Grupos de investigación

Annelisa Alleva

Annelisa Alleva nació en Roma, donde vive. Licenciada en Filologia rusa, estudió también en Leningrado, Praga y Varsovia.

Ha publicado los poemarios: Mesi (Centofiorini 1996); Chi varca questa porta (Il Bulino 1998); Lettera in forma di sonetto (Il laberinto 1998); Astri e sassi (Edizioni Arte 1999); Aria di cerimonia (Centofiorini 2000); L’oro ereditato (Il Labirinto 2002); Istinto e fantasmi (Jaca Book 2003); La casa rotta (Jaca Book 2010); Personaggi (Passigli 2018).

Su poesía ha sido traducida al inglés (Selected poems, Gradiva Editions, USA, 2020); en ruso (A memoria/Naizust’, Pushkinsky Fond, San Petersburgo 2016) y se está traduciendo otra colección poética suya en inglés, Dita di vetro/Glass fingers (Aragno 2022).

Sus poemas, ensayos, cuentos, memorias y entrevistas han sido publicados en italiano, inglés, francés, ruso, georgiano, portugués, macedonio, serbio, búlgaro, rumano, chino, en volúmenes antológicos y en revistas. Publicó el volumen de ensayos y recuerdos Lo spettacolo della memoria, Quodlibet 2013.Entre sus obras de traducción más importantes: toda la narrativa de Pushkin, en La figlia del capitano e altri racconti (Garzanti 2014), y Poesie d’amore e epigrammi, (editorial Andrej Olear 2018); la antología de diez narradores rusos contemporáneos Metamorfosi (Avagliano 2004); la antología de dieciseis poetas rusos contemporáneos, Poeti russi oggi (Libri Scheiwiller 2008), y Anna Karenina de Tolstoi, Mondadori 2009.

 

DESDE LA CALLE, LA LLUVIA

 

Desde la calle, la lluvia, siempre volvía a ti,

pero tú me dejabas en la puerta.

Entonces empecé a pensar en otra casa.

Como la tuya, sin embargo, debía tener el vientre amplio,

con muchos bolsillos para guardar cigarrillos,

hojas, bolígrafo, dinero en la misma chaqueta.

La ropa, por el antro abierto de la boca,

tenía que haberla retirado ya hace tiempo,

y la que quedaba estaba amarillenta por el humo.

Hubiera encontrado otras butacas suaves  

en las que abandonarme de vez en cuando,

pero siempre tenían que estar más cansadas

que mis rodillas. A un nuevo perchero

habría lanzado mis brazos, pero tenía que ser

lo suficientemente alto como para tumbarme entera, y firme

para soportar mis saltos. Las ventanas tenían que

mirar lejos y restituir el cielo con el azul.

Las cortinas tupidas. La luz hubiera pasado por las manos,

de piel transparente. Tan parecido a ti

tenía que ser mi amor, que una

vez más volví a ti, sin llaves.

 

DALLA STRADA, LA PIOGGIA

Dalla strada, la pioggia, sempre tornavo a te

ma tu mi lasciavi alla porta.

Allora cominciai a pensare a un’altra casa.

Come la tua, però, doveva avere il ventre ampio,

con tante tasche, da poter contenere sigarette,

fogli, penna, soldi nella stessa giacca.

La biancheria, dall’antro aperto della bocca,

doveva essere stata da tempo ritirata,

e quella rimasta era ingiallita di fumo.

Avrei trovato altre poltrone morbide

sulle quali abbandonarmi di rado,

ma sempre dovevano essere più stanche

delle mie ginocchia. A un nuovo attaccapanni

avrei proteso le braccia, ma doveva essere alto

quanto basta a stendermi tutta, e saldo tanto

da resistere ai miei salti. Le finestre dovevano

guardare lontano, e restituire il cielo con l’azzurro.

Le tende pesanti. La luce sarebbe passata dalle mani,

dalla pelle trasparente. Così simile a te

doveva essere il mio amore, che ancora

una volta tornai a te, senza le chiavi.

 

DESDE AQUÍ, DONDE LAS PUERTAS

 

Desde aquí, donde las puertas tienen pomos y no manijas,

el presente ha huido, reduciendo al silencio,

con la espalda contra la pared, el aplauso abierto de la alegría.

Entre los libros fluyen las ventanillas del tren

iluminadas, y las butacas –ni una palabra;

cerradas las notas, las almohadas todavía sin arrugar.

El reloj ha perdido las agujas, los prismáticos

agrandan los huevos de las molduras en el techo.

Antes de que el mar avance iré en busca

de conchas, las únicas que custodian en su interior l

a blanca cavidad de tus brazos. Son

pequeñas astillas; harán falta dos bolsillos

para recomponer en un mosaico tu eco.

 

DA QUI, DOVE LE PORTE

 

Da qui, dove le porte hanno pomi e non maniglie,

il presente è fuggito, riducendo al silenzio,

con le spalle al muro, l’applauso aperto della gioia.

Fra i libri scorrono i finestrini del treno

illuminati, e le poltrone – non una parola;

chiuse le note, i cuscini non ancora sprimacciati.

L’orologio ha smarrito le lancette, il binocolo

ingrandisce le uova degli stucchi sul soffitto.

Prima che il mare avanzi andrò in cerca

di conchiglie, uniche a custodire nell’interno

la bianca cavità delle tue braccia. Sono

piccole schegge; ne serviranno due tasche

per ricomporre in un mosaico la tua eco.

 

 

PRÓCIDA E ISQUIA

 

Llegamos a Prócida en barco  

al anochecer y alguien bajó,

pero nuestro destino era Isquia.

Murmuré en tu idioma

que esa no era nuestra isla,

pero me encantó la serie de palacios

color adelfa y albaricoque,

con plácidas lunas menguantes en los balcones.

Navegamos más lejos, y nos bajamos cuando era ya de noche.

En Isquia nos alojamos una semana,

frente al castillo de los sellos,

lamido por olas negras y verdes.

Vivimos esperando las fotografías

tomadas en casa. No querías volver.

Para ti Isquia siempre fue la isla feliz.

Pero yo quería el continente,

para hacer de la isla una vida.

Tú, una vez en tierra, te fuiste rápidamente.

Aquí estoy, después de años, en Prócida,

frente a Isquia, la isla feliz.

Aquí tendí y recogí la ropa.

Las olas de Prócida son mías,

como el cabello: las peino,

les doy la vuelta, y al son de su vaivén reflexiono.

Como peces, colecciono limones,

la miro en el espejo,

e Isquia me parece lejana.

Y sin embargo, cuando la veo de golpe entera,

con las nubes que la dominan

amontonadas como si fueran redes,

creo que esta es tu manera

de manifestarte, de redibujar la finitud en el aire.

Te confundí con una tierra, y eras el mar.

Fuiste el falso anclaje de una balsa arriesgada.

Ahora miro Isquia,

porque Procida me enseñó a contemplar.

 

 

PROCIDA E ISCHIA

 

Arrivammo a Procida col battello

al crepuscolo, e qualcuno scese,

ma la nostra destinazione era Ischia.

Borbottai nella tua lingua

che quella non era la nostra isola,

ma restai incantata dalla palazzata

color dell’oleandro e di albicocca,

dai placidi quarti di luna dei balconi.

Navigammo oltre, e scendemmo che era notte.

A Ischia restammo una settimana,

davanti al castello dei francobolli,

leccato dai neri e verdi flutti.

Vivevamo in attesa delle fotografie

scattate in casa. Non volevi tornare.

Per te Ischia restò sempre l’isola felice.

Io invece volevo la terraferma,

per fare dell’isola una vita.

Tu, una volta a terra, ripartisti in fretta.

Eccomi, dopo anni, a Procida,

davanti a Ischia, l’isola felice.

Qui ho steso e ritirato il bucato.

Di Procida le onde sono mie,

come i capelli: le pettino,

le rovescio, e al loro sciabordio rifletto.

Ne mangio i pesci, raccolgo i limoni,  

la osservo allo specchio,

e Ischia mi pare lontana.

Eppure, quando la vedo a un tratto intera,

con le nuvole che la sovrastano,

ammassate a imitazione delle reti,

penso che questa sia la tua maniera

di farti vivo, di ridisegnare in aria il finito.

Scambiavo te per una terra, ed eri mare.

Eri il falso approdo di una zattera arrischiata.

Ora guardo Ischia,

perché Procida m’ha insegnato a contemplare.

 

ISABELLA MORRA

 

«Este castillo que vio nacer vivir

y morir a la poetisa...»,

pero faltan las comas,

pues su vida vivió en un suspiro.

 

Tú, Isabella, al viento salvaje

le pedías un viaje a París.

A su silbar descarado oponías

orgullosos endecasílabos de doncella.

 

Como en el cuento de hadas de Perrault, para ti, Isabella Morra,

estaba prohibido usar solo una llave,

entrar solo en aquella habitación,

so pena: sangre. En cambio, abriste el amor.  

A ella, en el cuento, la salvaron sus hermanos; t

ú en ellos, con nombres shakesperianos,

encontraste a tus atroces guardianes.

Invocaste al padre, a su caballo, a su bote,

pero no respondió. No acudió, no levantó

con su rocín el polvo de las herraduras.

Nunca entendiste que él era tu Barba Azul.

 

Esta es la rendija, esta es tu vista.

Esta es la cornicabra, que en otoño

amarillea, y amarilleaba incluso entonces.

Esta es tu profunda, pequeña ventana.

Esta es tu herida, el agarre siempre

más apretado alrededor de tu voz.

Tu luz permaneció, no esas manos.

 

Los ladridos de los perros tenían que hacer eco,

el humo elevarse, las nubes emerger de las piedras

como sus arbustos incluso entonces

y ensombrecer el valle compitiendo con el Siri,

que era más potente y espumaba

alrededor de las piedras. Y la urraca era negra,

y así desafiaba al viento,

doblando las alas de la misma manera.

 

Tenías una audiencia de higos chumbos.

Con curiosidad escuchaban tus versos.

Aplausos de palmas sin dedos.

Caras sin narices, espejos mate, todos

los espejos de Isabella, día tras día.

Se negaban a reflejarte, los rebeldes.  

Multitudes de voces, de chismosos sonrientes

escondidos en mil poses. Provocativos,

amenazantes, con movimientos de karate,

como quien bromea. Multitudes de holgazanes.

 

De un alto monte desde el que se divisa el mar

a menudo miro yo, tu hija Isabella,

si aparece allí madera de nao

que de ti, Padre, noticias me traiga.

En la cumbre quiero recordarte,

alerta, firme, confiada y bella,

ojos entreabiertos por el viento.

Desaparece el horizonte, rápida carabela.

 

Había más hermanos Morra

que ríos en tu tierra.

Por sus venas, como Erinias,

fluía tormentoso el Sinni.

No conocían otro oficio

que el de ser tus carceleros.

Te mataron a ti y a Torquato,

y a Diego le hicieron una emboscada.

Pero las graves piedras de la culpa

tapiaron su vida durante mucho tiempo.

 

ISABELLA MORRA

 

«Questo castello che vide nascere

vivere e morire la poetessa...»,

ma mancano le virgole,

tanto la sua vita visse d’un sol fiato.

 

Tu, Isabella, al vento selvaggio

chiedevi un viaggio a Parigi.

Al suo fischiare scomposto opponevi

fieri endecasillabi di fanciulla.

 

Come nella fiaba di Perrault, a te, Isabella

Morra, era proibito usare solo una chiave,

entrare solo in una certa stanza,

pena: il sangue. Invece schiudesti l’amore.

Lei, nella fiaba, fu salvata dai fratelli;

tu in loro, dai nomi shakespeariani,

trovasti i tuoi guardiani efferati.

Invocavi il padre, il suo cavallo o battello,

ma lui non ti rispose. Non accorse, non usò

da messo il polverone degli zoccoli ferrati.

Mai capisti che era lui il tuo Barbablù.

 

Questa è la feritoia, questa la tua vista.

Questo il terebinto, che d’autunno

ingiallisce, e ingialliva anche allora.

Questa la tua profonda, piccola finestra.

Questa la tua ferita, la stretta sempre

più stretta attorno alla tua voce.

È rimasta la tua luce, non quelle mani.

 

Il latrato dei cani doveva echeggiare,

il fumo salire, le nuvole spuntare dalle pietre

come i suoi cespugli anche allora

e adombrare la valle gareggiando col Siri,

che era più potente e schiumeggiava

intorno ai sassi. E la gazza era nera,

e così sfidava il vento,

incurvando alla stessa maniera le ali.

 

Avevi un tuo pubblico di fichi d’India.

Curiosi ascoltavano i tuoi versi.

Applausi di palmi senza dita.

Facce senza nasi, specchi opachi, tutti

gli specchi d’Isabella, giorno dopo giorno.

Rifiutavano di rifletterti, i ribelli.

Folle di vocianti, di pettegoli ghignanti

nascosti in mille pose. Provocanti,

minacciosi, con mosse di karate,

tanto per scherzare. Folle di uggiosi.

 

Dun alto monte onde si scorge il mare

miro sovente io, tua figlia Isabella,

s’alcun legno spalmato in quello appare,

che di te, padre, a me doni novella.

Sulla cima ti voglio ricordare,

vigile, ferma, fiduciosa e bella,

gli occhi socchiusi dal vento. Scompare

l’orizzonte, veloce caravella.

 

Erano più i fratelli Morra  

che i fiumi della tua terra.

Nelle loro vene, come Erinni,

scorreva tempestoso il Sinni.

Non sapevano altri mestieri

che quello di farti da carcerieri.

Uccisero lesti te e Torquato,

e a Diego tesero un agguato.

Ma i sassi grevi del rimorso

ostruirono a lungo il loro corso.