Proyectos de Investigación

Constelación 3

El cuarto prohibido

Guelbenzu, José María (ed.) (2021). El cuarto prohibido. En 25 cuentos populares españoles (pp. 50-56). Siruela.

 

Era un leñador que tenía tres hijas muy guapas. El leñador era hombre pobre y vivía pobremente. Todos los días salía al monte a cortar leña y, en una de estas, atacó un árbol con su hacha y salió del interior del árbol un gigante, que dijo al leñador:

―¿Qué es lo que haces? ¿Es que acaso te atreves a cortar este árbol donde tengo yo mi casa?

El leñador, asustado, contestó:

―Por Dios, señor Gigante, no me haga nada, que yo no sabía que esta era su casa.

―Está bien ―dijo el gigante―, no te haré nada. Pero, dime: ¿cuántos hijos tienes?

A lo que respondió el leñador:

―Yo tengo tres hijas. Vengo al bosque para cortar leña con la que ganarme la vida y alimentar a mis hijas y a mi esposa, que es costurera, y con la costura y la leña apenas ganamos para sostenernos.

―Pues mira ―dijo el gigante―, aquí te doy esta bolsa de oro si me traes a tu hija mayor.

El leñador tomó la bolsa de oro y, cuando llegó a casa, contó lo que le había sucedido y la hija mayor se avino a ir con el gigante. Volvió, pues, el leñador con su hija a donde estaba el árbol y la dejó allí. El árbol tenía una puerta grande que daba a una escalera que descendía bajo la tierra y allí estaba la casa del gigante.

Y el gigante le dijo a la muchacha:

―Tú serás la dueña y señora de todo esto si te comportas como yo te diga. Y lo primero que has de hacer es esto ―le dice―: aquí tienes esta oreja, que te has de comer cruda. Yo ahora me tengo que ir, pero cuando vuelva te la habrás comido cruda y, si no, te mataré.

La muchacha vio que era una oreja de una persona y sintió un asco terrible; y se decía: «jAy de mí! ¿Cómo voy a comerme esta oreja, y además cruda?».

Y luego pensó: «Pero, ¿ha de saber el gigante si me la comí o no?».

Y sin pensárselo dos veces la tiró detrás del pajar.

Volvió el gigante y preguntó lo primero de todo:

―¿Qué? ¿Ya te has comido la oreja?

La muchacha contestó que sí, y entonces el gigante dijo en voz alta:

―¡Oreja! ¡Orejita!

Y contestó la oreja:

―¿Qué quieres?

Y dijo el gigante:

―¿Dónde estás, oreja?

Y dijo la oreja:

―Aquí, detrás del pajar.

Y dijo el gigante a la muchacha:

―¿No decías que te la habías comido? Pues ahora verás.

Cogió a la muchacha, la llevó a un cuarto que había en la casa y allí la degolló y la dejó muerta.

Al otro día, el leñador andaba por el bosque cortando leña cuando llegó el gigante y le dijo:

―Escucha, leñador, que dice tu hija mayor que echa de menos a la mediana y que quiere que le dé compañía. Si tú me la traes, te doy esta otra bolsa de oro.

El leñador cogió la bolsa, fue a buscar a la hija mediana y la convenció para que se fuera a hacer compañía a su hermana mayor, alegando que se encontraba muy sola. Y la hija mediana fue con el leñador hasta la casa del gigante y se metió en el árbol.

Y le dijo el gigante:

―Puedes usar la casa como te plazca, excepto este cuarto ―y le señaló el cuarto donde degollara a su hermana―, en el que nunca debes entrar bajo ningún pretexto. Y ahora yo tengo que salir, pero te dejo esta oreja que te has de haber comido cuando yo vuelva. Y se fue.

La pobre muchacha se decía: «¡Ay, qué asco! ¿Cómo me voy a comer esta oreja que no es de animal?».

Luego pensó que el gigante no tenía por qué saber que no la había comido y fue y la tiró a un pozo.

Conque llegó el gigante y le preguntó:

―¿Te has comido la oreja?

Y dijo ella:

―Sí que la comí.

Entonces el gigante dijo en voz alta:

―¡Oreja! ¡Orejita!

Y contestó la oreja:

―¿Qué quieres?

Y dijo el gigante:

―¿Dónde estás, oreja?

Y dijo la oreja:

―Aquí, en el pozo.

Y dijo el gigante:

―Ahora baja al pozo y saca la oreja.

Entonces ella tiró el cubo y subió la oreja dentro de él. Y el gigante cogió a la muchacha, la metió en el cuarto prohibido, la degolló y la dejó muerta junto a su hermana.

Al otro día el padre se llegó hasta el árbol por ver si veía a sus hijas, a las que echaba de menos, y salió el gigante y le dijo:

―Te doy otra bolsa de oro si me traes a tu hija pequeñ, que quieren estar las tres juntas y no se pueden pasar la una sin la otra.

El padre, aunque se quedó apesadumbrado, dijo que bueno y cogió a su hija pequeña, que se llamaba Mariquilla, y le dijo:

―Mira que tus hermanas te reclaman.

La llevó al árbol donde vivía el gigante y este se la llevó escalera abajo y cuando llegaron a su casa le dijo:

―Tú has de ser la dueña de todo esto si te comes esta oreja cruda que hay sobre la mesa.

La pequeña estaba muy extrañada de no ver a sus hermanas saliendo a recibirla y tuvo miedo, pero lo disimuló y le dijo al gigante:

―Bueno, yo me la comeré.

Cuando se fue el gigante, ella pensó que no se quería comer una oreja que no era de animal y en esto decidió esconderla entre sus ropas y la escondió junto a la barriga bien apretada para que no se le cayera.

Conque al rato volvió el gigante y le dijo:

―¿Qué? ¿Ya te has comido la oreja?

Y dijo ella:

―Ya me la comí.

Entonces el gigante dijo en voz alta:

―¡Oreja! ¡Orejita!

Y contestó la oreja:

―¿Qué quieres?

Y dijo el gigante:

―¿Dónde estás, oreja?

Y dijo la oreja:

―En la barriga de Mariquilla.

Al oír esto, el gigante saltó de gozo y le dijo a Mariquilla:

―¡Pues tú has de ser mi mujer! Ya eres la dueña de todo lo que tengo y te doy mis llaves. Pero hay un cuarto que no debes abrir ―y le señaló el cuarto donde se encontraban sus hermanas muertas―, bajo ningún pretexto.

Dicho lo cual, se marchó más contento que unas castañuelas.

Entonces Mariquilla se dijo: «¿Y por qué será? ¿Por qué no podré abrir yo ese cuarto?», y la curiosidad pudo más que el temor.

Abrió el cuarto y, según abrió, vio un gran charco de sangre y se llevó tal susto que se le cayó la llave en mitad del charco y se manchó toda de sangre. Pero al volver a mirar, vio a muchas personas que colgaban de los pies y de la cabeza y entre ellas reconoció a sus hermanas. Y luego vio que en una mesa había un pucherito con un mejunje y una botella de agua.

Apenas salió del cuarto, fue a todo correr a lavar la llave, pero, por más que frotaba, la sangre no desaparecía. Entonces oyó venir al gigante y, a toda prisa, se cortó un dedo y manchó con su sangre la llave del cuarto prohibido.

Conque llegó el gigante y le dijo:

―¿Has conocido ya toda la casa?

Y ella le dijo que sí.

―¿Y qué? ¿Entraste en el cuarto prohibido?

Ella lo negó. Y el gigante le dijo:

―Pues enséname la llave.

Al ver la llave manchada de sangre se enfureció y le dijo:

―¿Y esta mancha de sangre que veo en la llave?

Y Mariquilla le mostró su dedo herido y le dijo:

―Esa mancha es porque me corté en la cocina.

Entonces cl gigante quedó satisfecho y le dio su confianza.

Al día siguiente el gigante volvió a salir para dedicarse a sus ocupaciones y le anunció que esta vez tardaría tres días en volver y que se ocupara de la casa hasta su regreso. Apenas se aseguró Mariquilla de que el gigante había partido y de que no le mentía, porque ahora ya tenía confianza, ella tomó la llave manchada y volvió corriendo al cuarto prohibido y fue a la mesa donde estaban el pucherito y el agua. Untó con el mejunje las cabezas de sus hermanas y las unió por el cuello a sus cuerpos y después las lavó con el agua. Y al lavarlas, resucitaron las dos hermanas y se abrazaron las tres muy contentas y emocionadas.

Entonces fueron al fondo de la habitación, que daba a una cueva profunda donde había grandes tesoros y riquezas y lo cargaron todo en unos sacos. Y después untaron a todas las personas que estaban colgadas con el mejunje y las lavaron con agua y todas volvieron a la vida. Y las tres hermanas se fueron a buscar a sus padres llenas de riquezas. Y resultó que entre las personas que había en el cuarto estaban un rey con sus tres hijas, el cual mandó a sus soldados que prendieran al gigante y le cortaran la cabeza, y después invitó al leñador y a su familia a vivir en su reino, y todos se fueron para allá contentos y felices y enriquecidos con los tesoros que Mariquilla encontró en la cueva y los que el rey les entregó en premio por haberlos salvado. Y ya nunca más tuvieron preocupaciones.


El cuarto prohibido

Cuento reescrito.

Versión con la que se había trabajado: José María Guelbenzu (ed.) (2021). “El cuarto prohibido”. En 25 cuentos populares españoles (pp. 50-56). Siruela.

Alumnos participantes: Laura Hervás, Alba Jurado, Raquel Hidalgo, Aída Astudillo, Teresa Cardiel y Diana Maeso (grupo 3 de Literatura y Educación, MBL, curso 2023-24, profesor Miguel Ángel Martín-Hervás).

 

2 Narradores: Teresa y Alba

Padre desempleado y viudo e Hija mayor: Aida

Droga y Mediana: Diana Pequeña: Laura

Camello: Raquel

 

Narrador 1: Érase una vez un padre viudo y desempleado que tenía tres hijas muy guapas. El hombre era pobre. Todos los días salía a la calle a pedir en el metro y, en una de estas, se topó con una chavala parecida a sus hijas y salió detrás de ella un señor que daba bastante grima, que le dijo al padre:

 Hombre misterioso: ¿Qué haces? ¿No ves que esta chica trabaja para mi?

 Padre: Perdón, no me hagas nada que yo no sabía que esta era su chica, pensé que era mi hija.

 Hombre misterioso: Tranquilo, no te voy a hacer nada. Pero, ya que lo mencionas ¿cuántas hijas tienes?

 Padre: Yo tengo tres hijas. Vengo al metro a pedir dinero y poder alimentarlas.

 Hombre misterioso: Pues mira, te hago un bizum tocho, si me traes a tu hija mayor.

 Narrador 1: El hombre aceptó el bizum y, cuando llegó a casa, contó lo que le había pasado y la hija mayor decidió irse. El padre y la hija mayor caminaron por la calle hasta un viejo edificio, iluminado con neones fluorescentes, donde vivía el hombre misterioso y donde le tocaba vivir ahora a su hija mayor.

 Hombre misterioso: Todo irá bien si te comportas como yo te digo. Y lo primero que tienes que hacer es drogarte. Aquí tienes la droga, que te tienes que tomar. Yo ahora me tengo que  ir, pero cuando vuelva te la habrás tomado y, si no, te meteré un tiro.

 Mayor: ¡Qué dices! ¿Cómo voy a tomarme toda esta droga, y además sin nunca haberme drogado?

 Narrador 1: Al irse el hombre misterioso, pensó para sí misma.

 Mayor: Pero ¿cómo va a saber si me he drogado o no?

 Narrador 1: Y sin pensárselo dos veces la tiró por el váter. Entonces el hombre misterioso volvió.

 Hombre misterioso: ¿Qué? ¿Ya te la has tomado?

 Mayor: Sí:

 Hombre misterioso: ¡Droga! ¡Droguita!

 Droga: ¿Qué quieres?

Hombre misterioso: ¿Dónde estás ahora?

 Droga: Aquí, en el fondo del váter.

Hombre misterioso: ¿No decías que te la habías tomado? Te vas a enterar.

 Narrador 1: Cogió a la muchacha, la llevó a un cuarto que había en el curioso edificio de luces de neón y le pegó un tiro, dejándola muerta. Al día siguiente, el padre andaba por el metro pidiendo dinero, como de costumbre, cuando llegó el hombre misterioso.

 Hombre misterioso: Escucha, que dice tu hija mayor que echa de menos a la mediana y que quiere que le haga compañía. Si me la traes, te hago otro bizum.

 Narrador 1: El padre aceptó el bizum, fue a buscar a la hija mediana y la convenció para que se fuera a hacer compañía a su hermana mayor, explicando que se encontraba muy sola. Y la hija mediana fue con su padre hasta aquel edificio y entró por la puerta de luces de neón.

 Hombre misterioso: Si haces lo que yo te diga, puedes usar la casa como quieras, excepto esta habitación (y le señaló el cuarto donde mató a su hermana), en la que tienes prohibido entrar. Yo ahora tengo que irme, pero te tienes que tomar esta droga antes de que yo vuelva o te meteré dos tiros.

 Narrador 1: La pobre muchacha se decía.

 Mediana: ¡Yo paso! ¿Cómo me voy a tomar esta droga?

 Narrador 1: Luego pensó que el hombre misterioso no tenía porqué saber que no se la había tomado y la tiró por la ventana. Entonces volvió.

Hombre misterioso: ¿Te la has tomado?

 Mediana: Sí, lo he hecho.

Hombre misterioso: ¡Droga! ¡Droguita!

 Droga: ¿Qué quieres?

Hombre misterioso: ¿Dónde estás ahora?

 Droga: Aquí, en la calle.

Hombre misterioso: Ahora baja a la calle y coge la droga. Será lo último que hagas.

 Narrador 1: Entonces ella salió a la calle y la recogió. Y el hombre misterioso cogió a la muchacha, la metió en el cuarto prohibido, le pegó dos tiros y la dejó junto a su hermana. Al día siguiente, el padre llegó hasta el edificio para ver si veía a sus hijas, a las que echaba de menos, y salió el hombre misterioso a recibirle.

 Hombre misterioso: Te doy más dinero si me traes a tu hija pequeña, que dicen que quieren estar las tres juntas y no pueden vivir la una sin la otra.

 Narrador 1: El padre, aunque se quedó flipando, dijo que bueno y cogió a su hija pequeña, que se llamaba Clara, y le dijo:

 Padre: Dicen tus hermanas que te están esperando.

 Narrador 2: La llevó de vuelta al edificio de luces de neón, donde vivía el hombre misterioso y este se la llevó escalera arriba y le dijo:

 Hombre misterioso: Serás la dueña de todo esto si haces lo que yo te diga y te tomas esta droga que hay sobre la mesa.

 Narrador 2: Clara se rayó al no ver a sus hermanas saliendo a recibirla y estaba cagada, pero lo disimuló.

 Clara: Vale, me la tomaré.

 Narrador 2: Cuando se fue el hombre misterioso pensó que realmente no quería drogarse, porque nunca lo había hecho y se la escondió en la sudadera cerca de la tripa, bien apretada para que no se le cayera. Al rato volvió el hombre misterioso.

 Hombre misterioso: ¿Qué? ¿Ya te la has tomado?

 Clara: Si, ya lo hice.

 Hombre misterioso: ¡Droga! ¡Droguita!

 Droga: ¿Qué quieres?

 Hombre misterioso: ¿Dónde estás ahora?

 Droga: En la tripa de Clara.

 Hombre misterioso: ¡De locos, te voy a hacer mi mujer! Ya eres la dueña de todo lo que tengo y te doy una copia de mis llaves. Pero hay un cuarto al que tienes prohibido entrar (y le señaló el cuarto donde se encontraban sus hermanas muertas).

 Narrador 2: Y se fue más feliz que una perdiz a seguir con su día.

 Clara: ¿Pero y este tío por qué no quiere que abra ese cuarto?

 Narrador 2: Y la curiosidad mató al gato. Abrió el cuarto y, según abrió, vio un gran charco de sangre y se llevó tal susto que se le cayó la llave en mitad del charco y se manchó toda de sangre. Pero al volver a mirar, vio a muchas personas que colgaban de los pies y de la cabeza y entre ellas reconoció a sus hermanas. Apenas salió del cuarto, fue a toda hostia a lavar la llave, pero, por más que frotaba, la sangre no se limpiaba. Entonces oyó venir al hombre y sin pensarlo se cortó un dedo y manchó con su sangre la llave del cuarto prohibido.

 Hombre misterioso: ¿Has conocido ya el sitio?

 Clara: Sí.

 Hombre misterioso: ¿Y qué? Estás muy callada ¿Entraste donde no debías?

 Clara: No.

 Hombre misterioso: ¿A ver? enséñame la llave.

 Narrador 2: Al ver la llave manchada de sangre se cabreó.

 Hombre misterioso: ¿Y esta mancha de sangre qué coño es?

 Pequeña: (Enseñando el dedo) Esa mancha es porque me corté en la cocina.

 Narrador 2: Entonces el hombre misterioso quedó satisfecho y le dio su confianza. Al día siguiente, volvió a salir para hacer sus cosas y le comentó que esta vez tardaría tres días en volver y que se ocupara de la casa hasta su regreso. Cuando Clara supo que el hombre misterioso se había ido y confiaba en ella, cogió la llave manchada y volvió corriendo al cuarto prohibido y fue a la mesa donde estaba el dalsy mágico. Untó con el dalsy las heridas de bala de sus hermanas y estas resucitaron. Las tres se abrazaron muy contentas y emocionadas.

 Narrador 2: Entonces fueron al fondo del cuarto prohibido, donde encontraron una caja fuerte llena de billetes y joyas y lo metieron todo en unas maletas. Después untaron a todas las personas a las que el hombre misterioso había matado con el dalsy mágico y todas volvieron a la vida. Resultó que entre las personas que había en el cuarto estaba un narcotraficante muy peligroso, el cual mandó a sus hombres a dar una paliza al hombre misterioso. Después, regaló al padre y a su familia un chalet con piscina como agradecimiento por salvarle la vida y la familia por fin tuvo una buena situación económ


La mano negra

Rodríguez Almodóvar, A. (ed.) (2009). La mano negra. En Cuentos al amor de la lumbre. Tomo I (pp. 136-146). Alianza.

 

Pues, señor, este era un pobrecito hombre que tenía tres hijas casaderas, y la mayor parte de los días se los pasaba sin comer, por no tener con que comprar siquiera un pan: a veces se iba al bosque por la mañanita temprano, recogía un poco de leña que vendía en el pueblo, y con su importe llevaba algo de comida a sus hijas; pero tan poco ganaba, que casi siempre se quedaban con la misma hambre.

Sucedió un día que salió para ir al bosque, y al pasar por un campo vio en mitad de él una col tan grande y tan hermosa, que se paró a contemplarla:

―jDios mío! ―dijo―. ¡Si yo cogiera esa col, qué comida tendríamos hoy y qué contentas se pondrían mis hijas!

Llevado por este pensamiento, se fue acercando a la col, que cada vez le parecía más hermosa, hasta que llegó a ella, y después de mirarla un rato como si le pareciera mentira su buena fortuna, se decidió por fin a arrancarla, y cogiéndola con mucho cuidado para no romperla, tiró de ella; pero en el mismo momento oyó una voz muy fuerte que salía como de debajo de tierra, y decía:

―¿Quién me tira de mis barbas?

Más que a prisa soltó el pobre hombre la col y se apartó de ella; pero como después de esto no oyó nada que le pareciera sospechoso, empezó a pensar que todo había sido figuración suya, y como la col estaba allí, incitándole a que se la llevara, otra vez se dirigió a ella, y otra vez tiró para arrancarla; pero lo mismo que antes, se oyó la voz que decía:

―¿Quién me tira de mis barbas?

Con lo cual volvió el pobre a soltar la col y, separándose de aquel sitio, se apartó un buen trozo, y volvió la vista para ver si había por allí alguna persona que se estuviera burlando de él. Nada vio que le llamase la atención, y asegurado con esto, y atormentado por el hambre y por el pensamiento de que si perdía la ocasión tal vez sus hijas no tendrían qué comer y aquel día se acostasen sin cenar, tornó otra vez sobre sus pasos decidido a arrancar la col de un tirón y a irse corriendo y sin volver la cara atrás. Volvió, pues, a la col, la abarcó entre sus brazos y empezó a quererla desarraigar, cuando otra vez gritó la voz de antes:

―¿Quién me tira de mis barbas?

Y en el mismo momento apareció, sin saber cómo ni por dónde, un gigantón de muchas varas que, lanzándose hacia él, fue a matarlo por la falta de respeto que había cometido al tirarle con tanto ahínco de las barbas. El pobre hombre, asustado, cayó de rodillas a los pies del gigante, pidiéndole que le dejase vivir, contándole sus desgracias y refiriéndole su historia punto por punto. Cuando el gigante le oyó decir que tenía tres hijas casaderas, se calmó de pronto y le dijo:

―Estaba poco dispuesto a perdonarte; pero, en fin, por tus hijas te perdono y aun haré tu felicidad, pero ha de ser con una condición.

―¿Cuál, señor? ―le preguntó el pobre hombre, que no sabía lo que pasaba.

―Yo vivo aquí solo y sin que nadie cuide de mi casa, que es un palacio muy hermoso. Tráeme tu hija mayor, y será mi mujer, y vivirá muy dichosa, y yo te daré dinero bastante para que ya no carezcas de nada. ¿Estás conforme? Si no, te mato y santas pascuas.

Mucho quería el leñador a sus tres hijas, y mucho sentía separarse de ninguna de ellas, pero consideró que, si el gigante lo mataba, perdía a las tres y no volvería a verlas más; además, el gigante le parecía buena persona, y creyó que con él sería su hija feliz. Así que contestó que aceptaba el trato.

―Bueno, pues mañana a estas horas estás aquí con tu hija, tiras de la col, pero no tan fuerte como hoy, ¿eh?, y yo me presentaré en seguida. Ahora, toma y vete.

Y le alargó una balsa llena de oro, desapareciendo en seguida lo mismo que había salido: sin saberse cómo ni por dónde.

Al día siguiente, a la misma hora, se presentó el leñador con su hija en el sitio designado. Iba llorando porque la quería mucho, pero ella estaba tan contenta por lo mismo que no sabía la suerte que le esperaba, y consolaba a su padre cuando le veía muy afligido. Cuando llegaron a la col, el padre tiró de ella con mucho respeto, y en seguida apareció el gigante, que cogió de la mano a la joven diciéndole que allí lo iba a pasar muy bien; le dio al leñador otra bolsa, más grande aún que la del día anterior, y desapareció, dejando al otro solo y muy triste que se volviera a su casa.

Se abrió la tierra para dar paso al gigante, y así llegó este a un palacio muy grande y muy bonito que tenía; dejó a la joven en una sala magnifica y muy bien puesta, y le dijo:

―Nada te faltara aquí mientras seas buena. Toda esto es tuyo, y tú eres la única que aquí manda: cuando quieras algo, pídelo en voz alta, y tendrás todo cuanto desees. Yo te haré compañía por las noches, y todo el día estarás sola; pero hay tantas cosas que ver, que no te aburrirás. Toma esta sortija ―añadió dándole un precioso anillo que él mismo puso en el dedo de la joven― y guarda cuidadosamente esta llave, que es de un cuarto que tú no puedes ver, y debes no hacer nada por verlo, pues yo lo sabría y te sucedería una desgracia.

Después de esto desapareció. Cuando se quedó sola, la joven empezó a registrar la casa, y cada cosa que veía le gustaba más y más, como no podía ser menos, estando acostumbrada a la cabaña tan pobrecita en que hasta entonces había vivido. Cuando tuvo hambre se acordó de lo que le había dicho el gigante, y gritó:

―¡Quiero comer!

Y en el mismo instante apareció una mano negra, que no se sabía si pertenecía o no a algún cuerpo; puso una mesa muy limpia y la llenó de manjares sabrosos. Cuando la vio puesta, se sentó a comer la joven, y así que acababa un plato lo retiraba la mano negra y ponía otro en su lugar. Después que comió, pensó ella abrir el cuarto misterioso; pero como se lo había prohibido tanto el gigante, no se atrevió a hacerlo, y quedó muy disgustada. Cuando se hizo de noche pidió luz, y la misma mano negra la encendió. A poco vino el gigante y le dijo:

―¿Estás contenta?

―Sí.

―¿Has hecho lo que te he dicho?

―Sí.

―Entonces, dame la mano y seremos amigos si haces lo mismo todos los días.

Ella le dio la mano, y el gigante, sin que la joven lo notase, le miró la sortija y se puso muy contento, pasando a su lado toda la noche muy cariñoso y complaciente. Al otro día, en cuanto amaneció, se levantó y se despidió de ella, haciéndole las mismas advertencias que el día anterior.

―No hagas nada por ver el cuarto que está cerrado con esta llave, porque si lo vieses yo lo sabría y te sucedería una desgracia.

Después de lo cual desapareció, sin que, como el día anterior, pudiese verse cómo ni por dónde.

Las palabras del gigante no hacían más que excitar la curiosidad de la joven, que quería saber lo que había en aquel cuarto tan misterioso. Mucho tiempo estuvo queriendo y no queriendo abrirlo; pero, por fin, después de mirar toda la casa sin que encontrase a nadie, se dijo:

―Nadie se lo podrá decir; voy a ver lo que hay en ese cuarto. Estaré un momento nada más, y saldré en seguida.

Y dicho y hecho; fue al cuarto en que le habían prohibido entrar, lo abrió con la llave que tenía en la mano, y entrando, vio en medio de él una especie de pozo; se acercó, pero en seguida se hizo atrás horrorizada. En aquel pozo había tal cantidad de cuerpos humanos despedazados y llenos de sangre, que casi se tocaban con la mano. Al inclinarse sobre ellos se le cayó la sortija que el gigante le había puesto en el dedo, y aquí fueron sus apuros. ¿Qué le diría al gigante cuando viniera y le preguntara lo que había hecho de su anillo? Muy repugnante era para ella el pozo, pero, hacienda un esfuerzo, logró coger la sortija, y salió corriendo del cuarto, volviéndolo a cerrar cuidadosamente. En cuanto llegó a su cuarto miró la sortija y la vio manchada de sangre, se puso a limpiarla con ahínco, pero, por más que la restregaba, la mancha de sangre no desaparecía; por el contrario, brillaba cada vez más. Limpiándola estaba todavía cuando llegó el gigante; sacando fuerzas de flaqueza, fue ella a recibirlo; pero apenas noto su turbación, le miró la sortija y, poniéndose muy furioso, le dijo:

―¡Ah! ¿Conque has entrado en el cuarto, a pesar de habértelo yo prohibido? Bueno, pues ya verás lo que te pasa.

Y arrastrándola tras de sí, se la llevó al cuarto donde estaba el pozo, la mató sin hacer caso de sus gritos y, despedazándola luego con un hacha, arrojó al pozo sus restos ensangrentados.

Otro día, el leñador vino al campo y, llegando a la col, tiró suavemente de sus hojas. Se presentó en seguida el gigante, que le pregunto:

―¿Qué quieres?

―Nada, señor ―le contesto el buen hombre con mucho respeto―, venía a que me dijera usted si está contenta mi hija.

―Muy contenta, y muy satisfecha, y le va muy bien; pero a veces se pone triste, porque echa de menos a su hermana; si quisieras traer la segunda, estarían aquí muy bien, y serían muy felices viviendo juntas.

―Bueno, señor, pues ya que ese es su gusto, mañana se la traeré.

Despidiose el buen hombre del gigante, que le dio una bolsa de dinero llena como las anteriores, y se fue para su casa a decide a su segunda hija el deseo de su hermana. Al otro día, a la hora marcada, se presentó el gigante, y dándole otra bolsa de dinero al leñador se retiró con la segunda hija, a la cual le dijo en cuanto estuvo en el palacio:

―Mira, no preguntes por tu hermana, porque la he matado yo por desobedecerme, y lo mismo haré contigo si no haces lo que te mando. En cambio, si me obedeces, serás completamente feliz conmigo, que pasaré fuera de casa todo el día, y solo vendré por la noche. Cuando tengas hambre o sed o quieras algo, pídelo, y en seguida tendrás cuanto desees.

Después le entregó, como había hecho con su hermana, el anillo y la llave, y le dijo que la única condición que le ponía es que no tenía que abrir el cuarto de cuya puerta era aquella llave; y con esto se retiró, dejando a la joven muy amedrentada.

Pasó el día ocupada en ver el palacio, y cada vez que quería alguna cosa la pedía, y enseguida se la daba una mano negra que aparecía, sin saber cómo ni por dónde, y lo mismo se retiraba después de servir lo que le pedían. Cuando vino el gigante, le preguntó si había cumplido sus órdenes, le miró el anillo, y estuvo muy contento y cariñoso con ella, despidiéndose al otro día en cuanto amaneció, y repitiendo sus advertencias.

Pero apenas se vio sola la joven, que ya había pasado todo el día anterior muerta de curiosidad, sintió el mismo deseo que su hermana de ver qué era aquello que estaba tan escondido y que ella no podía mirar. Ella también se dijo, ni más ni menos que su hermana mayor:

―Nadie se lo podrá decir. Voy a ver lo que guarda en ese cuarto. Estaré un momento nada más, y me saldré en seguida.

Y dicho y hecho; fue al cuarto, lo abrió, y le sucedió lo mismo, lo mismo que le había sucedido a su hermana: al inclinarse horrorizada al pozo, se le cayó la sortija, que con mucho trabajo pudo recoger, aunque manchada de sangre, sin que luego, restregándola mucho, pudiera conseguir otra cosa que dar mayor brillantez a la mancha del anillo. Cuando vino el gigante, no hizo más que verle la cara tan pálida que tenía, mirarle la sortija, y exclamar, dando muchos gritos:

―¡Ah! ¿Conque has entrado en el cuarto, a pesar de lo que yo te había dicho? Pues sufrirás la misma suerte que tu hermana.

Y llevándola a rastras al cuarto donde estaba el pozo, la mató, destrozándola luego y echando al pozo sus pedazos.

Al otro día vino el leñador a saber cómo estaban sus hijas; tiró suavemente de la col, y se le apareció el gigante, que le preguntó qué quería.

―Nada, señor, venía a ver si me decía usted cómo están mis niñas.

―Pues muy bien, hombre, muy bien; ¿cómo quieres que estén si no les falta de nada, y todo es suyo en mi palacio? Únicamente, ahora que están juntas las dos, echan mucho de menos a su hermana, y pensando en ella están tristes muchas veces. Si tú quisieras traerla, aunque no fuera más que una temporada, no faltaría nada a su felicidad.

Mucho sintió el pobre viejo perder también a la única hija que le quedaba; pero pensó que mejor estaría en el palacio del gigante que en su casa, y se comprometió a llevársela al otro día a la misma hora, retirándose luego con otra bolsa llena de oro que le dio el gigante. Al siguiente día, a la hora marcada, se presentó el leñador con su tercera hija, y coma las otras veces, llamó al gigante, que le dio otra bolsa de dinero y desapareció con la joven.

Luego que el gigante se vio solo con ella en el palacio, le hizo las mismas recomendaciones que había hecho a sus dos hermanas, le entregó la llave y el anillo, y se retiró, despidiéndose hasta la noche.

Era la tercera hermana más curiosa todavía que las dos mayores; pero era más lista que ellas: así que decidió visitar en seguida el cuarto misterioso; pero, habiéndole chocado el empeño del gigante en que no se quitase el anillo, empezó por quitárselo y dejarlo sobre una mesa; después abrió el cuarto y vio el pozo lleno de pedazos de seres humanos, entre los cuales reconoció a sus dos hermanas. Luego que se le pasó el susto, salió corriendo del cuarto, cerró otra vez con la llave, volvió a colocarse la sortija en el dedo, y empezó a recorrer las demás habitaciones del palacio, siendo servida, en todo cuanto deseaba, por la mano negra, tan solícita con ella como con sus hermanas.

Cuando llego la noche, vino el gigante y la miró con desconfianza, pero la vio tan tranquila, que no sospechó nada; le miro la sortija, y al verla tan limpia y reluciente coma él se la había entregado, se puso muy contento y estuvo muy cariñoso con ella.

―Veo que eres buena ―le dijo―, porque me has obedecido, y si sigues así, verás qué felices vamos a ser.

Así vivieron muchos días. De cuando en cuando, venía el leñador a preguntar por sus hijas, y siempre salía el gigante muy alegre, le daba más dinero, y le ponía contento contándole lo felices que eran sus hijas en aquel palacio tan hermoso. Cuando salía, la joven iba muchas veces al cuarto para ver a sus hermanas, pero siempre tenía la precaución de quitarse la sortija antes de entrar, así que nada conoció el gigante.

Pero he aquí que, un día que lo hizo, vio en aquel cuarto tan horrible una puertecita entreabierta. Como no tenía miedo a nada, pasó adelante y encontró una habitación lujosamente alhajada, donde había un lecho magnifico. En él dormía un joven muy hermoso, cuyo pecho era un río, en el cual había muchas lavanderas lavando vedijas de lana, muy atareadas, y que no hicieron caso de ella. Quedose suspensa la joven, y se estuvo allí gran rato cautivada por la belleza del joven dormido. Cuando calculó que era hora de que el gigante viniera, salió de prisa, prometiendo volver al otro día, como lo hizo, y lo mismo el otro, y el otro, y así muchísimos días. El gigante estaba cada vez más contento y cariñoso, y no sospechaba nada.

Pero una mañana entró la joven y, como de costumbre, se puso a mirar al joven dormido, cuando vio que a una de las lavanderas se le escapaba de entre las manos una vedija, que el agua llevaba río abajo sin que ella lo notase. Asustada, dio un grito, y en el mismo momento se sintió un gran temblor en el palacio, desaparecieron el río y las lavanderas, y el joven, despertado con sobresalto, se puso en pie. Yendo hacia la joven, le dijo con mucha tristeza:

―¿Que has hecho, desgraciada? Yo soy el gigante, que estaba aquí encantado. Tu prudencia me iba a desencantar y mañana hubiéramos podido salir de aquí felices para siempre; pero el grito que has dejado escapar me obliga a matarte, o a volver a ser encantado no se sabe hasta qué día. Sin embargo, te he tomado tanto cariño, que no tengo fuerzas para matarte. Vivirás, y yo no me desencantaré.

Y coma ella lloraba mucho, la consoló diciendo que le olvidase. La llevó luego junto al pozo, fue juntando cuidadosamente los pedazos de personas que en él había, y una a una fue devolviéndolas a la vida, dándoles con un ungüento. Cuando todas estuvieron resucitadas, las llevó fuera del palacio subterráneo y, echando una mirada muy triste a la joven, se volvió al seno de la tierra, mientras ella con sus compañeros y sus dos hermanas iban por el campo adelante, todos muy alegres, menos la hija menor del leñador, que en toda su vida pudo olvidarse de aquel joven tan hermoso. Ya no volvió a saberse del gigante, y la col desapareció del campo, sin que la joven la pudiese encontrar por más vueltas que dio para buscarla durante toda su vida.

 


Chico azul, verde y rojo

Reescritura del cuento:"La mano negra", de Antonio Rodríguez Almodóvar (ed.) (2009). En Cuentos al amor de la lumbre. Tomo I (pp. 136-146). Alianza.

 

 “Chico azul, verde y rojo”.

 

Esta historia comienza así

con mucho frenesí

Cuando Mara sale a leer

sola al atardecer

 

El libro se le cayó

y él lo recogió

El chico de azul

no parecía tener ningún tabú

 

Al segundo día

Mara sigue su travesía

Y en su sitio de costumbre

ve un libro atado, que de un lazo presume.

 

Su color azul y una tarjeta

ayudan a que caiga en cuenta.

Era un regalo de aquel chico

tan amable y precavido.

 

A lo lejos divisó

y ella saludó.

Y se dispuso a leer

la tarjeta de buen ver.

 

¡No leas la última página!

Advertían sus palabras.

Mara le contaba a sus hermanas

una vez volvía a casa.

 

Al siguiente día

ella andaba con alegría.

Y otro libro verde

le devolvió las ganas de verle.

 

Él no apareció

y eso a Mara no le gustó.

Con muchas ganas quiso ver

las páginas que no debía leer.

 

Aunque de nuevo la advertencia

resaltaba con más fuerza.

¡No leas la última página

si no quieres que enfurezca!

 

A la mañana siguiente

él estaba ahí presente

para ofrecerle el libro

de color rojo vivo.

 

Tras unas palabras y un abrazo

Él se despide sin causar rechazo.

Mara continúa su lectura

cuyo final espera con locura.

 

Pasado un rato

decide echarle un vistazo.

Nombres tachados y marcados

leía Mara sin entusiasmo.

 

Su nombre encontró

sin ningún tachón.

¿Seré yo?

Se preguntó.

 

Al instante llegó el chico

dirigiéndose sin regocijo.

De un tirón le quitó

el libro con desilusión.

 

Mara enfurecida

quiso irse enseguida.

Pero él se lo impidió

y de una mano le apretó.

 

Mara asustada

divisó a sus hermanas

que andaban preocupadas

por la ausencia de su hermana.

 

Él, derrotado y sin salida

fue detenido en la avenida.

Y Mara regresó

con una gran lección…

 

Moraleja:

Si le das la mano a un extraño

este puede hacerte daño.