Estreno III
Otra vez el reloj. Es absurdo tratar de evitar lo irremediable y sé que dentro de treinta y cinco minutos, Adolfo, nuestro eficiente regidor, querrá verme ya en el escenario aunque hoy empecemos más tarde que de costumbre. Por regla general, cada día concedemos al público, y a nosotros mismos, cinco minutos más antes de comenzar, llamados «de cortesía», para que apaguen los móviles, las alarmas de sus relojes, desenvuelvan el penúltimo caramelo (el último suele consumirse en plena función acompañado del consabido ruido al desenvolverlo que suele sentarnos a los que estamos en el escenario como una patada en el estómago).
Mientras, de telón para adentro, los intérpretes comprobamos que no nos falta el pañuelo de bolsillo, que la disposición de objetos en la escena es la de siempre y nos cercioramos de algunas cosas más totalmente dispares e inexplicables: la arruga en el pantalón, el brillo de los zapatos, la botellita de agua situada, estratégicamente, entre cajas de la que damos un traguito justo antes de salir a escena y que es un seguro de supervivencia cuando se te seca la boca durante la representación y la saliva huye Dios sabe dónde.
Esos cinco minutos hasta que el regidor llame suavemente a la puerta de mi camerino y diga: «Primera: treinta minutos para empezar» resultan siempre eternos. Desde que he perdido vista (la edad, ya se sabe) acostumbro a utilizar lentillas en escena y por si surge alguna dificultad imprevista suelo ponérmelas antes de que den la primera, el primer aviso. Hasta hace pocos años los avisos de los treinta, quince y hora en punto se anunciaban por medio de timbrazos, unos timbrazos de sonido obsceno que atronaban los pasillos de camerinos y que también oía el público en el hall y en todo el patio de butacas. Luego pasaron a ser voces femeninas o masculinas grabadas las que avisaban al público del tiempo que faltaba para comenzar el espectáculo mientras que en los camerinos se oía por medio de megafonía interna la voz del regidor de escena susurrar idéntica cantinela por el micrófono de órdenes. Cuando, como en este caso, quienes representamos la obra solo somos dos, el regidor llama a las puertas de nuestros camerinos. Recuerdo que, cuando era niño, el escenario de un teatro y los pasillos interiores que daban acceso a él eran, antes de empezar la obra, un hervidero de gentes porque las compañías podían llegar a tener diez o doce integrantes como mínimo.
Además, en el escenario había tramoyistas encargados de cambiar las decoraciones cuando el caso lo requería; podían ser cuatro o cinco sin incluir al maquinista de la compañía, que les indicaba dónde iban las partes del decorado que remplazaba al utilizado en el primer acto cuando la obra requería cambio de decoración entre acto y acto; en el telar, si había que subir telones o decoraciones, también se repartían cuatro o cinco tramoyistas.
Eléctricos, en cambio, eran pocos, como mucho dos. Manejaban un humilde cuadro de luces de palancas que, generalmente, se encargaba de iluminar de manera precaria el decorado y a los actores. Dos familias de luces formaban el austero esquema de iluminación: las diablas y la batería, a veces reforzadas por algún foco de pequeño voltaje que alumbraba los forillos de fondo o las cajas.
La iluminación de los escenarios era tan rudimentaria que se limitaba a la utilización de colores vivos: blanco, azul y rojo en forma de bombillas que, colocadas en las diablas y las candilejas, envolvían los decorados y a los personajes de un peculiar halo luminoso indefinido. Los cortes de luz eran frecuentes y había lugares que, a pesar de tener grupos electrógenos, no podían utilizarlos por falta de combustible.
Si el corte de luz se prolongaba inquietantemente, un actor de la compañía dotado para contar historias o chistes (siempre había alguno) se dirigía al publico, les explicaba que aquello podía alargarse un buen rato y se arrancaba con su repertorio de chistes o chascarrillos, naturalmente cada uno de ellos cuidadosamente escogido porque la censura actuaba en todas partes y su intervención podía costarle una sanción a la compañía. El éxito completo: sin luz y multados.
Los teatros acumulaban, al menos en el escenario, gran cantidad de madera, además de la estructura básica construida en el mismo material: telar, piso y dependencias, de forma que en muchos de ellos se posicionaban en el escenario dos o tres bomberos convenientemente equipados. Era fascinante verlos con sus trajes azul oscuro y sus cascos en aquel mundo que no era el suyo formando parte del envoltorio escénico que el público nunca veía.
En aquellos viejos telares llenos de polvo se conservaban carteles y programas de épocas pasadas que coloreaban las sucias paredes. Junto al escenario, en dependencia aneja, se encontraba el almacén de atrezo donde se podían encontrar los objetos más insospechados, que casi nunca se utilizaban en las obras que se representaban, pero cuyo valor como antigüedades era indiscutible e incalculable: sillas modernistas, espejos preciosos, armaduras, espadas, pollos de cartón, ristras de chorizos del mismo material o de trapo, cajas y cajitas de todas las épocas y condiciones, cerillas, cantimploras, quinqués, muñecos, mesas de todos los tamaños… Lo cierto es que era un lugar fascinante, polvoriento y atiborrado de objetos deteriorados muchos de ellos.
«Buenas tardes, treinta minutos para empezar», oigo decir al regidor al otro lado la puerta. Ha llegado el momento de iniciar el ritual de despojarse de la ropa de calle y habituarse al vestuario del personaje. Lo primero que hago es descalzarme. Hay suelos de camerinos imposibles: son de cerámica y el frío en invierno es insoportable. Los de este teatro están recubiertos de moqueta, una moqueta gris que preserva los pies del desagradable contacto con el suelo de baldosas. Enciendo las luces del tocador y apago los neones del techo. Detesto esa luz fría e impersonal. Las bombillas que enmarcan el espejo crean un ambiente de calidez tranquilizadora. Poco a poco se inicia la metamorfosis: cuando den el segundo aviso, es decir, la señal de que faltan quince minutos para empezar el espectáculo, debo estar listo para salir a escena. Los minutos siguientes son tiempo en blanco: beber agua, mirarse al espejo, retocarse el pelo, más bien escaso, repasar alguna frase envenenada del texto en la que siempre uno se «cae», olvida y puede llevar al desconcierto, recordar aquellos escenarios de la infancia…
Cuando mi familia estaba en la compañía de Catalina Bárcena, una de las cosas que más me gustaban era ayudar torpemente a desmontar los decorados, es decir, a separar el papel o la tela de los decorados fijada a los largos listones de madera propiedad del local. Aquellos decorados iban sujetos a los listones por medio de tachuelas que había que quitar una a una con las orejas del martillo. Era casi una prueba de velocidad y destreza porque las tachuelas debías recogerlas con tu mano izquierda y depositarlas en la bolsa de tramoyista que te ceñías a tu cintura.
Manolo Llorente, el bondadoso maquinista de la compañía, me proveía de un martillo y una bolsa para depositar las tachuelas. Aprendí rápidamente; como mis padres estaban ocupados cerrando los baúles, no me controlaban y me lo pasaba en grande. Adquirí una gran destreza y se me daba muy bien aquella tarea; una vez separada la tela o el papel de los listones, había que doblar cuidadosamente el decorado como si se tratase de un cartel enorme guardando siempre el mismo sentido. Aquello también me entusiasmaba.
A veces podía ayudar hasta el final del desmontaje, pero otras aparecía mi padre en el escenario y me ganaba una merecida bronca porque aquel trabajo implicaba riesgos: clavarte una punta, un clavo oxidado o cualquier astilla en las manos o en los pies significaba una inyección antitetánica. Mi padre siempre sacaba a colación el tema del tétanos y las terribles inyecciones. Aquello me asustaba unos días pero volvía a las andadas en cuanto podía. Se corría igualmente el riesgo de que un decorado te cayera encima o varas de los telares, algún contrapeso, pero nunca presencié ningún accidente.
También ayudaba a echar el telón al final de la representaciones, aunque para ello debía hacerme amigo del telonero y en algunos sitios eran personajes hoscos a los que no les hacía ninguna gracia que un mocoso como yo los estorbase en su trabajo, pero eran los menos. Me agarraba de la cuerda de bajada y con mi escaso peso aligeraba algo la fuerza que aquel hombre había de hacer para subir el contrapeso.
En 1954 la compañía del Infanta Isabel actuaba en el teatro Príncipe de San Sebastián. Aquel teatro me gustaba mucho por varias razones: estaba muy próximo al Paseo Nuevo, es decir, al mar; enclavado en la zona vieja de la ciudad, y desde la plaza de San Telmo que se abría frente a la puerta de salida de actores unas escalinatas, vecinas al museo, te ponían en unos minutos en la subida al monte Urgull, el monte de mi infancia, desde el que se veía la línea del horizonte, toda la ciudad a tus pies, el mar rugiendo en las rompientes.
El monte Urgull era y es un monte singular al que hace muchos años que no subo; encerraba un romántico cementerio inglés de la guerra napoleónica. En los años cuarenta la montaña estaba coronada por un extraña edificación que le confería el aspecto de un patíbulo y que formaba con las ruinas de fortificaciones dispersas por las laderas un conjunto armónico y tétrico. Un verano, al llegar a la ciudad, descubrí con horror que en la cumbre habían levantado un monumento a Cristo, tan feo como pretencioso que dominaba la ciudad bendiciéndola. La iglesia española siempre presente para todo, hasta en la estética de un monte. Y destruyendo.
Por las tardes en aquellos jardines de San Telmo jugaba la chiquillería. Por la noche, iluminados por las farolas, los jardines y la amplia explanada que se abría frente al museo eran exclusivamente míos y por ellos correteaba con una pelota, jugaba con chapas de bebidas embotelladas o simplemente me sentaba en un banco a mirar las estrellas mientras mi familia actuaba en la función de noche que terminaba sobre la una de la madrugada. No puedo describir la sensación de libertad que sentía en aquel paraje solitario que se convertía en un universo de imaginación para mí. No recuerdo que lloviese ningún día de los que estuvimos en San Sebastián aquel año o no quiero recordar si llovió, no sé.
El caso es que ese verano de 1954, a finales de julio, se representaba en función de tarde una obra de Benavente en el teatro Príncipe, y yo, como siempre que podía, me empeñé en ayudar a bajar el telón al finalizar el espectáculo. Pero ese día era especial: asistía a la representación nada menos que Carmen Polo acompañada de su corte de amigas, aduladores y guardaespaldas. La doña ocupaba, como siempre, un palco platea y, como siempre, todas las entradas que se ponían a su disposición eran gratuitas, faltaría más, o sea que a sus muchas virtudes acumulaba la de gorrona de mucho cuidado a la que había que obsequiar, además, con bombones y flores ya que un par de días antes se recibía una carta de la casa civil de Franco sugiriéndolo así. Vamos, una desvergüenza notable. En la carta también se indicaba que en cualquiera de los entreactos la señora podía requerir la presencia de la primera actriz para saludarla en su palco. Sin comentarios. Esto que relato es totalmente cierto porque en 1968 me ocurrió a mí también en La Coruña, donde representaba una obra que acudió a ver la madama con el mismo desvergonzado protocolo.
Como decía aquella representación del verano de 1954 era especial por las circunstancias que indico pero allí estaba yo para ayudar a bajar el telón. Sonaron los aplausos finales y se iluminó la bombilla roja que indicaba que el telón debía bajar; este empezó a hacerlo, pero enseguida el maquinista que lo manejaba y también yo notamos algo raro, parecía que algo se trababa justo en su mitad y entorpecía su bajada; el hombre miró por la embocadura, yo también: algo sujeto al telón impedía que bajara con normalidad: vislumbré una extraña bandera medio desplegada que se había enganchado en uno de los pliegues del telón. El maquinista me gritó: «Vete de aquí, corre, vete a los camerinos», mientras trataba con todas sus fuerzas de bajar el telón ayudado por otro compañero que corrió en su ayuda.
Los camerinos ocupaban la parte trasera del escenario y formaban una especie de pequeña corrala; apenas había llegado a la puerta que se abría a ellos cuando vi y oí entrar en el escenario, pistola en mano, a policías de paisano y de uniforme que corrían por todo el espacio escénico acorralando al personal en un rincón mientras otros rodeaban a los actores. Yo me pegué a la puerta. Poco después dejaron a los intérpretes dirigirse a sus camerinos. Durante más de una hora retuvieron a los técnicos tratando de encontrar al responsable que había enganchado en el telón una ikurriña, aquel trozo de tela que impedía su bajada. También interrogaron a los miembros de la compañía.
Aquella noche tuvieron que cenar deprisa y corriendo porque los retuvieron un buen rato acabada la función de tarde. Durante la de noche pregunté tímidamente a mi amigo maquinista qué había pasado y él fue quien me dijo que alguien había colgado una bandera vasca en el telón como protesta contra Franco. Yo no entendí bien entonces las palabras de aquel hombre, aunque años más tarde todo quedó claro. Recuerdo muy bien aquel momento en que la policía entró en el escenario blandiendo las pistolas. Creo que ese día supe lo que era el miedo. Creo que ese día algo me dijo que había otros mundos posibles que estaban en este mundo…
PUBLICADO EN
Emilio Gutiérrez Caba, El tiempo heredado, Madrid, Aguilar, 2019
(SE DIFUNDE POR CORTESÍA DEL AUTOR)