cayó lentamente a sus pies, donde el bello pájaro quedó muerto.

-Dos alas tan preciosas -dijo el compañero de viaje-, tan blancas y grandes como las de este pájaro, valen su buen dinero. ¡Me las llevaré! ¡Ya ves lo bien que me vienen el sable que conseguí!

Y con él cortó de un golpe las dos alas del cisne muerto y se las guardó.

Viajaron muchas millas por las montañas, hasta que por fin vieron ante sus ojos una gran ciudad con más de cien torres que brillaban como la plata a la luz del sol: en medio de la ciudad había un magnífico palacio de mármol cubierto de rojo oro, donde vivía el rey.

Johannes y su compañero no quisieron entrar en seguida en la ciudad, sino que se quedaron en la posada para asearse, pues querían tener buen aspecto cuando pasearan por las calles. El posadero les contó que el rey era un hombre buenísimo que nunca hacía mal a nadie, pero su hija, ¡válgame Dios!, era una princesa mala. Bella sí que lo era, no podía haber otra tan hermosa y encantadora como ella; pero de qué le servía si era una bruja mala y perversa que tenía la culpa de que muchos príncipes magníficos hubieran perdido la vida. Había autorizado a todo el mundo a pedir su mano. Cualquiera podía hacerlo, se tratara de un príncipe o de un mendigo, daba igual, pero tenía que acertar tres adivinanzas que ella le preguntaba. Si acertaba, se casaría con él y sería rey cuando se muriera su padre el rey. Pero, si no era capaz de acertar las tres adivinanzas, lo mandaba ahorcar o decapitar; así de mala y perversa era la preciosa princesa. SU padre, el anciano rey, estaba preocupadísimo con aquello, pero no podía impedir que fuera así de mala, porque un vez había dicho que no quería tener nada que ver en la elección de pretendientes, que ella misma podría elegir a quien quisiera. Cada vez que llegaba un príncipe dispuesto a acertar las adivinanzas para casarse con la princesa, resulta que era incapaz de hacerlo y acababa ahorcado o decapitado, aunque les avisaba a tiempo y podían haber renunciado a pedir la mano de la princesa. El anciano rey estaba muy triste por todo aquel dolor y aquella desventura, y un día entero al año se lo pasaba de rodillas, con todos sus soldados, rezando para que la princesa se volviera buena, pero no había forma. Las viejas que bebían aguardiente lo teñían de negro antes de beberlo; así ser ponían de luto, pues otra cosa no podía hacer.

-¡Qué princesa más horrible!- dijo Johannes-. Se merece una buena zurra, no le iría nada mal una paliza. ¡Si yo fuera el anciano rey, la princesa acabaría escupiendo sangre!!

En esto oyeron que la gente gritaba hurra en la calle. La princesa estaba pasando por allí y era realmente tan hermosa que todo el mundo se olvidaba de lo mala que era, por eso gritaban hurra. Doce preciosas doncellas, todas con vestido blanco de seda y un tulipán de oro en la mano, iban al lado de la princesa montando caballos negros como el carbón. La princesa montaba un caballo blanco como la leche, adornado con rubíes y diamantes, su traje de montar era de oro puro y la fusta que llevaba en la mano parecía un rayo de sol. La corona de oro que llevaba en la cabeza era como las estrellas del cielo y el manto estaba tejido con miles de preciosas alas de mariposas. Pero ella era aún más hermosa que sus vestiduras.

Cuando Johannes la vio el rostro se le puso rojo como si estuviera sangrando y se quedó sin poder decir ni una palabra. La princesa se parecía muchísimo a la preciosa muchacha con corona de oro con la que había soñado la noche que murió su padre. Le pareció bellísima y no pudo evitar enamorarse de ella. No podía ser verdad, dijo, que fuera una bruja mala que mandaba ahorcar o decapitar a la gente cuando no acertaban sus adivinanzas.

-Todo el mundo puede pedir su mano, incluso el más pobre de los mendigos. ¡Yo iré al palacio! ¡No puedo hacer otra cosa!

Todos le dijeron que no fuera, pues sin duda le sucedería lo mismo que a todos los demás. El compañero de viaje también le aconsejó que no fuera, pero Johannes dijo que todo iría bien. Se cepilló los zapatos y la levita, se lavó la cara y las manos, se peinó sus hermosos cabellos rubios, se fue solo al pueblo y subió al palacio.

-¡Entra!- dijo el anciano rey cuando Johannes llamó a la puerta.

Johannes entró y el anciano rey, en bata y zapatillas bordadas, fue hacia él, con la corona de oro en la cabeza, el cetro en una mano y la manzana de oro en la otra.

-¡Espera un momento!- dijo, y se puso la manzana de oro debajo del brazo para darle la mano a Johannes.

Pero en cuanto supo que era un pretendiente empezó a llorar de tal modo que el cetro y la manzana se cayeron al suelo y tuvo que secarse los ojos con la bata. ¡Pobre anciano rey!

-¡No lo hagas!- dijo-. Te perderás igual que los otros. ¡Ahora lo verás! Y condujo a Johannes al jardín de la princesa.

¡Era espantoso! De lo alto de cada árbol colgaban tres o cuatro príncipes que habían cortejado a la princesa, pero no habían podido acertar las tres adivinanzas que ella les había propuesto. Cada vez que soplaba un poco de brisa, los huesos repiqueteaban, y los pajaritos se asustaban y no se atrevían a volver al jardín. Las flores crecían enredándose en los esqueletos y las macetas eran sonrientes calaveras. ¡Menudo jardín era aquel para una princesa!

-¡Ya lo ves! -dijo el anciano rey-. Acabarás como todos los demás que aquí ves, por eso es mejor que renuncies. Me harías muy desdichado, porque este asunto me afecta mucho.

Johannes besó al bueno del anciano rey en la mano y le dijo que todo iría bien, porque amaba mucho a la hermosa princesa.

En esto llegó la princesa en persona a caballo, con todas sus damas, así que se acercaron a ella y le dieron los buenos días. Era realmente preciosa; le dio la mano a Johannes y él quedó aún más enamorado que antes: claro que no era una bruja mala y perversa como decían todos. Subieron al salón y lo pajes les ofrecieron confituras y dulces, pero el anciano rey estaba tan triste que no pudo comer nada, además de que los panecillos de especias le resultaban muy duros.

Acordaron que Johannes volvería al palacio a la mañana siguiente, cuando se reunirían los jueces y el consejo en pleno, a fin de escuchar su respuesta a la adivinanza. Si acertaba, volvería dos veces más, pero aún no había habido nadie que adivinara la primera, y entonces perdía la vida.

Johannes no estaba nada preocupado por lo que pudiera pasarle; estaba contentísimo, no pensaba en nada más que en la hermosa princesa, y estaba completamente seguro de que Dios lo ayudaría, aunque no podía imaginarse cómo y prefirió no pensar en ello. Se fue bailando por el camino hacia la posada, donde le estaba esperando el compañero de viaje.

Johannes no paraba de contar lo encantadora que había sido la princesa con él. Deseaba ardientemente que llegara el día siguiente, estar en el palacio probando su suerte con la adivinanza.

Pero el compañero de viaje sacudió la cabeza muy preocupado.

-¡Te tengo mucho aprecio! -dijo-. Podríamos haber estado juntos mucho tiempo, pero ahora te voy a perder. ¡Mi pobre Johannes! Me echaría a llorar, pero no quiero enturbiar tu alegría en la que puede ser nuestra última noche juntos. Estemos alegres, muy alegres. Mañana, cuando te hayas ido, podré llorar.

Toda la gente de la ciudad se había enterado de que había un nuevo pretendiente de la princesa y por eso reinaba gran tristeza. El teatro se cerró, las pasteleras pusieron crespones negros de harina a sus cerditos de mazapán, el rey y los sacerdotes se pusieron de rodillas en la iglesia; reinaba gran tristeza porque todo el mundo estaba seguro de que Johannes no tendría mejor fortuna que lo demás pretendientes.

Al atardecer, el compañero de viaje preparó un gran cuenco de licor y le dijo a Johannes que había que alegrarse y beber a la salud de la princesa. Pero, en cuanto Johannes bebió dos veces, le entró tanto sueño que no pudo seguir teniendo los ojos abiertos y se echó a dormir. El compañero de viaje lo levantó con suavidad de su silla y lo puso en la cama y, como era una noche muy oscura, cogió las dos alas que le había cortado al cisne, se las ató bien a los hombros, se metió en el bolsillo la más grande de las dos serojas que le había dado la anciana que se rompió la pierna en una caída, abrió la ventana y voló por encima de la ciudad hasta el castillo, donde se sentó en un rincón debajo de la ventana que daba al dormitorio de la princesa. Toda la ciudad estaba en silencio: el reloj dio las doce menos cuarto, la ventana se abrió y la princesa salió volando con un gran manto blanco y largas alas negras, atravesó la ciudad y llegó hasta una negra montaña. Pero el compañero de viaje se hizo invisible para que la princesa no pudiera verlo, echó a volar detrás de ella y fue dando pinchazos a la princesa con la seroja, y donde pinchaba salía sangre. ¡Puf, vaya viaje aéreo! El viento levantaba el manto, que se extendía como la negra vela de un barco, y la luna brillaba a través de él.

-¡Cómo graniza! ¡Cómo graniza! -decía la princesa a cada golpe de ramita, y hubo un buen montón.

Por fin llegó a la montaña y dio unos golpes. Retumbó como un trueno cuando se abrió el monte y la princesa entró; el compañero de viaje la siguió porque nadie podía verlo: era invisible. Atravesaron un largo corredor cuyas paredes chisporroteaban de forma muy extraña, había más de mil arañitas luminosas que corrían arriba y abajo- por el muro e iluminaban tan bien como el fuego. Llegaron a una sala grande, construida de oro y plata, en cuyas paredes brillaban flores grandes como girasoles, rojas y azules; pero nadie podía coger aquellas flores porque sus tallos eran horrendas serpientes venenosas y las flores mismas eran fuego que les salía por la boca. Todo el aire estaba plagado de luminosas luciérnagas y de murciélagos de alas azules que aleteaban sin parar: era de lo más extraño. En el suelo había un trono apoyado en cuatro esqueletos de caballo, con arneses de rojas arañas de fuego, y el trono era de cristal blanco como la leche, y los cojines eran pequeños ratones negros que se mordían el rabo unos a otros. Por encima había un techo de telaraña rosa repleto de preciosas mosquitas verdes que relucían como piedras preciosas. En el trono estaba sentado un viejo trol con una corona sobre la asquerosa cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en el frente, la sentó a su lado en el precioso trono y comenzó la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica y el búho se daba golpes en la barriga porque no tenia tambor. Era un concierto rarísimo. Diminutos duendecillos, con un fuego fatuo en el gorro, bailoteaban por toda la sala. Nadie podía ver al compañero de viaje: se había situado detrás del trono y desde allí lo veía y lo oía todo. Los cortesanos que entraron entonces eran de lo más elegante y principal, pero al mirarlos uno se daba cuenta de lo que eran: no eran otra cosa que palos de escoba con cabezas de col, a los que el trol había dado vida con su brujería y les había regalado ropas bordadas. Pero daba igual: solo servían para aparentar.

Cuando hubieron bailado un rato, la princesa le contó al trol que tenía un nuevo pretendiente y preguntó qué tendría que preguntarle la mañana siguiente, cuando llegara al palacio.

-Escucha -dijo el trol-. ¡Te lo voy a decir! Pensarás en algo muy sencillo, porque así nunca se lo podrá imaginar. Piensa en uno de tus zapatos. Eso no podrá adivinarlo. Haz que le corten la cabeza, pero, cuando vuelvas aquí conmigo mañana, no te olvides de traerme sus ojos, porque me los quiero comer.

La princesa hizo una profunda reverencia y dijo que no olvidaría los ojos. El trol abrió la montaña y ella volvió volando a su casa, pero el compañero de viaje la siguió y le dio tales pinchazos con la seroja que la princesa daba profundos suspiros por aquella granizada tan fuerte y se dio toda la prisa que pudo para llegar y entrar por la ventana de su alcoba. Y el compañero de viaje regresó volando a la posada donde Johannes seguía durmiendo, se quitó las alas y se metió también en la cama, porque a decir verdad estaba muy cansado.

Johannes despertó muy temprano esa mañana; el compañero de viaje se levantó también y le contó que esa noche había tenido un sueño muy extraño sobre la princesa y sus zapatos, y le dijo finalmente que preguntara a la princesa si no habría estado pensando en uno de sus zapatos.

-Me da igual preguntarle eso o cualquier otra cosa -dijo Johannes-. Quizá sea verdad lo que has soñado, porque siempre estoy seguro de que Nuestro Señor me ayudará. Pero quiero decirte adiós, pues si no acierto no te volveré a ver.

De modo que se dieron un beso de despedida y Johannes se fue a la ciudad y subió al castillo. El salón estaba repleto de gente, los jueces estaban sentados en sus poltronas con gorros de plumas en las cabezas, porque tenían mucho que pensar. El anciano rey se puso en pie y se secó los ojos con un pañuelo. Entonces entró la princesa, que estaba aún más hermosa que el día anterior, y saludó a todos muy amablemente, y a Johannes le dio la mano diciendo:

-Hola, qué tal.

Johannes tenía que adivinar en qué estaba pensando. Ella le miraba con mucha simpatía, pero en cuanto le oyó decir: “En uno de tus zapatos”, la cara se le quedó blanca como la tiza y tembló todo el cuerpo, pero no podía hacer nada porque había acertado.

¡Diantre! ¡Qué alegre se puso el rey! Dio una voltereta y todo el mundo aplaudió, a él y a Johannes, que había sido el primero en acertar la adivinanza.

El compañero de viaje se puso radiante de alegría cuando supo lo bien que había ido todo. Y Johannes juntó las manos y dio las gracias a Dios, que con toda seguridad volvería a ayudarlo las dos veces que faltaban. Al día siguiente tenía que acertar otra adivinanza.

La noche transcurrió igual que la anterior. Mientras Johannes dormía, el compañero de viaje siguió a la princesa volando hasta la montaña, golpeándola aún con más fuerza que la primera vez, pues esta vez llevó dos serojas. Nadie pudo verlo y consiguió oírlo todo. La princesa tenía que pensar en su guante y así se lo contó el a Johannes, como si hubiera sido un sueño. Johannes lo adivinó y hubo gran alegría en el castillo. Toda la corte dio volteretas, como habían visto hacer al rey la primera vez. Pero la princesa se acostó en un sofá sin decir una sola palabra. Llegó entonces el momento de que Johannes acertara la tercera adivinanza. Si todo iba bien, se casaría con la hermosa princesa u heredaría todo el reino a la muerte del anciano rey. Si no acertaba, perdería la vida y el trol se comería sus bellos ojos azules.

La noche anterior, Johannes se acostó pronto, rezó sus oraciones y durmió muy tranquilo. Pero su compañero de viaje se ató las alas a la espalda, se ciñó el sable al costado y cogió las tres serojas, y se fue volando hacia el castillo.

Era una noche negra como la pez. Soplaba tal ventolera que las tejas de las casas se caían y en el jardín se derrumbaban los árboles de los que colgaban los esqueletos, que se cimbreaban como juncos cuando soplaba el viento. Había relámpagos y el trueno retumbó toda la noche como una matraca. La ventana se abrió y la princesa salió volando. Estaba pálida como un muerto, pero se burlaba de la tempestad como si no le pareciera lo bastante fuerte; su blanca capa tremolaba al viento como la gran vela de un barco, pero el compañero de viaje fue azotándola con las tres serojas de tal manera que la sangre goteaba hasta el suelo, u al final ella casi no podía seguir volando. Por fin llegó a la montaña.

-Graniza y hace viento -dijo ella-. Nunca he visto pero tormenta.

-También de lo bueno puede haber demasiado -dijo el trol.

Ella le contó que Johannes también había acertado la segunda vez: si volvía conseguirlo al día siguiente, había ganado y ella no podría volver a visitarlo en la montaña, nunca podría hacer las mismas hechicerías que había estado haciendo hasta entonces. Y por todo esto estaba muy triste.

-¡No lo acertará esta vez! -dijo el trol-. Pensaré en algo que Johannes no pueda adivinar nunca, a menos que sea tan buen hechicero como yo, ¡pero alegrémonos!

Y tomó a la princesa de las dos manos y bailaron con los duendecillos y los fuegos fatuos que había en el salón. Las arañas rojas saltaban con la misma alegría, subían y bajaban por las paredes y las flores de fuego chisporroteaban. El búho tocaba el tambor, los grillos silbaban y los grandes saltamontes tocaban la armónica. ¡Era un baile de lo más alegre!

Cuando hubieron bailado bastante rato, se hizo hora de que la princesa regresara, pues de no hacerlo la echarían en falta en el castillo. El trol dijo que la acompañaría para poder estar juntos un rato más.

Se fueron volando por entre la tormenta y el compañero de viaje les golpeaba en la espalda con las tres serojas. El trol nunca había visto tormenta semejante. Delante del castillo le dijo adiós a la princesa y le susurró: “Piensa en mi cabeza”. Pero el compañero de viaje lo oyó y, en el momento en que la princesa se deslizaba silenciosamente por la ventana de su alcoba y el trol se disponía a regresar, lo agarró por su larga barba negra y con el sable le cortó su asquerosa cabeza de trol desde los hombros. El cuerpo cayó al mar para que se lo comieran los peces y la cabeza la introdujo en el agua y, luego, la puso en un hato que hizo con su pañuelo de seda, se la llevó a la posada y se acostó a dormir.

A la mañana siguiente le dio a Johannes el pañuelo, pero le dijo que no lo abriera hasta que la princesa preguntara en qué estaba pensando.

En el salón del palacio había tantísima gente que estaban todos pegados unos a otros como rábanos en manojo. Los consejeros estaban sentados en sus sillones con blandos cojines detrás de la cabeza, el anciano rey llevaba ropas nuevas, había sacado brillo a la corona de oro y al cetro, y tenía un aspecto estupendo. Pero la princesa estaba muy pálida y llevaba puesto un vestido negro como el carbón, como si fuera un entierro.

-¿En qué he pensado? -le dijo a Johannes.

Desanudó el pañuelo y hasta él mismo se asustó al ver la horrible cabeza del trol. Un escalofrío recorrió a todos, pue era monstruosa, pero la princesa se quedó como una estatua de piedra sin poder decir una sola palabra. Por fin se levantó y le dio la mano a Johannes, porque había acertado. Estaba totalmente confundida, pero suspiró y dijo:

-¡Ahora eres tú mi dueño! ¡Esta noche nos casaremos!

-¡Eso me gusta! -dijo el anciano rey-. ¡Eso es lo que yo quería!

Todos gritaron hurra, la banda tocó música por las calles, repicaron las campanas, quitaron el rebozado de luto de los cerditos de mazapán, pues ahora reinaba la alegría. Tres bueyes asados enteros, rellenos de patos y gallinas, se colocaron en medio de la plaza para que quien quisiera se cortara un trozo; de las fuentes manaba exquisito vino y, al comprar en la bollería una rosquilla de un chelín, te regalaban seis bollos grandes, bollos de pasas, encima.

Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada, los soldados dispararon los cañones y los muchachos tiraban petardos; todos comieron y bebieron y hubo baile en palacio, con grandes señores y preciosas doncellas. Desde muy lejos se les oía cantar:

Las hermosas doncellas

todas quieren danzar,

suenan los tambores,

doncellas girad,

en el suelo hay que zapatear.

Pero la princesa seguía siendo una bruja y a Johannes eso no le gustaba nada de nada. El compañero de viaje le dio entonces a Johannes tres plumas de las alas del cisne y una botellita con unas gotas de líquido, le dijo que mandar poner al lado del lecho nupcial una gran tina llena de agua y, cuando la princesa fuera a meterse en la cama, le diera un empujoncito para que se cayera en el agua, donde debía hacerla sumergirse tres veces, después de haber echado las plumas y las gotas en el agua, y así la libraría de su brujería y conseguiría que lo amara mucho.

Johannes hizo todo lo que le había aconsejado su compañero de viaje. La princesa dio un alarido terrible cuando la metió debajo del agua y dio manotazos como un gran cisne negro, con los ojos desorbitados. Cuando salió del agua por segunda vez, el cisne era blanco, menos un anillo negro que tenía en el cuello. Johannes rezó a Nuestro Señor e hizo que el agua cubriera por tercera vez a aquella ave y, en ese momento, se transformó en la bellísima princesa. Era aún más bella que antes y le dio las gracias con lágrimas en sus preciosos ojos, pues la había liberado del hechizo.

A la mañana siguiente llegó el anciano rey con toda su corte y los parabienes duraron todo el día. El último en llegar fue el compañero de viaje, que llevaba su cayado en la mano y la mochila a la espalda. Johannes lo besó muchas veces, le dijo que no se marchara, que se quedara con él, pues a él le debía su fortuna. Pero el compañero de viaje agitó la cabeza y dijo suavemente:

-No, ya ha llegado mi hora. Ha pagado mi deuda. ¿Recuerdas aquel muerto al que unos hombres malos querían hacer daño? Diste todo lo que tenías para que él pudiera gozar de la paz de su tumba. ¡Ese muerto era yo!

Y en ese mismo instante desapareció.

Las bodas duraron un mes entero. Johannes y la princesa se querían muchísimo y el anciano rey vivió muchos días felices y montaba a caballo a sus nietecitos encima de sus rodillas, y les dejaba jugar con su cetro. Y Johannes llegó a ser rey de todo el reino.


Androcles y el león

ANDROCLES Y EL LEÓN (ESOPO)

 

Un esclavo llamado Androcles tuvo la oportunidad de escapar un día y corrió hacia la foresta.

Y mientras caminaba sin rumbo llegó a donde yacía un león, que gimiendo le suplicó:

-Por favor te ruego que me ayudes, pues tropecé con un espino y una púa se me enterró en la garra y me tiene sangrando y adolorido.

Androcles lo examinó y gentilmente extrajo la espina, lavó y curó la herida. El león lo invitó a su cueva donde compartía con él el alimento.

Pero días después, Androcles y el león fueron encontrados por sus buscadores. Llevado Androcles al emperador fue condenado al redondel a luchar contra los leones.

Una vez en la arena, fue suelto un león, y éste empezó a rugir y buscar el asalto a su víctima. Pero a medida que se le acercó reconoció a su benefactor y se lanzó sobre él pero para lamerlo cariñosamente y posarse en su regazo como una fiel mascota. Sorprendido el emperador por lo sucedido, supo al final la historia y perdonó al esclavo y liberó en la foresta al león.

Moraleja: "Actúa bien sin esperar nada a cambio e igualmente serás recompensado".