La última lección (L’heure de la sortie) (2018) Maestría infantil y crudas verdades
7 oct 2023 - 02:18 CET
Nuestra casa está en llamas. (…) O elegimos continuar como civilización o no.
Los adultos dicen: ‘Tenemos que dar esperanzas a la próxima generación’. Pero no quiero tu esperanza, ni quiero que la tengas.
Quiero que entres en pánico, que sientas el miedo que yo siento todos los días, y luego quiero que actúes.
Greta Thunberg
- País: Francia.
- Dirección: Sébastien Mariner
- Guión: Sébastien Mariner, Elise Griffon
Al cine francés se le interesa hablar de educación, y lo hace muy bien. Pero cuestionar nuestros sistemas educativos, cuando nos referimos de forma arrogante a nosotros mismos como “la sociedad del conocimiento”, requiere mucha valentía, y también un poco de cinismo. ¿Somos de verdad capaces de objetivar el sacrosanto lazo que anuda las relaciones docentes? “Saber es poder” decía Foucault, y nos hizo caer en la cuenta de que ninguna sociedad en la historia había convertido los saberes en capital económico con la eficacia del capitalismo del siglo XX. ¿A dónde nos está llevando tanto conocimiento? Y sobre todo ¿nuestros saberes serán las herramientas más adecuadas para crear el mundo nuevo conforme nos damos cuenta de que hemos entrado en una fase de decadencia? Esta película va de esto, de criticar un sistema educativo basado en la competitividad individual egoísta, y de los problemas que produce una educación que no encara la realidad del mundo mientras se desmorona en una crisis social y ecológica sin parangón.
La capacidad de aprender y transmitir lo aprendido construye nuestro ser social, y desde la Ilustración, la formación universal y el cientifismo han ocupado la centralidad aspiracional de los estados contemporáneos en el plano educativo. No en vano, uno de los libros de mayor influencia en el pensamiento moderno fue el de Rousseau, Emilio, o de la educación (1762), en el que el filósofo imaginó cómo educar al nuevo ciudadano que debía ser capaz de gestionar con prudencia su libertad (pensaba sólo en los varones, claro). La docilidad era una característica implícita en la educación de los niños, y un requisito absoluto y aplastante en las niñas.
No se alejó Rousseau de la idea clásica de que educar parte de un orden jerárquico en el que el docente está siempre en un plano superior que el discente. Platón, Aristóteles, Erasmo de Roterdam, Juan de Valdés…, todos los que han pensado sobre la educación habían seguido ese principio. Greimas y Courtes, en Semiótica. Diccionario razonado de teoría del lenguaje, un libro que desgrana el poder del lenguaje para crear la realidad de nuestro mundo, analizaron cómo la sumisión está implícita en el proceso de aprendizaje, y aparece inscrito en nuestro sistema lógico vinculado con el lenguaje. Aprender exige sufrir lo que llamaron la “humillación didáctica”, que convierte a los más jóvenes en seres que deben reconocer que saben poco o nada frente a un docente. Y de ahí viene el interés y la sorpresa que nos da la película La última lección: asistimos a una inversión del proceso educativo: los que saben son los jóvenes, y los que no saben son los profesores, siempre distraídos y confundidos con la deriva banal de lo cotidiano.
La inversión de roles educativos: cuando la juventud es la que sabe
En la película, no sólo el profesor ignora lo que les está pasando a los jóvenes, son que los espectadores lo ignoramos también. Nuestro saber sobre la situación es transmitido a través de los ojos del profesor, que valora y se preocupa por los comportamientos errados, extraños y tóxicos de los adolescentes. Como espectadores somos prisioneros de su mirada, que es la mirada de la cámara. En la película los protagonistas adolescentes se muestran como jóvenes raros y hasta peligrosos, individuos que deben ser controlados por los adultos; se supone que están haciendo las cosas mal, sobre todo porque se escapan al control del profesor bienintencionado, que se pasa la película intentando entrar en su universo. Estos jóvenes son figuras fascinantes porque se apartan de los estereotipos: no se ríen, no son frívolos, no están pendientes de los móviles, no les interesan las relaciones amorosas, y mantienen un alto autocontrol personal, sin dejarse arrastrar por las pasiones. Pero en este caso, el deseado autocontrol que siempre reclamamos los adultos a la gente joven, en la película es percibido como enfermizo y desviado. Lo que nos parece a los adultos (tanto a personajes como espectadores) es que encontramos una barrera infranqueable a la hora de cotillear qué les está pasando a estos jóvenes que lo único que dejan ver es que no sienten nada. La trama discurre sobre ese descubrimiento, sobre la madurez y el aprendizaje que vive el profesor (y también los espectadores), en una especie de Bildungsroman a la inversa. No son los jóvenes los que maduran, somos nosotros los que descubrimos el horror del mundo que les hemos transmitido.
La historia comienza con un profesor que se arroja por la ventana ante sus alumnos, un grupo experimental de estudiantes destacados de un colegio, que tienen altas capacidades. Para sustituirlo, contratan a otro profesor, Hoffman, que le dice al director: “soy más de la educación inclusiva”. En el aula, sobre todo un grupo de seis estudiantes se lo pone difícil, porque no admiten del todo su autoridad. Apolline, la delegada, le dice en un momento: “No queremos perder el tiempo. ¿Cree que estará a la altura?” cuestionando la relación jerárquica vertical consustancial a toda relación docente. Hoffman es un profesor que no tira la toalla fácilmente, y aunque se ve afectado por el comportamiento del grupo, no renuncia a querer entender qué les pasa a sus estudiantes rebeldes y desafiantes.
Un momento interesante es cuando se les pasa a los alumnos un test con la típica pregunta: ¿qué quieres ser de mayor? que tiene mucho sentido en un sistema aspiracional competitiva. Todo el mundo espera que los y las estudiantes aspiren a ser grandes profesionales de clase media: médicos, periodistas, jueces, etcétera. Es muy emoitivo cuando contestan con oficios que a la fuerza ocupan la gente de clase obrera: camarera, operario del sector agroalimentario, o cajera. Esas respuestas cuestionan no sólo el sistema educativo en sí, sino el modelo social que jerarquiza a las personas, no sólo por el capital económico, sino por el capital simbólico que han conseguido acumular: los títulos universitarios, la formación especial y técnica, o los idiomas que un individuo pueda acumular. El grupo de jóvenes en la película afirma con rotundidad que no quieren pertenecer a la élite cultural y económica para la que los están preparando.
En su actitud resuenan los ecos de los principios de la educación igualitaria, que tuvo su mayor expresión en la teoría libertaria, también hija de la Ilustración, como lo fue el modelo roussoniano, y que constituye una línea prácticamente desaparecida en la pedagogía actual. En la actualidad solo tenemos que echar un vistazo, programas de titulaciones o asignaturas que inciden en la competitividad y la ‘excelencia’ como elementos claves para la formación en unas aulas cada vez más clasistas. Es como si los centros académicos (no siempre todos los casos) tuviesen un currículum oculto cuya función es que la gente joven asuma como naturales las injusticias y no se rebelen contra ellas.
La educación de tipo libertario podemos rastrearla en autores como Mary Wollstonekraft en Relatos originales de la vida real (1788); Mijaíl Bakuning en su trabajo de Instrucción General (1869). También en proyectos educativos novedosos como la Escuela Moderna en España de Ferrer i Guardia (inaugurada en Barcelona en 1901) o las escuelas para niños en riesgo social implantadas por María Montessori a partir de 1907. Piotr Kropotkin en el texto, A los jóvenes (1880) que se inicia así: “Supongo que tenéis dieciocho o veinte años, habéis terminado vuestro estudio o aprendizaje y entráis en el gran mundo; supongo también que vuestra inteligencia se ha purgado de las imbecilidades con que han pretendido atrofiarla y obscurecerla vuestros maestros”, resulta ser todo un alegato contra el poder alienante que puede tener la escuela cuando es manejada como un privilegio de clase.
Esta película va de eso, de criticar un sistema basado en la competitividad y la productividad que convierte al alumnado en personas dependientes y a la vez autoritarias. Algunos compañeros de los estudiantes protagonistas de la historia los agreden físicamente, pero ellos no se defienden con las mismas armas. Aguantan la violencia que reciben porque saben que su actitud despegada de lo material es lo que produce la envidia y la irritación del resto del grupo, y que responder a la violencia con violencia no aporta nada a una situación de crisis. La resistencia pasiva es la actitud que adoptan para encarar los conflictos con los profesores y los otros compañeros. En una escena en la que el bienintencionado profesor se siente desbordado y anuncia un castigo ejemplar para toda la clase, Paulline declara que no están dispuestos a asumir un castigo injusto, porque todo ser humano tiene derecho a rebelarse frente a la injusticia.
La actitud extraña, alejada de las claves de la violencia y la competitividad de estos adolescentes puede ser leída como una resistencia a lo que el pedagogo Paulo Freire llamaba “educación bancaria”, que hace de las escuelas lugares en los que el saber es una mercancía cuantificable, recipientes vacíos que el profesor debe llenar con datos y referencias. En 1970 Freire publicó un texto en el que recoge toda una tradición de filosofía educativa libertaria: Pedagogía del oprimido, en que dio la vuelta a las claves más comunes de la educación: hay que entender que el aprendizaje es un acto político, porque todo ser humano hace política en cualquier momento de su vida. El objetivo de la educación debe tener como objetivo la transformación del alumnado pasivo, en individuos críticos: cada estudiante debe desarrollar la conciencia de que es un agente de cambio político y social, y aprender estrategias de cooperación e igualdad.
Es muy interesante también en La última lección el juego de tres niveles visuales que remiten a distintos planos de la subjetividad: lo que percibimos como la trama a nivel de la realidad de los personajes, los sueños del maestro, y las imágenes de vídeo que los estudiantes rebeldes han ido montando y que constituyen el núcleo del misterio de la película. El plano de la realidad es el plano de la naturalidad, del presentismo, de la normalidad y la cotidianidad de estudiantes de buenas familias; el plano de los sueños y los miedos del profesor, que representan en los miedos de cualquier ser humano ante lo desconocido; y el plano que irrumpe cuando el profesor comienza a ver el material grabado en vídeo que da un repaso a las barbaridades que comete nuestra cultura ecocida: los animales no humanos tratados como objetos para la alimentación y sometidos a un sufrimiento infinito, inundaciones, industrialismo salvaje que hace enfermar a los niños pobres, aguas sucias, guerras, explosiones, alguien quemándose a lo bonzo… imágenes de video casero de mala calidad que nos producen un choque de realismo casi insoportable. El grupo de estudiantes también graban sus propias experiencias y sentimientos respecto al desastre ecológico, y es en ese momento en el que todo cobra sentido ante nuestros ojos. El profesor tarda más en entenderlo que ocurre, es su inconsciente el que le va dejando ver que el problema es que sus alumnos se están preparando para afrontar el colapso civilizatorio que está a punto de ocurrir. En una escena, el profesor les dice: - “Confiad un poco más en el futuro”. “- Ya es tarde. No hay futuro”, contesta Pauline, y esa convicción es la que determina sus acciones finales. Pese a todo el sentimiento trágico que late en las acciones de los jóvenes, la historia nos da un respiro y una esperanza en un acto de reconocimiento y afecto entre el profesor y el grupo en la escena final. Ahora el profesor entiende, el desastre está cerca, y sólo pueden acompañarse y procurar actuar de la manera más serena.
En La última lección se toca uno de los temas tabús en nuestra sociedad: el suicidio infantil. Según el informe publicado por UNICEF en 2021, Estado Mundial de la Infancia, los datos son alarmantes: un adolescente se quieta la vida en el mundo cada once minutos. La conducta suicida incluye la ideación suicida, la planeación del suicidio, los intentos de llevarlo a cabo y el suicidio consumado. En los países europeos, la prevalencia de la ideación suicida en adolescentes fluctúa entre el 15 y el 30 por ciento en la población entre 15 y 16 años. En La última lección, descubrimos que el grupo de adolescentes está planeando el suicidio colectivo, que no llevan a cabo porque el profesor descubre su objetivo.
Podemos catalogar el problema de estos adolescentes como depresión por eco-ansiedad. La APA define la eco-ansiedad como “el temor crónico a sufrir un cataclismo ambiental que se produce al observar el impacto aparentemente irrevocable del cambio climático y la preocupación asociada por el futuro de uno mismo y de las próximas generaciones.” La juventud reconoce que está en marcha una crisis ecológica muy grave que las políticas climáticas de los países no consiguen frenar. Esto se transforma en un problema de salud mental de los más jóvenes que se encuentran en una situación vulnerable y experimentan una crisis existencia frente a un futuro incierto. En España se hizo una macroencuesta a nueve mil jóvenes: El Futuro Es Clima, en el que un 82 por cierto de jóvenes declara haber sufrido o sufrir eco-ansiedad. Estos datos deberían ser una llamada de atención al mundo adulto y a los poderes públicos.
Niños y adolescentes como agentes del cambio
La última lección es el reconocimiento a un proceso que está ocurriendo por primera vez en la historia: son los niños, las niñas, los y las adolescentes los que están dando lecciones a los adultos, recordando al resto de la sociedad que tienen derecho a heredar un mundo habitable. La imagen más mediática de los niños cobrando agencia política ha sido la de Greta Thumber, convertida en un auténtico icono mediático, para lo bueno y para lo malo. Sus acciones han conseguido movilizar positivamente a millones de jóvenes en el mundo en el movimiento #FridaysForFuture. A cambio, ha recibido el odio desmedido de la ultraderecha más radical y poderosa, capitaneada por los mismísimos Donald Trump o Jair Bolsonaro. Es la imagen de David contra Goliat o de una pulgarcita frente al ogro.
Greta Thunberg, nacida en el 2003, es un ejemplo impresionante de coherencia ética, por no estar dispuesta a aceptar la disonancia cognitiva como recurso de supervivencia en la que nos educan. Es una niña que mira al futuro y reconoce los peligros desencadenados por las prácticas ecocidas de nuestra humanidad: “Soy una niña que dice que otras personas están robando mi futuro”. Se declara también feminista, y señala cómo en temas del clima hay más mujeres activistas que hombres, a pesar de que ellos contaminan más (porque son más ricos a nivel global). Ella misma cuenta que a los once años comenzó a estar muy deprimida y a no querer ir al colegio, no querer comer, ni hablar y fue el activismo el que le dio esperanzas para seguir viviendo. También los estudiantes de La última lección no se convierten en un principio en activistas, sino que simplemente se preparan para la escena final del fin del mundo. Pero la actitud de millones de jóvenes no es esta, sino la de actuar de la forma más positiva posible, porque en las luchas a favor del clima, el activismo es lo único que puede dar sentido a la juventud, que percibe que va a heredar un mundo destrozado.
La influencia mediática de Thunberg es enorme. Entró en acción el 20 de agosto de 2018, cuando se sentó delante del parlamente sueco en Estocolmo con un cartel pintado a mano en el que decía: “Huelga escolar por el clima”, declarando que no volvería a clase hasta que se celebrasen las elecciones en el mes de septiembre, y que el gobierno que tomase posesión asumiera el cumplimiento de los Acuerdos de París. Después de las elecciones volvió a la escuela, pero los viernes mantuvo su protesta. Tenía sólo dieciséis años y consiguió llegar al mundo como no lo habían conseguido antes los miles de activistas que arriesgan sus trabajos y sus vidas por todo el planeta. Los medios resaltan su forma directa de hablar, su identificación con los y las niñas, excluidos de nuestro sistema político: “Nosotros solo somos niños que protestan, no deberíamos estar haciendo esto, no deberíamos tener que hacerlo, sentir que nuestro futuro está amenazado hasta el punto de tener que faltar a clase por luchar por esto. Es un fracaso de las generaciones anteriores que no han hecho nada". Thunberg ha resultado ser un ejemplo de ética personal y activismo político. La movilización que ha conseguido es impresionante, en diciembre de 2018 miles de estudiantes realizaron manifestaciones en más de 270 ciudades en varios países del mundo. Thumber ha colaborado activamente con otros colectivos en los que participan también miles de jóvenes. Por ejemplo, en abril 2019 la activista se sumó a la acampada en el puente de Waterloo en el centro de Londres del colectivo Extinction Rebellion, que alarmó a las autoridades que detuvieron a más de mil manifestantes durante esos días.
Su poder está en sus palabras claras y contundentes. En sus manifestaciones se ha declarado a favor de la desobediencia civil como la única forma de protesta que puede hacer que los gobiernos actuales se impliquen: «Estamos ante un desastre de sufrimientos acallados para enormes cantidades de personas. Y ahora no es el momento de hablar cortésmente o centrarse en lo que podemos o no podemos decir. Ahora es el momento de hablar con claridad (...) ahora es tiempo de desobediencia civil. Es hora de rebelarse». Las intervenciones públicas han sido muchas, y todas de una enorme repercusión. Ha participado en varias Cumbres del Clima de Naciones Unidas, distintos gobiernos han reclamado su presencia en distintas reuniones, y la revista Time la nombró “líder de la próxima generación”.
Su influencia en el imaginario social está siendo enorme, ha inspirado el cuento de Zoë Tucker y Zoe Persico, Greta y los gigantes. Se han pintado múltiples murales con su cara y su figura con su característico impermeable amarillo, y se ha realizado un documental sobre su historia: I am Greta, por no hablar de los millones de memes que han circulado y seguirán haciéndolo por las redes sociales y las plataformas de Internet.
El futuro no espera por los adultos
Y no está sola, las adolescentes, que hasta ahora nunca habían tenido un papel relevante en la historia, están jugando un papel muy importante a la hora de dar visibilidad a los problemas del cambio climático. Son mujeres jóvenes que, como la protagonista de La última lección, están de verdad implicadas y son conscientes de que se van a tener que enfrentar a un futuro destrozado por las generaciones anteriores.
Niñas y jóvenes que plantan cara al inmovilismo, al desánimo o al desinterés. Son muchas las historias que me apetecería contar aquí, pero dejo sólo algunos nombres, algunas experiencias como testimonio y prueba de que existe una generación de niñas (también niños) que seguro que cuando lleguen al poder podrán intentar revertir el colapso cultural y social que los científicos anuncian.
Alexandria Villaseñor (2005), con solo quince años organizó una gran huelga estudiantil contra el cambio climático en 2919 tras los enormes incendios que asolaron California a finales del 2018, en los que fallecieron cientos de personas. Ha sido fundadora de Earth Uprising para fomentar “la educación climática” y afirma ser admiradora de Greta Thumberg. Como ella, insiste en la necesidad de hablar claro y pedir responsabilidades políticas, asumiendo que hay elementos de peligrosidad en su lucha que requiere a veces ponerse al margen del sistema: “lo que nos convierte en agentes de cambio efectivos es que cuando tenemos ideas, realmente no pensamos dentro del sistema”.
La alemana Luisa-Marie Neubauer (1996) es una importante activista climática fundadora del Movimiento por el Clima, que insiste en crear “estructuras y convertir los eventos en experiencias educativas”. En esta propuesta hay implícito un intento de crear nuevas formas de vida basadas en la sociabilidad igualitaria y no violenta.
Por todo el mundo, en distintos países se alzan las voces de estas mujeres reclamando ser tratadas como personas y no como objetos de mercado: Zyahna Bryant lucha contra el racismo; X González (Emma González), protesta contra el uso de armas en Estados Unidos; Malala Yousafzai, que recibió el Premio Nobel de la Paz en 2012 con 15 años, por el derecho a la educación en Pakistán; Autumn Peltier defiende el derecho al agua de los pueblos originarios en Canadá; Ahed Tamimi, palestina lucha contra las ocupaciones del territorio por parte de Israel, y fue detenida con 16 años por abofetear a un soldado que se apostó en el patio de su casa; Artemisa Xakriabá, brasileña, defiende el Amazonas y las poblaciones autóctonas; Ayakha Melithafa, sudafricana, trabaja por el derecho de los pueblos por el acceso al agua; Elisabeth Wthuti, nacida en Kenia y fundadora el grupo de Generación Verde, ha conseguido movilizar a miles de personas en su región; Yusra Mardini, joven Siria que trabaja por los derechos de los refugiados; Sonita Alizadeh, afgana que se moviliza contra los matrimonios forzosos; Melati e Isabel Wijsen de Bali que crearon una organización para trabajar por la eliminar las bolsas de plástico; la ugandesa Vanessa Nakate movilizada por el aumento de las temperaturas en su país; la hondureña Laura Zúñica Cáceres que sigue los pasos de su madre, Berta Cáceres, asesinada en su casa en el año 2016 por reclamar responsabilidades a las multinacionales por destrozar las tierras indígenas.
Todas ellas son la materialización de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño que, en 1987, reconoció la necesidad de crear un marco jurídico internacional para que las y los niños del mundo sean escuchados y pueda participar en la sociedad de forma “política”, porque como afirmaba Paolo Freire: “Nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo. La humanidad se libera en común.”
La última lección trata de lo que debemos aprender los adultos de los jóvenes: el empeño de no querer mirar hacia otro lado mientras se prepara el desastre. Es una crítica a la pasividad y a la inacción adulta, una pasividad fabricada por el sistema capitalista conservador que durante décadas ha trabajado por eliminar la capacidad crítica de los individuos y los colectivos, convenciéndonos de que no podemos hacer nada. Ha tenido que despertar una generación más joven para que nos demos cuenta de que estamos a tiempo de actuar y el futuro es posible, pero esto va a requerir implicación y sacrificios.
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-Freire, P. (2012), Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI.
-Thumberg, G. (et alt.) (2022), El libro del clima, Barcelona, Lumen.