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Noticias - Cátedra Extraordinaria UCM «Drogas S.XXI»

Paracelso: ignorado por la prohibición

23 JUN 2014 - 10:08 CET

La política de fiscalización de drogas, iniciada a principios del siglo XX con el impulso solitario de EEUU, e impuesta al planeta con las Convenciones de Naciones Unidas de 1961, 1971 y 1998, se ha caracterizado por su fracaso: cada vez hay más drogas, más baratas, más disponibles y más peligrosas y su consumo crece sin freno. Además, la prohibición planetaria de las drogas se ha desarrollado desconociendo tres enfoques básicos: el de derechos humanos, el de salud pública y el de evidencia científica.

En lo que se refiere al último enfoque -el que preconiza que las decisiones tengan en cuenta los conocimientos científicos y el saber empírico- el desprecio es absoluto. La prohibición ha decidido que hay sustancias permitidas porque se consideran un alimento (el vino), un tónico (el café), un divertimento (el tabaco) o una medicina beneficiosa (los barbitúricos), mientras que otras –las drogas incluidas en los Tratados de fiscalización- han de prohibirse porque son dañinas siempre y en todo caso y no tienen ningún efecto beneficioso. Y bajo este paradigma acientífico se concluye que la hoja de coca es una droga, lo que no es en absoluto cierto, y que el cannabis es igual de peligroso que la heroína y que no tiene ninguna utilidad terapéutica, siendo falsas las dos cosas.

Se olvida con lo anterior el paradigma del “phármacon”, término griego ambivalente  que significa “droga”, o sea,  una sustancia que comprende a la vez la curación y mal,  el veneno y el antídoto, no una cosa o la otra, sino las dos a la vez. Homero, en la Odisea nos da cuenta de esa ambivalencia cuando explica que Helena de Troya, la hija de Zeus, conocía ciertas drogas producidas en las tierras fecundas de Egipto “cuyas mezclas sin fin son mortales las unas, las otras saludables”.

La misma idea es explicada por Paracelso  (Einsielden, Suiza, 1.493-Salzburgo, Austria, 1.541). Fue un adelantado a su tiempo, astrólogo y médico, científico del Renacimiento. Su nombre era Plilippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim; se opuso a la medicina  oficial, a Galeno, a Avicena y a Celso, de ahí el sobrenombre que, por oposición, adoptó: “Paracelsus”, o sea superior a Celso. Era experto en magia -que no  brujería-  y en alquimia, que no entendía como la transformación de metales innobles en oro y plata, sino como la creación de remedios contra las enfermedades. Fue  precursor de la farmacología, de la bioquímica y de la homeopatía. Rechazaba la idea de que la enfermedad fuese consecuencia de los desarreglos de los humores del cuerpo y que la solución fuesen las sangrías; consideraba que la enfermedad se generaba desde fuera del cuerpo y que debía ser tratada con minerales y plantas.

La idea de que las drogas, como tantas otras cosas, no son buenas o malas, en sí mismas, y de que el beneficio o el daño que generen depende de para qué se utilicen y en qué cantidad, ya fue puesta de manifiesto por Paracelso cuando decía que de cada cosa debe hacerse el uso para el que está destinada porque “nada es veneno, todo es veneno: la diferencia está en la dosis”; afirmaba también que “no hay sustancias tóxicas, sino solamente dosis tóxicas”; es decir, que solo la dosis hace el veneno (“Dosis sola facit venenum”). Fue el primero en preparar y usar láudano, una tintura de opio, como remedio contra el dolor: vino blanco mezclado con azafrán, canela, clavo y opio. Durante siglos, y hasta el XX, se siguieron utilizando y vendiendo en las farmacias distintas fórmulas de láudano. Paracelso rechazaba el uso indiscriminado de grandes cantidades de sustancias, que era lo normal en la medicina tradicional, y se empeñó en buscar el principio activo y el remedio específico, lo que actualmente está en la base de la farmacología y permite utilizar dosis correctas de sustancias eficaces  liberadas de lo inútil.

Que el opio o la morfina que de él deriva pueden curar o perjudicar, en función de para qué se utilicen y en qué cantidades se haga, parece más que evidente. Lo mismo puede decirse de cualquier otra sustancia: vino, antibióticos, cannabis, aspirina o viagra.

Todo lo anterior parece ignorarse por el sistema de fiscalización de drogas contenido en las Convenciones de Naciones Unidas y, particularmente, en la praxis que se ha hecho de ellas. Cierto es que estas Convenciones parecían encaminadas a garantizar el uso médico de todas las sustancias beneficiosas, pero la puesta en práctica de la prohibición ha ido por otro camino: represión del tráfico, erradicación de las plantas y castigo a los consumidores. A lo que deben añadirse los efectos secundarios de la prohibición: violencia, beneficios salvajes para el crimen organizado, corrupción, Estados arrodillados ante el poder del narco, relaciones internacionales viciadas por asimetrías, daños a la salud pública, cárceles llenas de consumidores y pequeños traficantes, necesidad de invertir enormes recursos en la guerra contra las drogas que se detraen de la educación o la sanidad, daños medioambientales, venenos hijos de la prohibición circulando por el planeta y cada vez más drogas descontroladas; y, al menos, un efecto secundario más, el que se refiere a cómo el sistema de fiscalización internacional dificulta o impide el derecho a acceder a los medicamentos esenciales. Basta recordar como en la Comisión de Estupefacientes de NU de 2010, Antonio M. Costa, entonces el Zar antidroga (Director Ejecutivo de la Oficina de NU para la Droga y el Delito), se refirió muy despectivamente a las reclamaciones de varias ONG encaminadas a hacer real el acceso de toda la población a los medicamentos esenciales; les espetó ser “defensores de las drogas” que buscaban aumentar la producción de opio, como “puerta trasera para la legalización”; les identificó como “gente de clase media que dicen que quieren promover la reducción de daños, pero que actualmente están promoviendo el consumo de drogas y que en realidad, son neo-colonialistas”. Con estos parámetros se ha gestionado en los organismos de NU dedicados a las drogas, la cuestión del acceso a los medicamentos esenciales, lo que entra en clara contradicción con las reclamaciones de la OMS que, por cierto, también pertenece a NU. La OMS lucha en varios frentes para conseguir que los fármacos fiscalizados que curan la enfermedad o evitan el dolor lleguen a todos: negocian con las farmacéuticas los precios e instruyen a los sanitarios sobre los beneficios del opio, combatiendo el miedo que algunos tienen a utilizarlo.

La OMS nos recuerda que en África, el 90% de los epilépticos no tiene acceso al fenobarbital que necesitan porque es una sustancia fiscalizada por la Convención de 1971; que la imposibilidad de conseguir oxitocina o ergometrina –también fiscalizadas- provoca al año 70.000 muertes en el parto; que el 79% de la morfina que se usa en el mundo, lo es en los países desarrollados y sólo el 6% en aquellos que están en vías de desarrollo. Muchos de los medicamentos esenciales contienen sustancias fiscalizadas que requieren, para ser utilizadas, de una autorización precedida de una compleja tramitación; y es  cierto, que muchos países no consiguen cubrir tantos requisitos de gestión –los que exigen los Convenios y los que se suman arbitrariamente en la práctica- y pierden la posibilidad de conseguir los medicamentos esenciales.

Estas que se han relatado, son las bases “científicas” del prohibicionismo -que se ha gestado con olvido de las enseñanzas de Paracelso- y la manera en que se impide que cada persona pueda curarse o aliviar su dolor con los remedios que la naturaleza y la ciencia nos ofrecen.

 

Araceli Manjón-Cabeza Olmeda

Directora de la Cátedra Extraordinaria UCM “Drogas siglo XXI”

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