COVID-19: riesgo global, multilateralismo y nuevos “pactos verdes”
La COVID-19 ha puesto de manifiesto la necesidad de una cooperación internacional y un multilateralismo eficaz que guíe la hoja de ruta de cada país a la hora de tomar medidas contra la expansión del virus. De lo contrario estaremos ante un panorama -el actual- marcado por la desigualdad entre países. Hoy se cumplen seis meses desde que la OMS declarase esta situación como pandemia y José Antonio Sanahuja, Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid analiza cómo esa falta de coordinación entre países ha favorecido la propagación de este riesgo global.
Seis meses después, la pandemia demanda más cooperación internacional . / Fernando Zhiminaicela.
Según el sociólogo alemán Ulrich Beck, fallecido en 2015, la globalización define una situación paradójica en la que, por un lado, habría mayor conectividad e interdependencia, que reduce las capacidades de acción de unos Estados-nación aún anclados en la concepción tradicional de la soberanía. Por otro lado, emerge un amplio espacio transnacional sin instituciones y marcos regulatorios adecuados, y sin los necesarios mecanismos de gestión de las externalidades propias de ese proceso.
La tesis de la sociedad del riesgo global de Beck se centraba en esa contradicción: ese proceso generaba nuevos riesgos no asegurables, situados más allá de la capacidad estatal para afrontarlos, mientras que se renunciaba a establecer mecanismos de gobernanza global que pudieran hacer frente a la incertidumbre inherente a estos riesgos, y, en tal caso, minimizar su impacto y mitigar el daño.
La sociedad del riesgo global, por ello, suponía asumir la “irresponsabilidad organizada”: se contaría con el conocimiento científico que informa respecto al riesgo y nos sitúa en un escenario de la incertidumbre y, al tiempo, se renuncia a la gestión o aseguramiento colectivo frente a esos riesgos con los recursos, políticas e instituciones necesarias. Ello, a sabiendas de que, de materializarse, no habría escapatoria, y sus consecuencias locales serían catastróficas. Para Beck, los riesgos globales implicarían una suerte de “cosmopolitismo forzoso”, o una realpolitik cosmopolita, asumiendo que las visiones clásicas de la política y de la seguridad “nacional” ya no serían aptas para la gestión de riesgos globales y serían necesarias normas e instituciones multilaterales, más allá del Estado nación, que situaran a estos en un marco de acción colectiva eficaz.
A partir de esta conceptualización de Beck, el trabajo COVID-19: Riesgo, pandemia y crisis de gobernanza global, publicado en el Anuario CEIPAZ 2019-20, analiza la crisis iniciada con la COVID-19 como una manifestación de un “riesgo global”. Como tal, su alcance sistémico parece responder más a la falta de preparación de los gobiernos, las sociedades y la respuesta multilateral, que al patógeno mismo, aun admitiendo las particularidades de este virus, más dañino cuando se manifiesta, y también más difícil de diagnosticar. Aún es pronto para hacer balance de las consecuencias de la pandemia a largo plazo, pero una de las lecciones más evidentes es que la resiliencia societal -es decir, la capacidad de prevenir, enfrentar y sobreponerse al riesgo- depende, en gran medida, de la cooperación internacional y un multilateralismo eficaz. Ello exige organizaciones regionales y globales efectivas, representativas, y más robustas, y una acción, en el nivel nacional, más coordinada y coherente con lo acordado en esos marcos compartidos.
Menos liderazgo económico, más desigualdad social
En el plano económico y social, nos encontramos ante una crisis sin precedentes: con un doble choque, de oferta y demanda, de duración incierta, del que no se podría salir con un mero “reencendido” de la economía. Exige aumentar el gasto sanitario y preservar los empleos y el tejido productivo con medidas a gran escala y concertadas globalmente. Al mismo tiempo, debe contribuir a una transición hacia un patrón de desarrollo más sostenible y equitativo.
Una de las características de la sociedad del riesgo global es la desigual distribución de los riesgos genrardos por vínculos transnacionales entre países, territorios y grupos sociales. La COVID-19 encuentra un mundo en el que la gobernanza económica global se ha debilitado a causa de disputas geopolíticas, del nacionalismo rampante y de la ausencia de liderazgo. La debilidad de la respuesta colectiva, en un sistema internacional muy asimétrico, deja en una situación más vulnerable a los países en desarrollo. A diferencia de la crisis de 2008, ahora el G20 no ha jugado un papel relevante y las respuestas se plantean en marcos nacionales. Estados Unidos puede recurrir al “privilegio exorbitante” de Bretton Woods y financiarse en su propia moneda a través de la Fed. En la Unión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) puede intervenir masivamente, existe el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), y, tras el importante acuerdo del Consejo Europeo de julio de 2020, se ha establecido un amplio paquete financiero y se avanza hacia la mutualización de deuda. Sin embargo, para los países en desarrollo no existe nada similar, salvo el recurso al Fondo Monetario Internacional (FMI), que supone un injusto estigma financiero; y, de manera más limitada, los fondos de los bancos multilaterales de desarrollo.
En muchos países en desarrollo, la COVID-19 representa una “tormenta perfecta” y puede dar lugar a un desplome económico y a crisis social sin precedentes, tal vez la peor en un siglo. La COVID-19 se abate sobre países con escasa resiliencia y graves desigualdades sociales, que la pandemia hace más agudas. Muchos países en desarrollo ya acumulaban déficits fiscales y por cuenta corriente, en un escenario económico internacional adverso por el menor crecimiento, las guerras comerciales y la caída de las exportaciones de materias primas. Años de políticas de expansión monetaria en los países avanzados favorecieron el fácil acceso al crédito y, con ello, el aumento de la deuda pública y privada, hoy un factor importante de vulnerabilidad.
Por todo ello, son pocos los países en desarrollo con la opción para lanzar grandes programas de estímulo fiscal. El margen de los bancos centrales y la política monetaria también es reducido, después de varios años de rebajas de los tipos de interés. La masiva fuga de capitales de los países emergentes desde el inicio de la pandemia ha presionado a la baja los tipos de cambio. Las agencias de riesgo han alentado ese proceso, al bajar la calificación de muchos países en plena crisis. Existe el riesgo, en suma, de que se vean afectados por nuevas crisis de deuda, que lleven a la aplicación de políticas de austeridad y al consiguiente aumento de la pobreza y la desigualdad, y al agravamiento de las fracturas sociales y políticas. Ello complica la formulación de un nuevo contrato social, y puede alentar el ascenso de fuerzas iliberales y de ultraderecha. En ese escenario, algunos actores externos pueden hacer un uso torticero de la ayuda bilateral o la financiación de contingencia como herramientas al servicio de la política de poder.
“Pactos verdes” contra la invasión de hábitats
Esta crisis también nace, en gran medida, de carencias y debilidades de un modelo de desarrollo con serias fallas en cuanto a inclusión social, oportunidad y respeto a los límites ambientales de la biosfera. Se trata, en particular, de una zoonosis que se inscribe en un patrón de largo plazo, y de tendencia creciente, de nuevas enfermedades que saltan de los animales al ser humano como resultado de la presión creciente sobre sus hábitats.
En el marco de ese gran compromiso multilateral que es la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, esta crisis debe verse como oportunidad para promover nuevos “pactos verdes”, que aseguren una transición justa hacia nuevos patrones de producción y consumo y un desarrollo global más inclusivo y sostenible.
Como indicaba Ulrich Beck, ante los riesgos globales, no se puede actuar con una mirada parroquial y el “nacionalismo epidemiológico” que ha brotado en esta pandemia, dado que la gobernanza global y la acción colectiva son la verdadera realpolitik, como imperativo de supervivencia, tanto en el plano sanitario como en el de la prosperidad compartida.
José Antonio Sanahuja es Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense y director de la Fundación Carolina. Asesor Especial para América Latina y el Caribe del Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad.
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