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Estación once. (Station Eleven) (2021) ‘Sentipensar’ después del colapso

7 oct 2023 - 02:06 CET

Lo que era una oruga y será una mariposa no es, por el momento, ni una cosa ni la otra, sino una especie de sopa animada, de vida líquida.

Dentro de ella están las células imaginales que catalizarán el desarrollo del estado adulto, alado, del insecto.

En esa sopa estamos ahora mismo. Hemos de esperar que nuestras células imaginales sean lo mejor que llevamos dentro,  el yo más imaginativo, el más inclusivo.

Rebeca Solnit

 

  • País: Estados Unidos.
  • Dirección: Patrick Somerville (creador), Hiro Murai, Jeremy Podeswa, Helen Shaver, Lucy Tcherniak.
  • Guión: Patrick Somerville, Sarah McCarron.
  • Miniserie de Televisión. 10 episodios.

 

Station Eleven te hace sentir que estás ante una muñeca rusa infinita; por mucho que la abras una y otra vez, no consigues llegar a la más pequeña que ocupa el corazón de todo. Es una serie inquietante, turbadora, pero en ningún momento angustiosa. Desde el principio percibes que los personajes saben más de sí mismos de lo que tú nunca sabrás, porque jamás van a dejarse ver del todo. Ellos tienen el poder, y también el saber: la serie es como un lienzo plegado varias veces sobre sí mismo. Nosotros nos acercamos, en cada capítulo se despliega una doblez, se desvela una parte de la historia, pero aparecen interrogantes nuevos. Toda la trama se resuelve al final, pero en nosotros queda la duda: ¿cómo han hecho estos personajes para sobrevivir sin hablar ni pensar en un mundo futuro? Asusta un poco la tranquilidad con la que se toman el fin del mundo conocido, la cotidianidad con la que viven el presente aceptando lo inexplicable del pasado.

Station Eleven es una serie de factura americana de diez capítulos que cuenta cómo una epidemia de gripe destruye la mayor parte de la población. Cómo o por qué ocurre, no lo sabemos, sólo vemos cómo lo viven de manera fragmentaria sus personajes. El estallido de la pandemia es un punto clave en el eje temporal por el que se desarrollan las vidas de los supervivientes. En el primer capítulo, la protagonista, Kristen es una niña de ocho años que actúa en un teatro en el montaje de una obra de Shakespeare, cuyo protagonista principal muere de un infarto durante la representación. Entre el público esta Jeevan, un hombre joven, que un poco por casualidad se lleva a Kristen a casa de su hermano, al enterarse de que alrededor de ellos ha comenzado a producirse el desastre. A partir de entonces, la gente comienza a morir en masa (aunque no la vemos), fallan la energía y las comunicaciones. Aun así, Kristen sabe que sus padres han muerto, y se queda durante varias semanas con los hermanos encerrados en un apartamento. La historia avanza veinte años después con una Kristen adulta que viaja con una compañía de teatro: La Sinfonía Viajera, que va representado a Shakespeare y tocando música en los núcleos de población que encuentran, en un mundo que se ha desmoronado. Ha perdido a Jeevan, pero ha conservado su gran tesoro: un comic que constituirá una fuente de esperanza a lo largo de toda la obra. Es la historia del Dr. Once que flota en el espacio con el capitán Logan. Un mundo donde se ahogaron todos los adultos, y sobreviven sólo los niños de Inframar que buscan la forma de volver a casa.

 

De pandemias y olvidos

 

En esta serie, la pandemia es citada solo como un suceso que no merece la pena o no se puede explicar. Tal vez sea porque la historia se basa de una manera bastante libre en una novela de gran éxito de la escritora canadiense Emili St. John Mandel, publicada en 2014, en un momento muy distinto al que estamos viviendo ahora que hemos dado por superada la pandemia de Covid-19, y se han escrito miles de artículos especializados y de divulgación sobre las consecuencias de la enfermedad en nuestras sociedades. Es una novela con una pandemia de fondo, escrita antes de “nuestra” pandemia, vivida como si fuera la primera de la historia, seguramente poque los medios de comunicación hoy omnipresentes en nuestras vidas, han centrado toda su atención en ella durante meses.

Las pandemias han acompañado la vida humana: las distintas oleadas de peste, la lepra, el tifus, el cólera, la viruela, la sífilis, el sarampión, la tuberculosis, la polio, la malaria… enfermedades terribles que han sembrado el miedo a lo largo de la historia. Y se sabía que vendrían más. A este respecto, el siglo XX ha sido un siglo contradictorio: por un lado, la esperanza de vida ha aumentado espectacularmente y la población se ha cuadriplicado, pero por otro, también ha sido un tiempo espantoso, no sólo por la muerte a gran escala provocada por el militarismo de los países imperialistas, sino también por las enfermedades. La epidemia de la llamada Gripe Española infectó a quinientos millones de personas, en una población que era en aquel entonces de dos mil millones en el mundo. Muchas epidemias del siglo XX fueron controladas gracias a las vacunas: la viruela que se ha dado por erradicada, la polio, endémica sólo en dos países, el SIDA que se ha convertido en una enfermedad crónica en los países que pueden pagar los tratamientos.

¿Qué hubo de nuevo entonces en la Covid-19? La respuesta no tiene que ver tanto con la enfermedad, como con el hecho de que, por primera vez en la historia de la humanidad, hemos sentido que es posible defendernos de manera masiva contra ella. ¿Las armas? Una combinación de ciencia y control social, que a mucha gente no ha gustado nada, y que algunos políticos desalmados como el expresidente Jair Bolsonaro en Brasil, han aprovechado para sembrar dudas respecto a las instituciones democráticas y sus enemigos electorales. ¿Se han inventado los poderosos la enfermedad para probar a encerrarnos en nuestras casas?, ¿es sólo un negocio para vender medicamentos? Ha sido espectacular el nivel de tonterías que hemos podido escuchar en torno a las nuevas vacunas: que contenían un chip para controlarnos, que imantaban el cuerpo o que son instrumento creadas por las farmacéuticas y por los millonarios del mundo (curiosamente Bill Gates, ha sido el gran demonio de la rumorología ultraderechista) para controlar nuestras emociones. Pero lo más sorprendente para mí ha sido el sistema de cancelación que ha sido utilizado de forma soez por políticos como Donald Trump: la pandemia es un invento, es algo que no existe, en realidad esta es una gripe más entre las muchas variantes que sufre la humanidad cada año.

Esa postura no representa sólo la negación del presente, sino del pasado. Si las pandemias han ocurrido a lo largo de la historia, ¿cómo es posible que se niegue la posibilidad de que se sigan produciendo en la actualidad? ¿A qué tipo de humanidad apelan estos discursos? A una humanidad antropocéntrica dominada por las imágenes de los a los varones fuertes, poderosos y guerreros en la cúspide de la pirámide natural. Es como si dijesen: “Ahora que hemos llegado hasta aquí, controlando a través de la expansión capitalista todo el espectro de la vida que va desde el microcosmos hasta el espacio, ¿cómo nos vamos a sentir frágiles y caducos?” Los negacionistas de la pandemia son los mismos que niegan la degradación de la naturaleza por la sobrexplotación humana y el cambio climático. Son niños jugando a ser dioses en una planeta vivo y finito. ¿Y qué pasa con posturas más atemperadas? ¿Qué posición hemos tomado la mayoría de nosotros que especulábamos con que la pandemia iba a cambiar nuestra manera de vivir? Algunos meses después, los únicos que han ganado son las grandes empresas de tecnología informática, las ventas por correo, o aquellas que han podido empujar a la gente al teletrabajo.

Después de la retirada de las medidas más drásticas de protección contra la Covid, el mundo sigue su ritmo extractivista y antiecológico a pasos desenfrenados: los aviones siguen surcando los aires llevando millones de turistas de acá para allá, los grandes cargueros atraviesan los mares quemando fuel a toneladas, y muy poca gente ha dejado de usar el coche para todo. Y eso que tenemos encima una crisis energética agravada por la invasión de Rusia a Ucrania, y la amenaza de una guerra generalizada. Como en la serie, casi nadie habla ya en los medios de comunicación de la relación que puede existir entre la salud humana y los virus letales, entre el cambio climático y las pandemias. Es un tema olvidado, que ya no importa. Un tema que, como otros que tienen que ver con la salud del planeta, se queda siempre olvidado en el cajón de lo que no es inmediato.

Pero la gran amenaza para la vida actual no son las pandemias de gripe, sino que olvidemos que sólo un cambio de la temperatura de un grado en el clima de la Tierra, puede acarrear graves consecuencias en la salud humana. Podría parecer que este es un miedo banal ante otros problemas más inmediatos, como la por ejemplo el riesgo a quedarnos en Europa sin calefacción en invierno. El miedo a las plagas es un miedo poco generalizado porque pensamos que la investigación farmacéutica y médica, puede librarnos de casi cualquier enfermedad. Aunque no queramos verlo, la realidad de que las enfermedades en el mundo irán en aumento por las malas condiciones de la vida en el planeta, es una evidencia. Por ejemplo, las autoridades sanitarias mundiales avisan sin cesar del peligro de que se incrementen las enfermedades transmitidas por mosquitos, que han comenzado a aparecer en lugares del mundo que antes no existían; enfermedades como la malaria o el dengue pueden continuar extendiéndose por todo el planeta. La deforestación sobre todo de las zonas selváticas puede hacer que nos expongamos a millones de virus que ni siquiera están catalogados, como tampoco lo están los que puedan surgir al quedar al aire el permafrost, donde seguro que hay miles de cadáveres congelados que podrán liberar virus hasta ahora controlados como el causante de la viruela.

Aunque los medios de comunicación no suelen comentarlo, se ha producido un aumento de enfermedades contagiadas por los animales (zoonosis), ya sean producidas por virus, bacterias, hongos o parásitos. Ese aumento se debe sobre todo a la reducción de la vida salvaje en el planeta, porque la disminución de especies implica una transmisión más rápida de los patógenos. Como explica el investigador Fernando Valladares, la diversidad animal atenúa los riesgos de infección, mientras que nuestras prácticas asociadas a la crianza de animales domésticos en granjas industriales, ponen en riesgo a la especie humana.

Con los dos años de Covid19, hemos pasado miedo, hemos sufrido pérdidas e incomodidades, pero una vez que las distintas oleadas de la enfermedad han pasado, volvemos a hacer como si no hubieran existido nunca. Nos queda el cine, que nos proporciona el placer de sentir que miles de catástrofes nos acechan, pero podemos sobrevivir a todas. La cinematografía nos acerca los problemas, pero al mismo tiempo tiene la habilidad de colocarlos en un lugar imaginario al que no podemos llegar.

Por eso no hay nada de crítica en la serie Station Eleven al sistema de salud, al desastre ecológico o la mala gestión de los recursos, y eso genera una cierta melancolía.  Los personajes asumen lo que ha pasado como una pérdida emocional, sin ningún proyecto político. Es una serie sobre el futuro, pero nada tiene que ver con la ciencia ficción: aquí no hay tecnología que nos salve. Se dice que el cine sublima nuestros malestares sociales, nuestras incomodidades. En la serie ha muerto el 99 por ciento de la población, sin embargo, no vemos casi cadáveres, no vemos la tragedia, no vemos una historia de causas y consecuencias. Aquí no hay ninguna crítica al sistema, ninguna pregunta sobre si la acción humana sobre el planeta ha tenido algo que ver con tanta destrucción. Ninguna crítica a la globalización, a la masificación de las ciudades, al despilfarro de los recursos. Ninguna crítica al sistema médico, a la experimentación científica, al sistema de vacunación masiva, es decir, ninguna crítica ni referencia a al debate social que nos ha acompañado durante los dos años de Covid-19. 

 

La frialdad del apocalipsis, o la imposibilidad de la utopía

 

Esta serie es interesante porque plantea un mundo postapocalíptico de una forma que no suele ser tratada por el cine, ya que este género recurre casi siempre a la escenificación de preguntas de tipo moral: ¿qué nos hace humanos?, o si sobrevivimos a una catástrofe, ¿mantendremos lo que consideramos lo mejor de la humanidad? En Station Eleven hay una respuesta positiva, una reconciliación con el pasado traumático a través de los afectos, de los reencuentros vividos o soñados, pero, sobre todo, a través del poder terapéutico del arte y la creatividad. La respuesta a esas preguntas es doble: lo profundamente humano está en la capacidad para crear comunidades, y en el instinto creativo. En esta historia no se desarrolla una utopía de tipo político, ni una reflexión sobre cómo crear comunidades estructuradas, sino más bien un movimiento sin fin a través de “lo literario” encarnado en los textos de Shakespeare y las citas y los dibujos del comic a los que se alude constantemente. El personaje del comic que la protagonista lee durante toda su vida, el Dr. Once es una presencia real en la serie, como lo son los encuentros de la protagonista consigo misma siendo niña y adulta al mismo tiempo.

¿Cabe entonces preguntarnos si Station Eleven es una utopía o una distopía? Lo cierto es que la serie consigue situarse al margen de estos dos polos que enmarcan nuestros imaginarios de futuro tan influidos por la cinematografía. ‘Utopía’ es el nombre que Tomás Moro dio a su isla imaginaria en 1516, en la que describe un espacio político divergente con la realidad que vivía el autor: una sociedad pacifista, en la que los bienes son comunes y los poderosos son elegidos mediante el voto popular. Después de Tomás Moro, vinieron otras utopías, que fueron decayendo conforme el individualismo y el hedonismo iban ganando al sentimiento comunitarista en la batalla a lo largo de la Modernidad. La distopía, en cambio, surgió cuando en la literatura comienzan a prefigurarse un futuro que daba miedo, conforme el autoritarismo y la violencia iban en aumento. Las obras distópicas más importantes del siglo XX: Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) y 1984 de George Orwell (1949), son el fruto del temor al estalinismo y al nazismo del terrible siglo XX. 

Hoy los mundos distópicos están por todas partes: en los videojuegos, en los comics, en el cine, en las novelas… hasta el punto de que la utopía ha desaparecido totalmente como género. Las utopías, paradójicamente, dejaron de escribirse porque se asimilaron a los modelos sociales autoritarios: vivir en una sociedad perfecta requiere renunciar de alguna forma a la individualidad y la subjetividad, y plegarse al bien común. ¿Y quién quiere hoy someterse a nada? Vivimos en un mundo en el que la libertad se ha asimilado al consumo y al hedonismo, ¿para qué queremos vivir en una utopía? No es extraño que la serie no nos proponga ningún sistema de organización política y que nos hable solo de relaciones humanas, de relaciones afectivas. El objetivo de los personajes es seguir con en un universo sin normas dominado por una especie de tribalismo ingenuo.

En Station Eleven los personajes sobreviven en un entorno que aparece destruido, donde las comunidades se han “ruralizado”, y la naturaleza ha vuelto a adueñarse de las ciudades. Los personajes no luchan por reconstruir un mundo perfecto más allá de su propio entorno afectivo, y no perciben su universo como distópico; los personajes simplemente vagan en un círculo físico que se corresponde con un año mientras recitan a Shakespeare y dan conciertos. No hay búsqueda de un mundo mejor, de un mundo perfecto, no hay melancolía por la pérdida de un lugar privilegiado en el mundo natural: “Para los monstruos, los monstruos somos nosotros” dice en un momento Kristel, reconociendo que los seres humanos no somos superiores a cualquier otro animal que lucha por la supervivencia. La lucha por la vida es la lucha por el sentido, por los significados, por las palabras. El mundo material no importa tanto. Los afectos, los sentimientos de protección y pertenencia son los que tejen la trama vital de los personajes: “Sólo intentamos que el mundo tenga un poco de sentido”, dice alguien de la Caravana Viajera.

¿Será una distopía entonces? ¿Es esta obra el reconocimiento de que los humanos hemos destruido nuestro entorno, y debemos pagar por ello teniendo que habitar un mundo destrozado? Yo diría que no. Nada tiene que ver esta historia con distopías como El cuento de la criada; una obra en la que destaca la crítica a las distintas formas de violencia a la que están sometidas las mujeres en el presente, tal como la propia autora Margareth Atwood, lo aclara en el prólogo de su texto. Pero en Station Eleven, no hay ninguna prefiguración del bien o del mal, ninguna imaginación sobre la sociedad perfecta o imperfecta. Es una obra de humanidad, de afectos, de pérdidas y reencuentros. La esperanza no está en lo político, sino en la capacidad de vivir en el arte, en la palabra, en la música, en el teatro. ¿Es una obra despolitizada? Tal vez, si pensamos que la politización tiene que ver sobre todo con la elaboración de ideas en torno a cómo se construye el poder, o como diríamos desde el pensamiento marxista si aceptamos que nuestra imaginación es rehén de nuestra forma de producción.

 

Del arte y la política

 

¿Es utópico pensar que la literatura o el arte pueden librarnos de los desastres de una sociedad en crisis haciéndonos más fuertes y batalladores?, ¿puede el arte cumplir una función liberadora? Para la teoría marxista tradicional, estas creencias pueden resultar peligrosas porque nos aboca a un idealismo extremos y hacen que nos quedemos sin agencia política. ¿Es este el sentido que tiene en Station Eleven al recitar los versos de Hamlet en un descampado entre ruinas? ¿Es un simple escapismo leer un comic sin parar? ¿Es un mecanismo de abstracción de la realidad? Yo diría que no, porque Station Eleven, más bien afirma que la creatividad también es resistencia.

El clásico libro de Ernst Bloch titulado El principio de la esperanza, escrito durante los años 1938 y 1947, concebido como reacción a la desesperanza que había generado la barbarie nazi, nos da una clave de hasta qué punto lo que consideramos “humanidad” está vinculada a los procesos creativos.  ¿Qué nos hace humanos?, ¿qué nos queda de humanidad después del colapso? La respuesta de Bloch es sencilla: lo que nos define es nuestra tendencia a desear siempre un mundo mejor. A esa tendencia la llamó “impulso utópico”, y vio en ella la forma de salir del nihilismo que impregnaba la reflexión filosófica después de la II Guerra Mundial. La tesis fundamental de ese trabajo es que del impulso utópico surgieron todas las artes: el teatro, la pantomima, el cine, la literatura, etcétera. Ese impulso no es propio de culturas determinadas ni de épocas históricas concretas, ya que ha acompañado siempre a la humanidad. Allí donde hay un ser humano pintando en una pared para conjurar los miedos o para darse suerte, otro cantando o rezando ante un ser querido que acaba de fallecer, otro adornándose el cuerpo con pinturas o inventando o adaptando una historia, ahí late ese impulso creativo que viene de la necesidad de mejorar la vida.

El impulso utópico es transformador. Mirar al futuro, para Bloch, es volvernos hacia el pasado, reconocer que la creatividad de tiempos anteriores de nuestra cultura es la que da sentido a nuestras creaciones presentes. En el viaje circular de La Caravana Viajera, en los recitados de los textos de Shakespeare podemos reconocer ese impulso liberador y a la vez creativo de la comunidad. Y es que en Station Eleven, las metáforas sobre la creatividad, la circularidad del tiempo, la interacción entre lo imaginario y lo real se producen constantemente. Como espectadores pasamos a formar parte de esa circularidad a través del vínculo que Bloch llamó: “la necesidad mímica”: la capacidad de disfrutar con las transformaciones, con los cambios, con la sensación de dirigirnos a ese mundo mejor, a esa utopía. Cuando vemos bailar a alguien y nos gusta, es porque reconocemos que: “ese algo que baila quiere ser otra cosa y viajar hacia allí”. Es el placer de experimentar con ser otra cosa, estar en otro mundo: “un placer no complaciente o hipócrita, sino experimentador”, dice Bloch.

En la serie hay un personaje interesante y amenazante: El Profeta (Tyler), un joven de la edad de Kristen que ha vivido una experiencia traumática, en la que se ve abandonado por los mayores, incluso su madre. Al crecer rechaza a los adultos, y crea a su alrededor una secta de niños a los que manipula. Es un personaje extraño, que se explica por el paralelismo con la historia que se cuenta en el cómic: niños perdidos que buscan volver a un mundo adulto que resulta horrible. Niños postpandemia, menos desconfiados que los prepandemia. En un momento de la historia, sus heridas emocionales se curan sólo cuando Tyler asume interpretar a Hamlet en una representación, y consigue así hablar, por fin con su madre que está representado a Gertrude, la madre de Hamlet. El arte como vínculo, el arte como terapia y salvación.

En esta serie, la catástrofe no es hollywodiense porque se muestra como un telón de fondo de una serie de acontecimientos que afectan no sólo al mundo material y social de las personas, sino a procesos de orden psicológico. Es un trabajo que pone ante nosotros una necesidad básica para la supervivencia futura: la necesidad de crear vínculos. Prepararse para el colapso requiere prestar atención a aspectos psicológicos, espirituales o metafísicos, la psicóloga Carolyn Baker afirma que: “además de preguntarnos qué podemos hacer, preguntémonos también quién podemos ser”.

 

‘Sentipensar’ mientras llega el futuro

 

“Sentipensar” es una palabra inventada por personas afrodescendientes de las comunidades pescadoras ribereñas de Colombia, que me viene a la cabeza como la más adecuada para entender lo que Station Eleven quiere contar. Es una palabra que pertenece al léxico afectivo de esos pueblos que vinculan la experiencia personal y el lenguaje que es común. Es una palabra que contradice nuestra separación entre alma y cuerpo, razón y pasión, naturaleza y cultura. Es una metáfora, pero también una forma de resistencia a pensar en claves de competición, de depredación, de explotación de la vida natural. ‘Sentipensar’ recoge las fórmulas de vida afrolatinas no asimiladas del todo por el capitalismo global, de pueblos cuyos individuos creen que es posible vivir felices en contacto con la naturaleza dejando de lado todo lo que serían las “políticas de desarrollo” por las que estos pueblos se han visto sometidos.

Station Eleven es un trabajo con un final positivo, porque vemos a lo mejor de la humanidad restituirse después de años de violencia, mientras emerge una sociedad no patriarcal que ha conseguido superar el trauma de la pérdida. Como en la vida misma, en la serie hay personas que comienzan a explorar cómo podrán los supervivientes del colapso superar el trauma que afectará a muchas personas. En Station Eleven son duras las pérdidas materiales, pero de las que se habla sobre todo son de las psicológicas, que sabemos que pueden ser muy duraderas.

Hoy sabemos ya que las consecuencias del cambio climático van a suponer una violencia extrema para mucha gente, lo está siendo ya, y lo bueno de la colapsología es que ha comenzado a pensar qué pasará no sólo con el bienestar material de la gente, sino con el bienestar psicológico. La serie conecta, no con el miedo al desastre material, sino con lo que podrían ser las claves de recuperación después del colapso. Invita a ‘sentipensar’ en cómo sobrevivir, poniendo en sintonía corazón y cabeza, no busca soluciones para que la vida no cambie, sino que asume que ya ha cambiado y que hay que superar las pérdidas. No se trata de aceptar el optimismo simplista o tontorrón que nos paraliza, se trata de asumir lo negativo que vendrá y seguir siendo activos, aceptando que somos seres emocionales en conexión con la naturaleza y con la vida. Ante el colapso, no tenemos nada que aprender de los héroes. 

 

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-Baker, C., L’Effondrement. Petit guide de resilience en temps de crise, Eco-société, 2013.

- Escobar, A. (2014), Sentipensar con la tierra, Medellín: Unaula.

-Requejo Graco, T.; Perales, V. (2022), Arte Ecosocial: Otras maneras de pensar, hacer y sentir, Madrid, Plaza y Valdés.

-Sevigne, P.; Stivens, R.; Chapelle, G. (2022), Otro fin del mundo es posible, Barcelona, Arpa.

-Valladares, F.; Cantera, X. ; Escudero, A. (2022) La salud planetaria, Madrid, CSIC.

-Wallace-Wells, D. (2019), El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, Barcelona, Debate.

Estación once. (Station Eleven) (2021) ‘Sentipensar’ después del colapso - 1

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