Algunos poemas de Y se llamaban Mahmud y Ayaz
Y se llamaban Mahmud y Ayaz,
y tenían tan solo 17 años,
y fueron ahorcados un 19 de julio.
No lo olvidemos.
Su historia debía haberse escrito
con otros titulares, con otras fotografías.
Pero no fue así.
Llegaron llorando a la plaza.
En la furgoneta de su angustia,
llorando las lágrimas que no derramarán de viejos.
(Como tantos otros, yo he visto las fotografías).
Y llegaron como dos cachorros asustados,
temblando entre el frío de tantas miradas,
ante el abismo del final de su vida
antes incluso de haber intentado imaginarla.
Y tú siempre me decías:
“Llegará un día en que nuestras manos
no tengan que esconderse bajo las mesas,
en que no sea necesario mentirse
y quedar encadenados por anillos de bodas
y por contratos forzados y por banquetes de hiel”.
Dos jóvenes.
Perseguidos en sus miradas.
Espiados en sus susurros.
Asesinados por su deseo.
¿Por qué se ha detenido nuestro tiempo?
¿Por qué el polvo de las aceras
llena de dudas mis pasos,
esos en los que busco tus huellas,
esas que se evaporan con el soplo
cotidiano de las citas y de los atascos?
Desierto con semáforos y pasos de cebra.
Ciudad sin fronteras ni horizontes.
Semilla sin tierra y tierra sin el mar de tu sonrisa.
Fueron necesarios cuatro brazos
y una soga ajena de su cobardía.
Fueron necesarios dos hombres
que escondieran sus corrompidos gestos
tras el anonimato de un pañuelo.
Fue necesario un juicio
y la rápida sentencia de muerte.
Y nuestro silencio,
no lo olvidemos.
Fue también necesario nuestro silencio.
[…]
Y tú siempre me decías:
“Algún día veremos amanecer juntos.
Tu cabeza sobre mi pecho
y mis dedos acariciando tu frente,
y mis labios sobre tus labios,
y los primeros rayos de la mañana
resucitando la silueta de nuestros cuerpos”.
¿Por qué amarte es siempre perderte
en la fuente que mana de mi costado?
¿Por qué no llenar de oasis este amor,
de palmeras y de caricias nuestros encuentros,
de lunas llenas y de estrellas andantes
las miradas y las manos que se cruzan,
modelando esculturas con músculos a punto de romperse,
donde un día solo hubo un frío bloque de mármol?
Fueron necesarias dos grúas
y el aire vertical de la mentira.
Fueron necesarios dedos acusadores
y la venganza familiar agazapada
en el hueco cobarde de los ojos.
Fue necesario un abanico
de falsas acusaciones y de miedos
como uñas negras en la noche.
Y nuestro silencio,
no lo olvidemos nunca.
Fue también necesario nuestro silencio.
[…]
Y tú siempre me decías:
“No mires al fondo de los armarios,
detrás de las puertas y de las esquinas.
No me busques en los parques
ni en los servicios de los cines.
Llegará un día
en que podamos mirarnos a los ojos
sentados en la plaza de nuestro pueblo”.
Dos jóvenes.
Ahora serenos. Mudos. En blanco y negro.
Con la soga al cuello.
En el improvisado altar del crimen,
de la barbarie, de la muerte.
Irán se ha llenado de grúas.
Mil grúas según las frías estadísticas
de los despachos aterciopelados
de los organismos oficiales.
Mil grúas en el cielo de Irán.
Mil grúas en el horizonte macabro.
Mil grúas esperando mil cuerpos,
mil jóvenes, mil niños, mil mujeres
que dejarán en la altura su aliento,
que cortarán nuestras venas cobardes
en el suicidio de nuestro silencio.
[…]
Fueron necesarias declaraciones en el altar
de la confusión y de la ignominia.
Fueron necesarias miradas oblicuas
y la arena movediza de los titulares
y de los discursos de las embajadas.
Fue necesario sepultar el nombre
de sus familias bajo el fango de la mentira,
y que a todos les sirviera el cobarde gesto.
El gesto soberbio de la amenaza nuclear
y nuestro silencio.
Y por encima de todo
fue también necesario nuestro silencio.
Y se llamaban Mahmud y Ayaz.
Y tenían tan solo 17 años.
[…]
Hoy han levantado una nueva grúa
en la plaza cerca del parque Daneshju.
Hace calor. Mucho calor. Demasiado calor.
El desierto había caído sobre la mañana
y costaba respirar. Hacía daño respirar.
En tres ocasiones crucé la plaza
camino del mercado. En tres ocasiones.
Podía haber aprovechado la sombra
de los callejones, pero no lo hice.
Así pude ver cómo la grúa se iba alzando
por encima del horizonte de nuestras cabezas.
Minuto a minuto. Mirada a mirada.
Algunos curiosos seguían el espectáculo.
Tres jóvenes se habían quitado la camiseta.
Sus pechos relucientes atrajeron mi mirada.
Y me paré.
Y a la tercera ocasión me quedé mirándolos.
Perdido en sus muslos, en la tensión de sus brazos,
en sus gritos, bocas abiertas, en sus insultos.
Allí me quedé toda la mañana. Mirando
aquel deseado y sudoroso espectáculo.
Ahora ya lo sabía.
Mi destino está ya escrito. Es inevitable.
Es una simple y angustiada cuestión de tiempo.
Mañana seré yo
quien cuelgue sin vida de lo más alto
de aquella grúa que ahora están levantando,
soberbia, imponente, asesina en medio de la plaza.
[…]
Hoy me ha detenido la policía.
Volvía, como siempre, por mi acera.
Sin mirar a nadie. Sin dejarme arrastrar
por la soga suicida de ninguna mirada.
Noche sin luna, sin coches, en silencio.
Noche como la de tantas y tantas noches.
Noche sin sentido. Noche anónima.
Noche que no merece ser vivida.
Y de pronto me sentí atrapado por tu olor,
por el aroma húmedo de tu cuerpo,
aquel que me bautizó aquella noche.
Y entonces levanté la cabeza y te busqué
y creí encontrarte en aquella mirada sonriente.
Pero no eras tú.
Ya nunca eres tú.
Y entonces fue cuando me detuvieron.
No podría decir qué es lo que pasó después.
Creo que me han roto todos los huesos,
y que cinco policías me violaron
y me azotaron unas ochenta veces.
Pero tu olor sigue intacto en la calle.
El recuerdo de tu olor temblando en las aceras.
Y tú siempre me decías:
“Son ellos los que están enfermos,
no lo olvides, mi amor, no lo olvides nunca.
Son ellos los que deben tomar pastillas,
los que deben ir a las clínicas
para limpiarse de cáncer sus cerebros.
Son ellos a los que el Estado debería pagar
para operarse sus traumas y miedos.
Son ellos los que deberían colgar
su rencor en las grúas de la convivencia.
Llegará un día, mi amor, en que ellos se escondan,
vivan en las cloacas de la injusticia
y reciban cada mañana los ochenta azotes
de nuestra más fría indiferencia”.
[…]
Dos jóvenes.
Sin mirada. Sin voz. Sin tierra.
Dos jóvenes.
A las puertas de convertirse en
dos ángeles.
A las puertas de abandonar
el infierno que abrasa sus ojos,
que ahoga con sangre en la boca
el gozoso segundo de los susurros.
Dos ángeles
a las puertas del cielo,
ese que les permite seguir soñando
con vivir el resto de sus vidas abrazados,
compartiendo sus labios,
comiéndose su amor a besos.
[…]
Fue necesario que los dedos asesinos
siguieran acariciando otros cuerpos,
ensayando sonrisas en la oscuridad de los despachos
mientras se siguen firmando nuevos protocolos.
Fue necesario mirar para otro lado
cuando el presidente Ahmadineyad se sube al estrado
y grita a los cuatro vientos de la derrota
que en Irán no existen homosexuales.
Fue necesario que todos permanecieran sentados
y que el vino de las recepciones se mantuviera frío,
y calientes los canapés y las sonrisas cómplices.
Y nuestro silencio.
Por encima de todo.
Fue también necesario nuestro silencio.
Y se llamaban Mahmud y Ayaz.
Y tenían tan solo 17 años.
[…]
Y tú siempre me decías:
“Te quiero porque eres mi hermano.
Te quiero porque eres mi padre, mi familia.
Te quiero porque eres mi amigo,
el desconocido con quien me cruzo a la mañana.
Te quiero porque entre tus brazos
reconozco el eco primaveral del paraíso,
porque siento cómo en mi corazón
se confunden los cantos de la alondra y del ruiseñor.
Te quiero porque me das la vida
aunque estemos viviendo en el borde
del precipicio de nuestra muerte”.
Morir. Morir. Morir.
Sabiendo que tu amor me dio la vida,
sabiendo que muchos de los que ahora gritan,
de los que se llenaron de espinas las gargantas
y sepultan bajo insultos el nombre de mi familia,
ahogan con sus gritos su propio deseo
-el más secreto, el más peligroso-.
Muero sabiendo que he vivido, que he amado,
que en tus labios resucitaba cada tarde.
Muero sabiendo que muchos de ellos
están y seguirán estando durante su vida muertos.
[…]
Dos jóvenes colgados
en las grúas criminales de la plaza.
Dos jóvenes. Dos enamorados.
Dos nuevos ángeles en el cielo de Irán.
Fue necesario que la multitud aplaudiera,
que alzara sus nombres al viento de las risas
y que los flashes alumbraran este asesinato
más allá del instante fugaz de la muerte,
del reposo final del guerrero moribundo.
Fue necesario que unas manos descolgaran los cuerpos,
y que les quitaran la infeliz soga a las espaldas de la noche.
Fue necesario que unos ojos rehuyeran sus ojos
ciegos y confundidos con sus propias vendas.
Y nuestro silencio.
Este silencio cómplice,
este silencio maniatado, este silencio cobarde,
este silencio que se disfraza de siglas internacionales.
Para que nada cambie,
no lo olvidemos nunca,
sigue siendo necesario nuestro silencio.
[…]
Inventario de una noche:
Conversaciones lánguidas y princesas tristes.
Algún que otro bostezo, miradas roedoras.
Un gesto por debajo de la mesa. Excusas
y un buen puñado de miradas fronterizas.
Aromas que se cuelgan de las farolas
y sorprenden al caminante menos experimentado.
Labios que dicen lo que callan cuando hablan.
Manos que se buscan. Manos que se encuentran.
Manos que se electrifican en el instante
de la explosión fugaz de una caricia.
Restos de conversaciones y las sobras de un reproche.
Algún que otro cotilleo y muchas preguntas.
Y el humo. El humo que todo lo envuelve
convirtiendo en sueño estas nocturnas citas a ciegas.
Y sombras depredadoras alrededor de cada presa,
justo detrás de la bandeja suicida del camarero.
La sombra mortal de las grúas
llena de pesadillas mis noches
y de hedor todos mis días.
Mañana me tocará a mí.
Lo sé. Lo he sabido siempre.
Desde el momento en que te vi,
en que mis labios descubrieron
el alfabeto silencioso de tu nombre.
Pero ahora sé que no me importa.
¿Cómo es posible vivir, cómo
alejado de la sombra de tu cuerpo?
Y se llamaban Mahmud y Ayaz.
Y tenían tan solo 17 años.
Y tú siempre me decías:
“Te quiero. Te quiero. Te quiero”.
Y sobre estas tres piedras he levantado
mi torre,
y su sombra es más alta que las grúas.
Y su sombra me protege de todos los miedos.
[…]
Estas serán mis últimas palabras.
No habrá más. Nada más que silencio.
Es demasiado tarde.
Lo sé. Ahora lo sé.
¿Cómo he podido estar tan ciego?
Esta mañana nos hemos cruzado.
Hemos vuelto a encontrar nuestras miradas
como aquella noche de luna llena.
Aquella única noche. Aquella para siempre.
Tú has hecho un gesto con tu mano
y la soga del miedo y de la vergüenza
se me ha anudado, por un segundo, al cuello.
Esta mañana nos hemos cruzado
bajo la sombra asesina de una grúa.
Y ahí seguía yo, como el otro día,
con los pies colgados, sin vida,
ajeno al griterío de los colegios,
a las prisas agrícolas de los mercados,
a tu mirada atroz, a tu silencio mortal,
al gesto de tu mano, a tu denuncia,
a la huella de la muerte
que tatuaste en mi cuerpo con tus labios.
Uno más entre tantos ahorcados
en las grúas de las plazas de Irán.
El único que soñó que en tus ojos
había encontrado el oasis del paraíso.
El único que creó vida en tu gesto moribundo.
[…]
Y se llamaban Mahmud y Ayaz.
Y tenían tan solo 17 años.
No lo olvidemos nunca.
Fue también necesario nuestro silencio.
No lo olvidemos nunca.
Sigue siendo necesario nuestro silencio.