Antonio Colinas
Poeta, novelista, ensayista y traductor.
Ha publicado una obra variada que ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura en 1982.
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POEMAS PARA UN HOMENAJE
(Selección de Antonio Colinas)
Facultad de Filología. UCM
2025
Nacimiento al amor
«Traes contigo una música que embriaga el corazón»,
le dije, y en mis ojos rebosaban las lágrimas.
Llenos de fiebre tuve mis labios, que sonaban
encima de su piel. Por la orilla del río,
trotando en la penumbra, pasaban los caballos.
De vez en cuando, el viento dejaba alguna hoja
sobre la yerba oscura, entre los troncos mudos.
«Mira: con esas hojas comienza nuestro amor.
En mí toda la tierra recibirá tus besos»,
me dijo. Y yo contaba cada sofoco dulce
de su voz, cada poro de su mejilla cálida.
Estaba fresco el aire. Llovían las estrellas
sobre las copas densas de aquel soto de álamos.
Cuando la luna roja decreció, cuando el aire
se impregnó del aroma pesado de los frutos,
cuando fueron más tristes las noches y los hombres,
cuando llegó el otoño, nacimos al amor.
(De Preludios a una noche total, 1969)
Simonetta Vespucci
Simonetta:
por tu delicadeza
la tarde se hace lágrima,
funeral oración,
música detenida.
Simonetta Vespucci:
tienes el alma frágil
de virgen o de amante.
Ya Judith despeinada
o Venus húmeda
tienes el alma fina del mimbre
y la asustada inocencia
del soto de olivos.
Simonetta Vespucci:
por tus dos ojos verdes
Sandro Botticelli
te ha sacado del mar,
y por tus trenzas largas,
y por tus largos muslos.
Simonetta Vespucci,
que has nacido en Florencia.
(De Sepulcro en Tarquinia, 1975)
Giacomo Casanova acepta el cargo de bibliotecario que le ofrece en Bohemia el Conde de Walstein
Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Mirad: he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces, he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor: de Madrid a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor: aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.
Homenaje a Tiziano
(1576-1976)
He visto arder tus oros en los otoños de Murano,
en la cera aromada de los cirios de invierno;
tu verde en madrugadas adriáticas
y en los ciruelos de los jardines de Navagero;
tu azul en ciertas túnicas y vidrios
y en los cielos enamorados
de nuestra adolescencia
que nunca más veremos;
los ocres en los muros cancerosos
mordidos por la sal, en las fachadas
de granjas y herrerías;
tu rojo en cada teja de Venecia, en los clavos
de las Crucifixiones
o en los labios con vino de los músicos;
un poco de violeta
en los ojos maduros de las jóvenes;
tus negros
en las enredaderas funestas
sobrecargadas de muerte.
(De Astrolabio, 1979)
Canto X
Mientras Virgilio muere en Brindisi no sabe
que en el norte de Hispania alguien manda grabar
en piedra un verso suyo esperando a la muerte.
Éste es un legionario que, en un alba nevada,
ve alzarse un sol de hierro de entre los encinares.
Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,
a cuerno requemado, a humeantes escorias
con oro, en las que escarban con sus lanzas los bárbaros.
Un silencio más blanco que la nieve, el aliento
helado de las bocas de los caballos muertos,
caen sobre su esqueleto como petrificado.
«Oh dioses, ¿qué locura me trajo hasta estos montes
a morir y qué inútil mi escudo y esta espada
contra un amanecer de hogueras y de lobos?
En mi villa de Cumas un aroma de azahar
madurará en la boca de una noche azulada
y mis seres queridos pisarán ya la yerba
segada o nadarán en playas con estrellas.»
Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta
sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan,
en brazos de la muerte, la vida que soñaron.
«No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,
que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.
Dioses míos: cómo odio la guerra mientras siento
gotear en la nieve mi sangre enamorada.»
Al fin, cae la cabeza hacia un lado, y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
«Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio».
Canto XXXV
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
He respirado al lado del mar fuego de luz.
Lento respira el mundo en mi respiración.
En la noche respiro la noche de la noche.
Respira el labio en labio el aire enamorado.
Boca puesta en la boca cerrada de secretos,
respiro con la savia de los troncos talados,
y como roca voy respirando el silencio,
y como las raíces negras respiro azul
arriba en los ramajes de verdor rumoroso.
Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce
sombrío de mis venas toda la luz del mundo.
Y yo era un gran sol de luz que respiraba.
Pulmón el firmamento contenido en mi pecho
que inspirando la luz va espirando la sombra,
que nos anuncia el día y desprende la noche,
que inspirando la vida va espirando la muerte.
Inspirar, espirar, respirar: la fusión
de contrarios, el círculo de perfecta consciencia.
Ebriedad de sentirse invadido por algo
sin color ni sustancia y verse derrotado
en un mundo visible por esencia invisible.
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
Me he sentado en el centro del mundo a respirar.
Dormía sin soñar, mas soñaba profundo
y, al despertar, mis labios musitaban despacio
en la luz del aroma: “Aquel que lo conoce
se ha callado y quien habla ya no lo ha conocido”.
(De Noche más allá de la noche, 1983)
El muro blanco
Estoy sentado frente a un muro blanco:
áspero muro, seco como grito
de cristal, o quizás como la nieve
de infancia en el silencio de los páramos.
Un muro blanco, blanco como hueso
calcinado, o quizá como cal viva
que en las tumbas abraza carne blanca.
Y, mirándolo, yo también soy blanco,
pues blanco es el fuego o es la luz
que va y viene en las venas venturosas.
Mientras dure la luz no llegará
lo negro hasta este muro limpio y blanco.
Mientras dure mi luz todo lo blanco
del mundo envolverá la sala, el aire,
las horas de esta casa que es hoguera.
Estoy sentado frente a un muro blanco
esperándolo todo y obteniendo
todo de cuanto es nada en su blancura.
El muro que es desierto de mi alma.
El muro que es desierto de la luz.
(De Jardín de Orfeo, 1988)
La casa
Sobre la casa cae con brusquedad
el bosque de los pinos y la arrastra
al torrente reseco,
donde la arañan pitas y zarzales.
Ceniza de leña ardida, humo como un aroma
dulcísimo, corrupto de narcisos.
Pinta Alejandro en los muros blancos
el hondo azul del cielo y de la mar.
¡Rutina y placer de estaciones intensas!
Picotea un grupo de jilgueros
en los troncos cortados, detrás de los cristales
y en sus trinos se funde el fulgor
del almendro florido.
Almendro: sol de nieve que arde
para quemar los lomos de los libros,
para abrasar las ansias del vano conocer.
Y un silencio enorme, eco de infinitud,
o el zumbido febril de las abejas,
llena de contenido la música que oímos.
Siempre la luz nos llenará de gozo,
aunque llueva a mares en otoño,
sobre esta soledad,
aunque en noche de invierno, tenebrosa,
nos tiremos del lecho temblando, sudorosos,
para gritar: “El hombre
del largo gabán negro y sin rostro,
ha llegado a la casa,
golpea en nuestra puerta”.
(De Jardín de Orfeo, 1988)
Fe de vida
Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de las orquídeas
en las calas olvidadas.
Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y que no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie con los relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y discurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.
Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
O con la luz de todos los azules.
Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano
como a puñado de sal.
O de luz.
Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón –al fin– pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.
(De Libro de la mansedumbre, 1997)
La Madre de Todas las Fosas
Dicen que la Madre de Todas las Fosas
se encuentra al otro lado del océano,
cerca de una frontera y de un muro metálico,
aunque pudiera hallarse en otros sitios
(acaso en la sima de una mar muy cercana).
Junto a ella duerme un sueño de esperanza
la desesperación de muchos hombres
y mujeres que huyen
de la ciudad-infierno:
del acoso, el disparo, el hambre y la sed.
A veces éstas llevan, con la bala
que les quitó la vida,
un hijo en su vientre;
o, cruzando el desierto por la noche,
tienen al hijo vivo abrazado
al miedo de sus rostros.
La muerte no es la vida que soñaron.
¡Son ya tantas las quejas, tantas
esas declaraciones que a nada comprometen,
tantas las fotos, tantas las palabras
sobre la integración y las riquezas
del ilusorio paraíso, donde
los cuerpos pueden ser
materia de mercado,
o perder lo más grave
(el alma) habitando una chabola
con su televisor, bajo un cielo gris
plagado de antenas!
Aún no sabemos que la solución
puede hallarse en la raíz del ser,
allí donde el hombre acarició la tierra
que daba frutos,
besó la leña que le daba el fuego,
la piedra que fue ara,
y respiró la paz
en la luz.
Por ello, acabad
con la mercadería humana consentida,
llevad el agua a sus pozos secos,
devolvedle el agua a cada manantial
de sus aldeas,
que regrese el verdor a sus cultivos
y al monte sus rebaños.
Ofrecedles el pan de su maíz o de su trigo,
el vino de su viña,
la sombra de aquel árbol de su puerta,
su mesa de madera y el descanso
de su cama con sábanas de estrellas.
Dejad que el ser que huye
pueda seguir sembrando en su tierra,
que en ella reencuentre el verdadero
paraíso su sangre.
Dejad a esa mujer
(que hasta el nombre ha perdido)
que pueda llevar flores a la tumba
sin flores de su madre
y no que ella duerma para siempre
en el olvido
de la Madre de Todas las Fosas.
Zamira ama los lobos
Zamira ama los lobos.
Yo quisiera ir con ella a buscarlos
a las tierras más altas,
donde los robledales rojos de Sotillo
han perdido sus hojas en las fuentes,
allá donde los caballos
beben el agua helada de las cascadas
y se espera la nieve
como una bendición.
Tú y yo estamos en este hospital
esperando a la muerte.
No la muerte tuya ni la muerte mía,
sino la de aquellos que nos dieron la vida.
Y éstos ¿a quiénes pasarán,
cuando mueran, sus muertes?
Tú y yo esperando el final,
el vacío del límite,
mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros
como un cuchillo inocente.
Y es que, esperando la muerte de los otros,
esperamos un poco la muerte nuestra.
Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.
Quizá, por ello, yo deseo también
salir a buscarlos con ella este mes de diciembre
a los páramos altos,
a los prados remotos.
Y podríamos ver los espinos,
y las brasas de sangre del sol
en mimbrales morados.
Puesta ya en nuestros ojos
la venda de la nieve
que no pensemos más, que ya no nos deslumbre
el acre resplandor de los quirófanos.
Zamira ama los lobos.
Quiere escapar del laberinto
de piedra y cristal del dolor.
Zamira: partamos y no regresemos
(De Tiempo y abismo, 2002 )
Letanía del ciego que ve
Que este celeste pan del firmamento
me alimente hasta el último suspiro.
Que estos campos tan fieros y tan puros
me sean buenos, cada día más buenos.
Que si en tiempo de estío se me encienden las manos
con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno
los sienta como escarcha en mi tejado.
Que cuando me parezca que he caído,
porque me han derribado,
sólo esté arrodillándome en mi centro.
Que si alguien me golpea muy fuerte
sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo
de la fuente serena.
Que si la vida es un acabar,
cual veleta, chirriando en lo más alto,
allá arriba me calme para siempre,
se disuelva mi hierro en el azul.
Que si alguien, de repente, vino para arrancarme
cuanto sembré y planté llorando por las nubes,
me torne en nube yo, me torne en planta,
que sea aún semillas mis dos ojos
en los ojos sin lágrimas del perro.
Que si hay enfermedad sirva para curarme,
sea sólo el inicio de mi renacimiento.
Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,
amor venza a la muerte en ese beso.
Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,
que si cierro la boca para decirte todo,
y dejo de rozar tu carne ya sembrada,
que si cierro los ojos y venzo sin luchar
(victoria en la que nada soy ni obtengo),
te tenga a ti, silencio de mi cumbre,
o a ese sol abatido que es la nieve,
donde la nada es todo.
Que respirar en paz la música no oída
sea mi último deseo, pues sabed
que, para quien respira
en paz, ya todo el mundo
está dentro de él y en él respira.
Que si insiste la muerte,
que si avanza la edad, y todo y todos
a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,
me venza el mundo al fin en esa luz
que restalla.
Y su fuego
me vaya deshaciendo como llama
de vela: con dulzura, despacio, muy despacio,
como giran arriba extasiados los planetas.
Safo
Al fin, qué dicha poderte abrazar,
poderte amar en toda
tu inmensidad sublime,
mar de mis pesares, mar de mis delicias
y de mis goces.
Safo me llamo y sólo soy de ti.
Ábreme aún más los ojos, ábreme
aún más los muslos y los labios;
toma, oh mar, mi corazón sonámbulo,
que sea todo tuyo,
y traspásalo
con la blanca ebriedad de tus saetas
de fuego.
Clara en los Uffizi
Ibas despreocupada paseando
por las salas del museo de los Uffizi,
sin saber hacia dónde dirigir tus dos ojos;
avanzabas quizá con el cansancio
del que ha recorrido Florencia todo el día.
No sabías que, de repente, allí
te iba a asaltar un poderoso símbolo:
el de la inesperada Belleza,
el ideal sublime de Belleza y Verdad,
ese que (todavía) nos hace a los humanos
más humanos.
Botticelli fue el nombre del artista.
La Primavera el cuadro.
No supiste qué hacer
y te quedaste muda.
Simplemente dejaste que hablase el corazón.
Y te pusiste a llorar.
Y llorabas,
y llorabas.
A la Verdad y a la Belleza sólo
le faltaban el gozo de tus lágrimas.
Llamas en la morada
Morada, centro de mi ser
en llamas:
me has llamado y he acudido.
Aquí estoy devolviéndote
cuanto me diste.
Te devuelvo lo más sagrado:
mi infancia, las escasas
palabras del poema,
ese misterio transformado en música.
Te devuelvo
el pico amarillo del mirlo,
la piedra negra con su musgo verde,
las viñas adormecidas
por la helada,
el milagro de la mujer,
el vuelo en la noche de la lechuza blanca,
el ruiseñor ausente.
Me has llamado y he acudido
con este cuaderno negro,
con esta poca
de música,
con las palabras como brasas.
Don que me diste,
ofrenda que te entrego,
aunque mía no sea.
Me das este desvelo, un silencio
que sana
y que tan sólo es tuyo,
y que tan sólo es mío
en lo secreto
de esta soledad
poblada de abismos
maravillosos.
Tera
Deja que ascienda por tu río
que es mi río: el de los orígenes.
En él ya no hay orillas
que dividan las sangres
y hasta los lobos sólo son las almas
que bajan al anochecer a beber en sus aguas.
Nuestro río tiene los ojos inocentes
de la cierva que lleva a su cría
en su vientre
y que, antes de morir, espera mansa
el disparo.
Este río no nace de manantial alguno
sino de un enjambre de cascadas
que se funden en un lago que es Dios,
pues siendo uno el lago
a todas las aguas representa.
Es unidad de lo múltiple.
“Ya todo es uno y todo es diverso”,
nos dijeron los griegos,
y ya antes Lao Zi.
Asciendo por el río y ya no veo
a los nuestros, mas no nos olvidamos
de que el agua del río y nuestra sangre y la de ellos
son una unidad maravillosa.
Nuestro río nace de un sueño
de campanas hundidas,
de campanas de un pueblo sumergido
en lo hondo del lago
que suenan en la noche de San Juan.
Acaso sean, quienes ya se fueron,
los que esa noche tañen las campanas
para que no olvidemos que ellos fueron
los que lograron domar el hierro
y la madera rebelde de los robles.
Ellos hicieron resonar
los yunques en sus fraguas
hasta que lo más duro sólo fue
serena agua que fluye,
hasta que del metal y la madera
saltó la luz.
Sé que Heráclito pudo referirse
a un río como éste, del que fluye
belleza y verdad.
Siempre es el mismo y siempre será otro
para acabar perpetuándose
como ojo de cierva,
como espejo del cielo.
El río nos recuerda que nosotros
nunca debemos conocer el miedo,
pues nos sustentan los castaños
y las hayas más duras
que se yerguen ligeras para dar
alas a nuestro espíritu.
Nuestro río son muchos ríos
y tiene muchos nombres, mas nosotros
solemos llamarlo en secreto
Valparaíso.
(De En los prados sembrados de ojos, 2020)
Una granada azul
Hubo una vez una granada azul
que al estallar
sembró el firmamento
en mis ojos
de espejos astillados.
Esos fragmentos fueron los días de mi vida.
Hubo una vez una granada azul
que al estallar sembró un firmamento
de noches en mis ojos.
Fueron aquellas noches en que quise alcanzar
(y a veces lo logré)
algo muy parecido a una vida sublime.
Hubo una vez una granada azul
que al estallar dejó una semilla
de galaxias que lejos, muy lejos,
propagaron
otras vidas que nunca viviré.
A veces, me parece
que aún queda en mis ojos
una lágrima azul.
Acaso ella sea la semilla
que aún me ha de permitir
continuar sembrando esperanza
en paraísos diarios, ilusorios, últimos.
Así debiera ser
hasta que una noche esa semilla
de un azul intenso
se pose en mis ojos.
Será entonces una noche negra
la que habrá de abrirme al misterio
de los misterios.
¿O no?
(Inédito)
La música de lo invisible
“…contemplaba la estrella de Navidad”
(BORIS PASTERNAK)
¿Hubo alguien que viera alguna vez
girar en el silencio
de un cielo de oro
una corona de ángeles?
Me refiero a una escena
como la que Botticelli había pintado
en uno de sus cuadros,
la apoteosis
de su “Navidad mística”.
Al fin un día tuve una respuesta
para esta pregunta.
Fue en una cueva de Belén.
Me encontraba a solas junto a aquella monja
famélica y peregrina
que quién sabe de qué rincón del mundo
había llegado.
(¿No sería ella una aparición
de la monja Eteria,
la que un día del remoto siglo IV
vino hasta aquí desde su eremitorio
en los espesos montes del occidente extremo.)
Fue en esa cueva donde vi
(quiero decir sentí) una corona de ángeles
girando sobre el ara
de la estrella de plata
del pesebre.
Era una corona invisible,
pero yo iba sintiendo en mis ojos
la música de las alas de los ángeles.
Sobrevolaban sobre la pobreza.
La pobreza que acaso es otro estado
de la ausencia de amor.
Me pareció escuchar a veces, a lo lejos,
un eco áspero de disparos,
pero dentro la música temblaba
en las llamas de las lámparas de aceite.
La música vencía a las rocas
que una luz de fuego había tornado de oro,
y vencía también a la plata de la estrella,
y a la ebriedad de un humo azul de incienso.
Y comprendí que había descifrado
el misterio de la corona de ángeles
ahora invisibles,
los que iban produciendo
al girar, enlazados por sus manos, una música
que explicaba el amor en la pobreza,
la pobreza en el amor,
pues la soledad de la cueva
tan solo estaba rota por la perturbadora
presencia de la monja peregrina y famélica.
Yo estaba junto a ella cautivado
por aquel haz de nervios de su cuerpo
que también parecía
estar electrizado como el mío
por la música de lo invisible:
la que vencía al oro y a la plata,
la que enternecía
las gruesas losas de la gruta dentro,
la que enternecía
el negro desamor del mundo fuera.
Aquel viento
Era de noche.
Y en mi adolescencia.
No te olvido, viento suave.
Me llamaba la cima de un monte
y ascendí.
¿De dónde viniste viento
que allá arriba acudiste
para someterme?
Me llamó aquel viento que me abrió
el rostro, que me abrió
los ojos para ver
en lo negro,
y para derribarme
sobre un terreno áspero.
No sabía lo que estaba pasando
en mí y fuera de mí,
ni de quién era aquel viento-llamada.
No supe cuánto tiempo discurrió.
Sólo sé que, más tarde,
mientras descendía a tientas
por el sendero oscuro
hacia el canal de las moreras,
comprendí que mi cuerpo
iba lleno de música
que no me abandonaba,
que nunca me abandonó.
La luz es la semilla
El tiempo es fugaz y el mundo
se deshace o se borra
con los mismos odios
y las mismas guerras.
Nada hemos aprendido.
Pero nos sigue salvando la luz blanca,
de aquel mar
que ahora llevo y no llevo en mis ojos,
aquella misma luz
de los versos de un mar
que en la distancia llevo en mi interior.
¿O caso los llevo entre mis labios?
Creo que es la luz
de los versos de Safo y los de Horacio,
los de Shelley y Keats,
los de Valéry, Quasimodo, Seferis,
los de Espriu, Aleixandre, Gil-Albert.
Pero también la luz
que bajaron a buscar y que encontraron
en el sur más profundo
Montaigne, Goethe y Nicolas Poussin.
De este último he visto hace unos días
su tumba en Roma,
envuelta en otra luz (dorada).
Y soñé con tener esa felicidad serena
que Poussin sintió al final de sus días,
mientras tomaba un vasito de buen vino
sentado a la sombra de una parra romana,
viendo las piedras y los mismos pinos
que él eternizó en sus cuadros,
Las ruinas: almas muertas,
almas vivas del paisaje
y almas de esa luz,
precioso símbolo en el que aún
–¿hasta cuándo?–
gozaremos del pensar luminoso.
Gracias a este pensamiento
todavía no ha muerto en nosotros
el vivir soñando la luz blanca,
el soñar viviendo, esperando,
otra luz que es más luz.
Volando sobre Dinamarca, pienso en Kierkegaard/Unamuno
¡Habían pasado tantos años!
Entonces, yo tenía dieciocho,
pero tiempo después regresé
al origen.
Obligado estuve entonces a desvelar
los ocultos secretos del pasado.
Me refiero, por ejemplo, a aquel que contenía
una pesada caja de cartón,
la que dejé olvidada en casa de mis padres
cuando me fui muy lejos con mis sueños.
Abrirla suponía desvelar
un profundo secreto
de mi adolescencia,
pues dentro de ella hallé sin esperarlo
todos los libros de Unamuno,
los editados en la muy humilde
Colección Austral.
(Me refiero a esos libros
que algunas noches
tenía que dejar de cenar
para comprarlos.)
Eran aquellos libros que salvaron mi ánimo
en el laberinto de la urbe gris,
los mismos que leía en parques silenciosos
bajo nubes y soles enlutados,
los que apaciguaban
la ansiedad desnortada
de mi adolescencia.
Sí, los libros de Miguel
de Unamuno salvaban a leerlos.
Por fortuna, también fue aquel el tiempo
en el que caminé, por túneles de sombra,
en busca de Ella
hasta encontrarla.
También aquellos libros
me abrían al tiempo del amor.
La sierra
La sierra amoratada.
¿Es mayo y está en llamas
la plenitud violácea del brezo
o la sierra es un ángel
que ha caído del cielo
derribado por una tormenta
de piedras?
Sí, la sierra es un ángel
que duerme dulcemente
con sus labios de musgo
heridos por relámpagos.
El ángel duerme con sus alas rotas
y de ellas brota sangre amarilla.
Arriba, el cielo es negro.
Un cine
Ya no existe aquel cine,
ni su cafetería hermosa de posguerra
con estucos y espejos y maderas brillantes.
No está el camarero
detrás del mostrador
con su chaqueta entorchada,
blanca como la nieve.
El cine se llamaba “California”
y en él nos encontrábamos
las tardes de vacación,
en una soledad y en un silencio
sonoros.
No sólo en aquel cine vimos
las mejores películas
de los años sesenta y setenta.
Además, nosotros vivíamos
la más real de las películas
bajo las miradas de los espejos,
en la mesa secreta de un rincón.
Era tal el silencio que tan sólo hablaban
las palabras de los libros
que de una a otra mano nos pasábamos
y las palabras que nosotros mismo
callábamos, para mirándonos, decirnos todo.
Sublimes tardes en aquel rincón
del cine “California”;
solos los dos, pero tan llenos
de una historia
que empezamos a escribir
despacio, muy despacio,
con los ojos y las manos,
con los labios
que aún no se besaban.
DOS GUERRAS
Dpniéper
Por el río Dpniéper,
a contracorriente,
hace ya siglos,
el humanismo ascendió hasta Kiev
(Pushkin, Dostoievski, Tolstoi)
Esta noche,
por el río Dpniéper,
no asciende ni desciende
la paz de los poetas
hasta las cúpulas doradas
de Kiev, paraíso
de la espiritualidad.
(Ajmátova, Pasternak, Tsvietáieva)
Hoy, en las noches del río Dpniéper,
sólo hay
resplandores de sangre
en las almas y en los cielos.
Para olvidar el odio
Ponen a Dios al lado de la guerra
y a la guerra la amparan
bajo el nombre de Dios,
mas Dios es la no guerra
y la guerra es, sin duda, un contradiós.
Hace ya muchos años que alguien dijo
que no hay daño en la parte
que no afecte al todo,
pero el hombre aún no sabe que no sabe,
hacia adelante huye, siembra
desarmonía y otra vez terror
llama a terror
y guerra llama a guerra.
Ni siquiera parece que la piedra
sea ya sagrada, el tiempo se desangra, el espíritu
huye con su misterio de los templos,
se retira el pinar en llamas (ya no arde
al canto de cigarras);
desierto y mar avanzan con su escorias, son
las palabras un grito hueco, airado,
y el aire que dio vida ya no es
puro como la escarcha, fino como la nieve.
Mas en el mundo aún habrá esperanza
mientras alguien respire
en paz la última música,
y amanse con las yemas de sus dedos
cada muro de odio,
y el último estertor de lo sagrado
tiemble en los ojos abiertos
del niño muerto,
Abajo, la ignorancia secular,
la avidez y el no amor, el no saber
que no se sabe,
mientras lo misterioso
allá arriba se expande y se retira
con sus secretos.
Respirar aún en paz la fugitiva música
que no oímos,
respirar dulcemente la música que huye
a los prados remotos del firmamento, es todo
cuanto el hombre tendrá que conocer
para salvarse.
Sobre un tomito de Horacio
Pequeño libro de Horacio:
el tiempo feroz ha logrado arrugar
tu pergamino de oro,
pero las letras negras de tu noche blanca
aún están a salvo.
Alguien te imprimió y te cosió con cordel
en la Venecia de 1764,
pero yo te encontré siendo niño
(en la hora de la siesta
cuando todos dormían
y yo velaba)
en el lugar más pobre de la casa,
debajo de la escalera
que conducía al desván,
abandonado no se cuándo,
ni sé por qué o por quién.
Nada sabía yo entonces
de la matemática celeste
de los versos,
ni de que ésta me iba a acompañar
toda mi vida.
Te tenía olvidado,
pequeño libro muerto,
pequeño libro vivo;
pero hoy, en día gris,
te tengo en estas manos frías
por las que veo avanzar
un paisaje de tierra reseca,
los surcos de la edad.
Yo sé que tu mensaje
ha vencido al tiempo y a las vidas
de los que te acariciaron
con la música de sus ojos.
Gracias, humilde don
tarde hallado, por permitirme
leerte todavía.
Pequeño tesoro,
negrura de la tinta
sembrando en ti la infinitud,
Oro aquilatado del mensaje
que das luz con tu luz
a esa llama futura
que jamás se habrá de extinguir.