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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 21 de diciembre de 2024

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El lujo de visitar el Museo del Prado antes de que abra para el resto del público

¿Qué es el lujo? Algunos, quizás una gran parte, pueden entenderlo como mera ostentación: llevar un reloj de 500.000 euros o un coche de un millón de euros, pero existe otro tipo de lujos, como el cultural, con experiencias tan exclusivas como poder visitar el Museo del Prado antes de que abra sus puertas al público, sobre todo ahora que la visita a museos se ha convertido en un fenómeno de masas. Esta experiencia, realmente enriquecedora, está al alcance de unos pocos, y entre ellos los asistentes a Presente y futuro de los museos mundiales, el curso organizado este año por el Prado dentro de los Cursos de Verano de la UCM. Para que la visita tenga más calidad, los cerca de doscientos matriculados se dividen en cuatro grupos de unos cincuenta estudiantes, cada uno con un pinganillo y con una guía, en el caso del grupo al que nos acoplamos Mónica Monmeneu, experta en Historia del Arte y Cultura Visual, quien señala que será un recorrido por unas pocas obras maestras del Museo, pintadas entre 1443 y 1823.

 

La visita, para evitar la confluencia en los diferentes puntos, no se hace de manera cronológica y va dando saltos en el tiempo, pero aquí sí recuperamos su temporalidad para mantener el discurso evolutivo de la pintura que plantea la guía Mónica Monmeneu.

 

De esa manera, el viaje comienza con El descendimiento, óleo sobre tabla pintado por Van Der Weyden en torno a 1443 para la capilla de Nuestra Señora Extramuros de Lovaina. Monmeneu destaca que esta muestra del renacimiento del norte de Europa marca claramente la diferencia con lo que están haciendo sus contemporáneos del sur como Rafael y Miguel Ángel. A pesar de su aspecto más primitivo el cuadro tiene varias novedades, como la utilización del óleo, una pintura que tarda más en secarse y permite un enorme detalle, y el hecho de incluir elementos de los financiadores del cuadro, en este caso el gremio de ballesteros de la ciudad.

 

Este cuadro y otros muchos de épocas cercanas llegaron a la colección gracias a que Carlos I y Felipe II fueron grandes coleccionistas y mecenas. Entre las muchas compras del último de los Austrias mayores está también el Tríptico del jardín de las delicias (1490-1500) de El Bosco. Por la parte de atrás, representa, en blanco y negro a dios creando la Tierra, pero una vez abierto, que es como se expone en el Museo del Prado, sorprende por sus brillantes colores (también al óleo sobre tabla) y por esas escenas que van desde la aparición del ser humano a la lujuria que dominó el paraíso y a un infierno musical. Explica Monmeneu que ese tipo de infierno se puede explicar porque los Jinetes del Apocalipsis acabarían con la humanidad con música de trompetas, o bien porque "quizás en el pueblo del pintor había una orquesta horriblemente mala".

 

La tercera parada nos lleva a 1507 a los cuadros que pintó Durero de Adán y Eva, restaurados por el Prado hace ya casi una década. De estos dos cuadros destaca la gran factura del dibujo, propia del pintor, y también la gran firma con un anagrama que es una A, y dentro una D, que se corresponden con su nombre y su apellido. Según la guía "Durero llevó a juicio a unos contemporáneos que copiaron sus grabados, convirtiéndose así en la primera persona conocida con marca registrada, era una un artista comercial". El famoso autorretrato del pintor, colgado al lado de Adán y Eva, le  muestra no como pintor, sino como un caballero y es que "Durero quería mucho a Durero".

 

El lavatorio, de Tintoretto, en torno a 1547, marca el punto de partida en la galería central del Prado, la del renacimiento veneciano, totalmente diferente al del norte de Europa. Aquí destaca tanto la perspectiva lineal muy marcada con las baldosas del suelo, como las luces y las sombras que hacen que parezca que corre el aire entre las figuras. Al igual que otros venecianos, Tintoretto abandona la línea para centrarse en la mancha de color que ayuda a apreciar mejor la luz. Por su parte, la composición del cuadro, con la escena principal en una esquina, no se debe a una modernidad del autor, sino a su ubicación original en el ala de una iglesia.

 

Carlos V en la batalla de Mühlberg, de Tiziano (1548), es una de las grandes obras del Museo del Prado, en la que el rey aparece representado como un caballero cristiano y al mismo tiempo como un emperador romano. En el retrato se le ve a caballo, tras ganar una batalla, de la que se aleja de manera digna y elegante. Según Monmeneu, "las manchas de color del cielo recuerdan a Munch y el humo del final de la batalla que aparece al fondo bien podría ser un Turner".

 

Entre 1612 y 1614 El Grego pintó Adoración de los pastores, que lleva al "límite el manierismo de Tintoretto, estirando mucho las figuras, utilizando colores ácidos y jugando intensamente con luces y sombras". Frente a la luz amarilla del cuadro de Tintoretto aquí hay una luz blanca que podría proceder de la Luna, pero que tiene como foco de luz al propio niño Jesús. En oposición a los que creen que ese alargar las figuras típico del Greco se debía a sus problemas de visión, la guía opina qu se debe a que "le da un tono ascético, espiritual, llevando las figuras a su mínima expresión".

 

Algo que encaja, por cierto, con la exposición de esculturas de Giacometti, ubicadas por los pasillos del Prado hasta el 7 de julio, como parte de la conmemoración del bicentenario del Museo.

 

Entre 1629 y 1631, Velázquez viajó a Italia, para comprar obras para el rey Felipe IV, y aconsejado por Rubens para que saliese de España y viese otras obras. Allí pintó un par de obras, una de ellas en concreto, Vista del jardín de la Villa Medicis en Roma, de 1630, es según la guía, "la primera vez que pinta para sí mismo, algo propio del arte contemporáneo". Allí, en ese pequeño cuadro, el pintor utiliza la técnica del frotado, tras pintar en blanco, pasa por encima un paño para conseguir un tono rojizo que utilizará casi a lo largo de toda su carrera.

 

También por diversión, aunque luego se lo vendiese a la casa real, pinta La fragua de Vulcano, tras volver a España. En Italia ha visto el estudio anatómico de sus contemporáneos y aquí busca lucirse en ese tipo de representación del cuerpo humano masculino al tiempo que crea una historia mitológica, pero imbricada en una iconografía costumbrista.

 

Por esas fechas, Rubens pinta Las tres gracias, en la que el autor, con 53 años y recién casado con Helena Fourment, de 16, la retrata desnuda junto a otras dos mujeres. De acuerdo con Monmeneu, "aunque se suele decir, las mujeres no son especialmente gordas, sino que tienen las medidas clásicas, aunque son carnosas, tienen cuerpo, materia...". Para lucirse el pintor dibuja un paño de seda que reúne a las tres mujeres, que le permite demostrar su habilidad para pintar transparencias y al tiempo la sensualidad de "una tela que tapa, pero que no lo hace".

 

De vuelta a Velázquez, visitamos La rendición de Breda, pintada en torno a 1635, en la cual presenta la guerra de una manera elegante, al estilo de Tiziano y alejada de cuadros como La recuperación de Bahía de Todos los Santos, de Juan Bautista Maíno, donde el rey pisa la cabeza del enemigo derrotado, y que está ubicado justo enfrente en la misma sala.

 

La visita a Velázquez pasa, obligatoriamente por Las Meninas (1656), la obra cumbre del pintor y una de las más importantes de la Historia, en la que incluye una colección de todas las perspectivas posibles, de luces, colores y elementos llenos de simbología. Allí está Felipe IV, con la reina, quizás posando para Velázquez o quizás viendo cómo el pintor retrata a la infanta, la menina entregando un fúcaro lleno de bebidas para adelgazar como símbolo del poder de España en América, el propio pintor retratado junto a la familia real... Y miles de interpretaciones para disfrutar durante horas (si se puede) frente al cuadro.

 

Un salto natural en la historia de la pintura española va desde Velázquez hasta otro de nuestros grandes referentes, que no es otro que Goya, heredero de todo lo anterior y pintor también de corte, en su caso de Carlos III, a quien comienza retratando en 1786 de manera dieciochesca, y luego de Carlos IV, a quien pinta algo más sobrio en 1786, o en compañía de toda su familia en 1800, en un cuadro en el que Goya se pinta a sí mismo, en homenaje a Velázquez, aunque en un segundo plano, casi en tinieblas, y bastante agobiado por la presencia de una familia real, que según la guía no se llevaba especialmente bien, donde los enfrentamientos eran comunes y donde la que mandaba realmente era la reina.

 

Por supuesto, entre 1795 y 1807, pintó a las "mujeres más famosas del museo", las dos Majas, primero la desnuda, realizada con más detalle, y luego la vestida. Godoy, quien encargó el cuadro, quizás de su amante o más probablemente de la Duquesa de Alba, amante de Goya, tenía el cuadro de la Maja vestida en el exterior de un cuarto lleno de desnudos, entre ellos otros tan famosos como La venus del espejo, de Velázquez. Cuenta Monmeneu que la inquisición persiguió el cuadro, pero no por su desnudez, sino por representar a alguien conocido, lo que no era nada común.

 

En 1808 Goya fue testigo del levantamiento de los madrileños contra la ocupación de los franceses y en 1814 pintó dos famosos lienzos sobre ello, tanto el levantamiento en el centro de Madrid como los fusilamientos del día 3 de mayo. En ellos, el autor tiene ya una visión mucho más moderna de la guerra que la de Tiziano y Velázquez. Aquí no hay elegancia ni cortesía, sólo muerte de víctimas inocentes.

 

El paseo termina con una mirada hacia la incipiente modernidad que marcan las pinturas negras de Goya, un pintor que para aquel entonces había dejado de trabajar en la corte, estaba sordo, triste y solo, y que se dejó llevar, pintando en los muros de su casa lo que quiere pintar, sin ningún encargo, desde cuadros de brujas hasta el que es probablemente el cuadro más enigmático que hay en todo el Museo del Prado, el Perro semihundido.

 

Y ya sólo queda volver al mostrador, devolver el pinganillo y dar las gracias al Museo del Prado y a los Cursos de Verano de la Complutense por esta oportunidad única.

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