Imprenta
La irrupción de la imprenta
Durante el segundo cuarto del siglo XV un platero, Johann Gensfleisch zum Gutenberg, desarrolló una serie de procedimientos y herramientas que permitían producir en Mainz libros de «escritura artificial» mediante tipos móviles y reutilizables. La impresión de libros mediante estos tipos fue una idea de negocio excelente que, sin embargo, finalmente arruinó a Gutenberg que no pudo cancelar la deuda contraída con su socio Fust. No obstante, este fracaso, Gutenberg, es uno de los hombres que más trascendencia ha tenido en la historia de la humanidad. Sus invenciones hacían que el libro fuese un objeto más asequible y accesible diseminándose, en menos de un siglo, primero por los territorios de lo que hoy es Alemania, Italia y Francia, luego por España, los países del Este y del Norte de Europa y, posteriormente, por la Ámérica hispana y Oriente ya en pleno siglo XVI.
El primer libro impreso conocido en España es el Sinodal de Aguilafuente elaborado en Segovia por Juan Parix de Heidelberg en torno a 1472 por encargo del obispo Juan Arias Dávila. La producción hispana de ediciones del siglo XV se concentra especialmente en algunas ciudades que poseen universidades, una administración potente, una burguesía y una vida económica floreciente. En España destacan Salamanca, Sevilla, Barcelona, Burgos y Zaragoza y Valencia.
A diferencia de lo que ocurría con el libro manuscrito no universitario, el lector ya no tenía que ir a buscar una de las escasas copias de un libro, casi siempre en latín, encargar su copia o copiarlo personalmente para poderlo leer o tener, sino que el libro impreso llegaba a sus manos por medio de mercaderes que lo trasportaban entre las mercancías diversas producidas en lugares remotos que vendían en las ferias. Y todo ello sin demasiados errores, siendo un libro cuidado en cuanto al texto, su presentación y, sobre todo, mucho más económico. Al calor de una demanda creciente se instalaron imprentas en localidades cada vez lejanas que imprimen las obras más buscadas, también en sus propias lenguas.
Los poderes políticos y religiosos percibieron inmediatamente las posibilidades de la nueva técnica: por primera vez se podían obtener muchos ejemplares de un texto en muy poco tiempo, por un precio mucho más bajo por unidad que una copia de un manuscrito. Los gobernantes y la Iglesia utilizaron la imprenta para difundir creencias e ideas y conseguir textos normalizados: legislación, manuales de actuación…, cuyos ejemplares eran, además, perfectamente idénticos. Pero esta facilidad de obtener múltiples copias idénticas de un texto ponía en peligro las bases de ese mismo poder por lo que, primero, la Iglesia y, luego, los gobiernos comenzaron a legislar para evitar que las ideas adversas a sus intereses se infiltrasen entre las clases letradas. También algunos mercaderes y comerciantes vieron en la imprenta un negocio nuevo que podían desarrollar sin demasiada competencia y con un mercado potencial notable.
En la imprenta trabajaban el maestro que solía ser, generalmente, el propietario y dos tipos de oficiales: los cajistas, que copiaban un texto que servía de muestra reuniendo las letras de molde para formar materialmente las palabras, las líneas y las páginas, y los impresores propiamente dichos (batidor y tirador) que trabajaban en la prensa. Además, había correctores, cuya función era procurar la pureza y calidad gramatical y del texto. Puesto que, conforme el impreso se iba abriendo camino en las mentes y la cultura, el lector exigía una mayor perfección estética (técnica) y de contenido (científica) y los poderes, si se quería que el libro fuese publicado y se permitiese su difusión, exigían también una corrección con respecto a las ideas rectoras del mundo científico y religioso del momento. En las imprentas más importantes del momento los correctores forman grupos de discusión de las nuevas ideas, ya que son los primeros que tienen acceso a ellas, y proponen al maestro impresor ediciones de obras que desde su conocimiento científico consideran necesarias y rentables para el negocio, conformándose como una especie de consejo editorial.
Los libros impresos en el siglo XV (antes del 1 de enero de 1501) se denominan incunables, por encontrarse en la cuna de la imprenta. En general, poseen unas características y cierta idiosincrasia especial derivado de la emulación del códice manuscrito. En la confección de este nuevo libro se emplean por esa causa materiales que no lo eran: un papel muy grueso y, en ocasiones, con objeto de dotarlo de más lujo, pergamino. También los usos siguen siendo los mismos: formatos idénticos a los del libro manuscrito (principalmente folio y cuarto), ausencia de portada, uso de dos columnas de texto, tipografía similar a la letra usada en el manuscrito (gótica y romana o redonda), utilización de abreviaturas, letras de aviso o de espera, arracadas, reclamos… Y el uso del colofón, especialmente en los primeros tiempos como elemento identificador de la obra y de su fabricante. Los primeros incunables se decoraban exactamente igual que los manuscritos y pronto se comprobó que se podía incorporar ilustración xilográfica a la par que se imprimía y posteriormente estas ilustraciones podían colorearse forma manual. Este procedimiento permitía la obtención de libros ilustrados a un coste muy asequible.
Manuel Jose Pedraza Gracia
Universidad de Zaragoza