Constelación 4
La nave de tres pisos
Cuento de la costa ligur occidental italiana, recogido por Italo Calvino en Cuentos populares italianos, traducción de Carlos Gardini, Madrid, Siruela, 2023 (publicación original de 1956).
Había una vez un matrimonio pobre que vivía en el campo. Tuvieron un hijo, pero en la vecindad no había nadie para hacer de padrino. Fueron a la ciudad, pero allí no conocían a nadie para hacer de padrino. Fueron a la ciudad, pero allí no conocían a nadie y sin padrino no podían bautizarlo. Ante el pórtico de la iglesia vieron a un hombre arropado en un manto negro y le dijeron:
-Buen hombre, ¿no querríais ser el padrino de nuestro hijo?
El hombre asintió y bautizaron al niño.
En cuanto salieron de la iglesia, el desconocido les dijo:
-Ahora debo hacerle un regalo a mi ahijado. He aquí una bolsa; servirá para criar al niño y darle instrucción. Y aquí hay una carta que le daréis en cuanto sepa leer.
El padre y la madre se quedaron estupefactos y, antes de que hallaran palabras para agradecérselo y preguntarle quién era, el hombre ya se había ido.
La bolsa estaba llena de monedas de oro que sirvieron para enviar al niño a la escuela. En cuanto aprendió a leer, sus padres le dieron la carta y él leyó:
Querido ahijado:
Vuelvo para retomar la posesión de mi trono después de un largo exilio y necesito un heredero. En cuanto leas esta carta, ponte en marcha y ven al encuentro de tu querido padrino, el rey de Inglaterra.
Postdata: Durante el viaje, guárdate de la compañía de un bizco, un cojo y un tiñoso.
Dijo el joven:
-Padre, madre, adiós. Debo ir al encuentro de mi padrino.
Y se puso en marcha. Después de caminar varios días, se encontró con un caminante, quien le preguntó:
-Hermoso joven, ¿adónde vas?
-A Inglaterra.
-Yo también: viajaremos juntos.
El joven lo miró a los ojos; tenía un ojo que miraba a oriente y otro que miraba a occidente, y el joven pensó que éste era el bizco de quien debía cuidarse. Se detuvo con un pretexto y cambió de camino.
Encontró a otro caminante sentado en una piedra.
-¿Vas a Inglaterra? -le dijo éste-. Haremos el viaje juntos.
Y levantándose, comenzó a cojear con ayuda de un bastón.
“Éste es el cojo”, pensó el joven, y cambió de camino una vez más. Encontró otro viajero que tenía los ojos sanos, las piernas también y, en cuanto a la tiña, tenía la cabeza más limpia y más cubierta de pelo negro que se haya visto jamás. Como éste también se dirigía a Inglaterra, viajaron juntos. Al anochecer se detuvieron en una taberna y se alojaron allí. Pero el joven, que no se fiaba de su acompañante, le entregó la bolsa con el dinero y la carta del rey al posadero, para que éste se los cuidara. Por la noche, mientras el joven dormía, su acompañante se levantó, fue a ver al posadero y pidió que le entregara la bolsa, la carta y el caballo. Por la mañana, el joven se encontró solo, sin un centavo, sin la carta y a pie.
-Por la noche vino vuestro criado -le dijo el posadero- a pedirme todos vuestros enseres y partió…
El joven se echó a andar. En un recodo, vio su caballo sujeto a un árbol en un prado. Se dispuso a montarlo, pero de detrás del árbol saltó su compañero de la noche anterior, armado con una pistola.
-Si aprecias tu vida -le dijo-, debes fingir que eres mi criado y que yo soy el ahijado del rey de Inglaterra.
Y con estas palabras, se quitó la peluca negra: tenía el cráneo cubierto de tiña.
Partieron, el Tiñoso a caballo y el joven, a pie y así llegaron a Inglaterra. El rey recibió al tiñoso con los brazos abiertos, creyéndolo su ahijado, mientras que el verdadero ahijado tuvo que alojarse en el establo como mozo de cuadra. Pero el tiñoso no veía la hora de deshacerse de él. Un día le dijo el rey:
-Si pudieses liberar a mi hija, prisionera de un encantamiento en una isla, te la daría por esposa, pero todos los que partieron a liberarla encontraron la muerte.
Entonces el tiñoso le propuso:
-Haced el intento con mi criado. Él seguro que será capaz de liberarla.
El rey hizo llamar al joven en el acto.
-¿Eres capaz de ir a liberar a mi hija? -le preguntó.
-¿Vuestra hija? -dijo el joven-. ¡Decidme dónde está, Majestad!
Y el rey:
-Mira que, si vuelves sin haberla liberado, te haré cortar la cabeza.
El joven se dirigió al muelle. Miraba partir las naves y no sabía cómo llegar a la isla de la princesa. Se le acercó un viejo marinero con la barba hasta las rodillas.
-Préstame atención -le dijo-, hazte construir una nave de tres pisos.
El joven fue a ver al rey y mandó que le construyeran una nave de tres pisos. Cuando la nave estuvo lista para zarpar, volvió a aparecer el viejo marinero.
-Ahora -dijo el viejo-, cuando el rey te diga: “elige los marineros que quieras”, dile: “me basta con uno” y elígeme a mí.
Así lo hizo y todos los ciudadanos acudieron a ver zarpar esa nave con tan extraño cargamento y con una tripulación compuesta por un solo hombre que, para colmo, era un viejo decrépito.
Navegaron tres meses y, después de tres meses, una noche vieron un faro y entraron en un puerto. Nada se veía en la orilla: sólo casas muy bajas y movimiento furtivos; al fin dijo una voz:
-¿Qué carga lleváis?
-Cortezas de queso -respondió el viejo marinero.
-Está bien- dijeron los de tierra-. Es lo que nos hace falta.
Era la Isla de los Ratones y todos sus habitantes eran ratones. Éstos dijeron:
-Compraremos toda la carga, pero no tenemos dinero para pagarla. Sin embargo, cada vez que nos necesitéis os bastará con decir: “ratoncitos, venide en mi ayuda” y acudiremos en el acto.
El joven y el marinero bajaron la escala y los ratones descargaron las cortezas de queso con gran rapidez.
Siguieron viaje y llegaron de noche a otra isla. En el puerto no se veía nada, menos aún que en el anterior. No se distinguían casas ni árboles.
-¿Qué carga lleváis? -les dijo una voz en la oscuridad.
-Migas de pan -dijo el marinero.
-Está bien -respondieron- ¡Es lo que necesitamos!
Era la Isla de las Hormigas y todos sus habitantes eran hormigas. Ellas tampoco tenían dinero para pagarles, pero dijeron:
-Cuando nos necesitéis, os bastará decir: “¡hormiguitas, hormiguitas, venid en mi ayuda!” e iremos enseguida a donde estéis.
Y se pusieron a descargar las migas de pan, por los cabos de amarre de proa y de popa. Luego la nave volvió a zarpar.
Llegaron a una isla cuyas altísimas rocas caían a pico sobre el pueblo.
-¿Qué carga lleváis? -les gritaron.
-¡Carroña!
-¡Está bien! -les dijeron-. Es lo que necesitábamos.
Y grandes sombras negras revolotearon sobre la nave.
Era la Isla de los Buitres, totalmente habitada por esas rapaces. Descargaron la nave recogiendo las carroñas al vuelo y dijeron que, a cambio, cada vez que los llamaran: “¡buitrecitos, buitrecitos, venid en mi ayuda!”, ellos acudirían a ayudarlos.
Después de varios meses de navegación, llegaron a la isla donde estaba prisionera la hija del rey de Inglaterra. Desembarcaron, se internaron en una larga caverna y emergieron ante un palacio, en un jardín. Vino al recibirlos un enano.
-¿Está aquí la hija del rey de Inglaterra? -preguntó el joven.
-Venid a preguntárselo al hada Sibiana -dijo el enano y los condujo al palacio, que tenía baldosas de oro y muros de cristal. El Hada Sibiana estaba sentada en un trono de cristal y de oro.
-Reyes y príncipes con todos sus ejércitos -dijo el hada Sibiana- vinieron a liberar a la princesa, y todos murieron.
-Yo sólo cuento con mi voluntad y mi coraje -dijo el joven.
-Pues bien -dijo el hada-, deberás realizar tres pruebas. Si no tienes éxito, jamás saldrás de aquí. ¿Ves esta montaña que me oculta el sol? Mañana al despertarme quiero tener el sol en mis aposentos. Debes abatir la montaña esta misma noche.
El enano trajo un azadón y condujo al joven al pie de la montaña. El joven dio un golpe de azadón y condujo al joven al pie de la montaña. El joven dio un golpe de azadón y el hierro se quebró.
“¿Cómo lo hago para cavar?”, pensó, y se acordó de los ratones de la isla.
-¡Ratoncitos, ratoncitos -llamó-, venid en mi ayuda!
Apenas lo dijo, una marea de ratones bulló sobre las laderas de la montaña y la cubrió por completo; todos excavaban, roían y apartaban la tierra con las patas, y la montaña se empequeñecía cada vez más…
Al día siguiente, el Hada Sibiana se despertó cuando los primeros rayos del sol penetraron en sus aposentos.
-Muy bien -le dijo al joven-, pero no es suficiente.
Y lo condujo a los subterráneos del palacio. En medio del subterráneo, en una sala alta como una iglesia, había un inmenso cúmulo de guisantes en la pila de las lentejas.
El enano le dejó un pabilo de candil y se fue con el hada. El joven se quedó mirando ese inmenso cúmulo; el pabilo estaba a punto de extinguirse y él se preguntaba cómo era posible que un hombre realizara una tarea tan minuciosa, cuando se acordó de las hormigas de la isla.
-¡Hormiguitas, hormiguitas -llamó-, venid en mi ayuda!
Apenas pronunció estas palabras, el enorme subterráneo se pobló de minúsculas y palpitantes hormigas que, con orden y paciencia, llevando unas los guisantes y otras las lentejas, hicieron las dos pilas.
-Aún no estoy vencida -dijo el hada cuando vio el trabajo cumplido-. Ahora te aguarda una prueba mucho más difícil. Mañana, al amanecer debes traerme un barril lleno del agua de la larga vida.
El manantial del agua de la larga vida estaba en la cima de una montaña altísima e infestada de bestias feroces. Ni pensar en llegar hasta allí, y mucho menos con un barril. Pero el joven llamó:
-¡Buitrecitos, buitrecitos, venid en mi ayuda!
Y el cielo se ennegreció de buitres que descendían en amplios círculos. El joven sujetó una redoma al cuello de cada una de las aves. Una interminable bandada de buitres voló hasta el manantial, cada uno llenó su redoma, y todos volvieron junto al joven y vertieron las redomas en el barril que éste había preparado.
Una vez lleno el barril, se oyó un galopar de caballos: el hada Sibiana emprendía la fuga, y detrás de ella corrían sus enanos. Del palacio salió feliz la hija del rey de Inglaterra y dijo:
-¡Por fin estoy salvada! ¡Me habéis liberado!
Con la hija del rey y el barril del agua de la larga vida, el joven volvió hacia la nave donde el viejo marinero lo esperaba para levar anclas. Todos los días el rey de Inglaterra escrutaba el mar con el catalejo y, cuando vio acercarse un barco con el pabellón inglés, corrió muy contento hacia el puerto. El Tiñoso, cuando vio al joven sano y salvo con la hija del rey, casi se muere de rabia. Y decidió hacerlo asesinar.
Mientras el rey festejaba el retorno de la hija con un gran festín, dos oscuros personajes vinieron a llamar al joven diciendo que se trataba de algo urgente. El joven los siguió sin comprender; una vez en el bosque, los dos personajes, que eran sicarios del Tiñoso, desenvainaron los cuchillos y lo apuñalaron.
Entre tanto, en el festín, la hija del rey estaba pensativa porque el joven había salido con esos oscuros personajes y no regresaba. Fue a buscarlo y, en cuanto llegó al bosque, halló el cadáver cubierto de heridas. Pero el viejo marinero había llevado consigo el barril del agua de la larga vida y sumergió en ella el cadáver del joven: lo vieron salir de un salto, más sano que antes y tan hermoso que la hija del rey le echó los brazos al cuello.
El Tiñoso se puso verde de bilis.
¿Qué hay en ese barril? -preguntó.
-Aceite hirviendo -le respondió el marinero.
Entonces, el Tiñoso se hizo preparar un barril de aceite hirviendo y le dijo a la princesa:
-Si no me amáis, me mato.
Se traspasó con el puñal y saltó al aceite hirviendo. Se quemó en el acto y, en el salto, perdió la peluca y quedó al descubierto la cabeza tiñosa.
-¡Ah! ¡El Tiñoso” -dijo el rey de Inglaterra-. El más cruel de mis enemigos. Al final llegó su hora. ¡Entonces, tú, joven valeroso, eres mi ahijado! ¡Te casarás con mi hija y heredarás el reino!
Y así sucedió.