Grupos de investigación

Antonio Colinas


Poeta, novelista, ensayista y traductor.

Ha publicado una obra variada que ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura en 1982.

 

Más información

https://antoniocolinas.com/


POEMAS PARA UN HOMENAJE

(Selección de Antonio Colinas)

 

Facultad de Filología. UCM

2025

 

Nacimiento al amor

 

«Traes contigo una música que embriaga el corazón»,

le dije, y en mis ojos rebosaban las lágrimas.

Llenos de fiebre tuve mis labios, que sonaban

encima de su piel. Por la orilla del río,

trotando en la penumbra, pasaban los caballos.

De vez en cuando, el viento dejaba alguna hoja

sobre la yerba oscura, entre los troncos mudos.

«Mira: con esas hojas comienza nuestro amor.

En mí toda la tierra recibirá tus besos»,

me dijo. Y yo contaba cada sofoco dulce

de su voz, cada poro de su mejilla cálida.

Estaba fresco el aire. Llovían las estrellas

sobre las copas densas de aquel soto de álamos.

Cuando la luna roja decreció, cuando el aire

se impregnó del aroma pesado de los frutos,

cuando fueron más tristes las noches y los hombres,

cuando llegó el otoño, nacimos al amor.

 (De Preludios a una noche total, 1969)

 

Simonetta Vespucci

 

Simonetta:

por tu delicadeza

la tarde se hace lágrima,

funeral oración,

música detenida.

Simonetta Vespucci:

tienes el alma frágil

de virgen o de amante.

Ya Judith despeinada

o Venus húmeda

tienes el alma fina del mimbre

y la asustada inocencia

del soto de olivos.

Simonetta Vespucci:

por tus dos ojos verdes

Sandro Botticelli

te ha sacado del mar,

y por tus trenzas largas,

y por tus largos muslos.

Simonetta Vespucci,

que has nacido en Florencia.

(De Sepulcro en Tarquinia, 1975)

           

Giacomo Casanova acepta el cargo de bibliotecario que le ofrece en Bohemia el Conde de Walstein

 

Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.

Con la Revolución Francesa van muriendo

mis escasos amigos. Mirad: he recorrido

los países del mundo, las cárceles del mundo,

los lechos, los jardines, los mares, los conventos,

y he visto que no aceptan mi buena voluntad.

Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso

ser soldado en las noches ardientes de Corfú.

A veces, he sonado un poco el violín

y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia

con la música y arden las islas y las cúpulas.

Escuchadme, Señor: de Madrid a Moscú

he viajado en vano, me persiguen los lobos

del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas

detrás de mi persona, de lenguas venenosas.

Y yo sólo deseo salvar mi claridad,

sonreír a la luz de cada nuevo día,

mostrar mi firme horror a todo lo que muere.

Señor: aquí me quedo en vuestra biblioteca,

traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,

sueño con los serrallos azules de Estambul.

 

Homenaje a Tiziano

(1576-1976)

 

He visto arder tus oros en los otoños de Murano,

en la cera aromada de los cirios de invierno;

tu verde en madrugadas adriáticas

y en los ciruelos de los jardines de Navagero;

tu azul en ciertas túnicas y vidrios

y en los cielos enamorados

de nuestra adolescencia

que nunca más veremos;

los ocres en los muros cancerosos

mordidos por la sal, en las fachadas

de granjas y herrerías;

tu rojo en cada teja de Venecia, en los clavos

de las Crucifixiones

o en los labios con vino de los músicos;

un poco de violeta

en los ojos maduros de las jóvenes;

tus negros

en las enredaderas funestas

sobrecargadas de muerte.

(De Astrolabio, 1979)

 

Canto X

 

Mientras Virgilio muere en Brindisi no sabe

que en el norte de Hispania alguien manda grabar

en piedra un verso suyo esperando a la muerte.

Éste es un legionario que, en un alba nevada,

ve alzarse un sol de hierro de entre los encinares.

Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,

a cuerno requemado, a humeantes escorias

con oro, en las que escarban con sus lanzas los bárbaros.

Un silencio más blanco que la nieve, el aliento

helado de las bocas de los caballos muertos,

caen sobre su esqueleto como petrificado.

«Oh dioses, ¿qué locura me trajo hasta estos montes

a morir y qué inútil mi escudo y esta espada

contra un amanecer de hogueras y de lobos?

En mi villa de Cumas un aroma de azahar

madurará en la boca de una noche azulada

y mis seres queridos pisarán ya la yerba

segada o nadarán en playas con estrellas.»

Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta

sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan,

en brazos de la muerte, la vida que soñaron.

«No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,

que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.

Dioses míos: cómo odio la guerra mientras siento

gotear en la nieve mi sangre enamorada.»

Al fin, cae la cabeza hacia un lado, y sus ojos

se clavan en los ojos de otro herido que escucha:

«Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio».

 

Canto XXXV

 

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

He respirado al lado del mar fuego de luz.

Lento respira el mundo en mi respiración.

En la noche respiro la noche de la noche.

Respira el labio en labio el aire enamorado.

Boca puesta en la boca cerrada de secretos,

respiro con  la savia de los troncos talados,

y como roca voy respirando el silencio,

y como las raíces negras respiro azul

arriba en los ramajes de verdor rumoroso.

Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce

sombrío de mis venas toda la luz del mundo.

Y yo era un gran sol de luz que respiraba.

Pulmón el firmamento contenido en mi pecho

que inspirando la luz va espirando la sombra,

que nos anuncia el día y desprende la noche,

que inspirando la vida va espirando la muerte.

Inspirar, espirar, respirar: la fusión

de contrarios, el círculo de perfecta consciencia.

Ebriedad de sentirse invadido por algo

sin color ni sustancia y verse derrotado

en un mundo visible por esencia invisible.

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.

Me he sentado en el centro del mundo a respirar.

Dormía sin soñar, mas soñaba profundo

y, al despertar, mis labios musitaban despacio

en la luz del aroma: “Aquel que lo conoce

se ha callado y quien habla ya no lo ha conocido”.

(De Noche más allá de la noche,  1983)

 

El muro blanco

 

Estoy sentado frente a un muro blanco:

áspero muro, seco como grito

de cristal, o quizás como la nieve

de infancia en el silencio de los páramos.

Un muro blanco, blanco como hueso

calcinado, o quizá como cal viva

que en las tumbas abraza carne blanca.

 

Y, mirándolo, yo también soy blanco,

pues blanco es el fuego o es la luz

que va y viene en las venas venturosas.

Mientras dure la luz no llegará

lo negro hasta este muro limpio y blanco.

Mientras dure mi luz todo lo blanco

del mundo envolverá la sala, el aire,

las horas de esta casa que es hoguera.

 

Estoy sentado frente a un muro blanco

esperándolo todo y obteniendo

todo de cuanto es nada en su blancura.

El muro que es desierto de mi alma.

El muro que es desierto de la luz.

(De Jardín de Orfeo, 1988)

 

La casa

 

Sobre la casa cae con brusquedad

el bosque de los pinos y la arrastra

al torrente reseco,

donde la arañan pitas y zarzales.

Ceniza de leña ardida, humo como un aroma

dulcísimo, corrupto de narcisos.

Pinta Alejandro en los muros blancos

el hondo azul del cielo y de la mar.

¡Rutina y placer de estaciones intensas!

 

Picotea un grupo de jilgueros

en los troncos cortados, detrás de los cristales

y en sus trinos se funde el fulgor

del almendro florido.

Almendro: sol de nieve que arde

para quemar los lomos de los libros,

para abrasar las ansias del vano conocer.

Y un silencio enorme, eco de infinitud,

o el zumbido febril de las abejas,

llena de contenido la música que oímos.

 

Siempre la luz nos llenará de gozo,

aunque llueva a mares en otoño,

sobre esta soledad,

aunque en noche de invierno, tenebrosa,

nos tiremos del lecho temblando, sudorosos,

para gritar: “El hombre

del largo gabán negro y sin rostro,

ha llegado a la casa,

golpea en nuestra puerta”.

(De Jardín de Orfeo, 1988)

Fe de vida

 

Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)

sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)

Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,

el aroma del azahar, la noche de las orquídeas

en las calas olvidadas.

 

Sólo permanecer viendo el ave que pasa

y que no regresa; quedar

esperando a que el cielo amarillo

arda y se limpie con los relámpagos

que llegarán saltando de una isla a otra isla.

O contemplar la nube blanca

que, no siendo nada, parece ser feliz.

Quedar flotando y discurriendo de aquí para allá,

sobre las olas que pasan,

como remo perdido.

O seguir, como los delfines,

la dirección de un tiempo sentenciado.

 

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,

que se adormecen entre narcisos y faros.

Dejadme, no con la luz del conocimiento

(que nació y se alzó de este mar),

sino simplemente con la luz de este mar.

O con sus muchas luces:

las de oro encendido y las de frío verdor.

O con la luz de todos los azules.

Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,

que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,

a los días tensos, a las ideas como cuchillos.

Ser como olivo o estanque.

Que alguien me tenga en su mano

como a puñado de sal.

O de luz.

 

Cerrar los ojos en el silencio del aroma

para que el corazón –al fin– pueda ver.

Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.

Dejadme compartiendo el silencio

y la soledad de los porches,

la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme

con el plenilunio de los ruiseñores de junio,

que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.

Dejadme con la libertad que se pierde

en los labios de una mujer.

(De Libro de la mansedumbre, 1997)

 

La Madre de Todas las Fosas

 

Dicen que la Madre de Todas las Fosas

se encuentra al otro lado del océano,

cerca de una frontera y de un muro metálico,

aunque pudiera hallarse en otros sitios

(acaso en la sima de una mar muy cercana).

Junto a ella duerme un sueño de esperanza

la desesperación de muchos hombres

y mujeres que huyen

de la ciudad-infierno:

del acoso, el disparo, el hambre y la sed.

A veces éstas llevan, con la bala

que les quitó la vida,

un hijo en su vientre;

o, cruzando el desierto por la noche,

tienen al hijo vivo abrazado

al miedo de sus rostros.

La muerte no es la vida que soñaron.

 

¡Son ya tantas las quejas, tantas

esas declaraciones que a nada comprometen,

tantas las fotos, tantas las palabras

sobre la integración y las riquezas

del ilusorio paraíso, donde

los cuerpos pueden ser

materia de mercado,

o perder lo más grave

(el alma) habitando una chabola

con su televisor, bajo un cielo gris

plagado de antenas!

 

Aún no sabemos que la solución

puede hallarse en la raíz del ser,

allí donde el hombre acarició la tierra

que daba frutos,

besó la leña que le daba el fuego,

la piedra que fue ara,

y respiró la paz

en la luz.

 

Por ello, acabad

con la mercadería humana consentida,

llevad el agua a sus pozos secos,

devolvedle el agua a cada manantial

de sus aldeas,

que regrese el verdor a sus cultivos

y al monte sus rebaños.

Ofrecedles el pan de su maíz o de su trigo,

el vino de su viña,

la sombra de aquel árbol de su puerta,

su mesa de madera y el descanso

de su cama con sábanas de estrellas.

Dejad que el ser que huye

pueda seguir sembrando en su tierra,

que en ella reencuentre el verdadero

paraíso su sangre.

 

Dejad a esa mujer

(que hasta el nombre ha perdido)

que pueda llevar flores a la tumba

sin flores de su madre

y no que ella duerma para siempre

en el olvido

de la Madre de Todas las Fosas.

 

Zamira ama los lobos

 

Zamira ama los lobos.

Yo quisiera ir con ella a buscarlos

a las tierras más altas,

donde los robledales rojos de Sotillo

han perdido sus hojas en las fuentes,

allá donde los caballos

beben el agua helada de las cascadas

y se espera la nieve

como una bendición.

 

Tú y yo estamos en este hospital

esperando a la muerte.

No la muerte tuya ni la muerte mía,

sino la de aquellos que nos dieron la vida.

Y éstos ¿a quiénes pasarán,

cuando mueran, sus muertes?

Tú y yo esperando el final,

el vacío del límite,

mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros

como un cuchillo inocente.

Y es que, esperando la muerte de los otros,

esperamos un poco la muerte nuestra.

 

Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.

Quizá, por ello, yo deseo también

salir a buscarlos con ella este mes de diciembre

a los páramos altos,

a los prados remotos.

Y podríamos ver los espinos,

y las brasas de sangre del sol

en mimbrales morados.

Puesta ya en nuestros ojos

la venda de la nieve

que no pensemos más, que ya no nos deslumbre

el acre resplandor de los quirófanos.

 

Zamira ama los lobos.

Quiere escapar del laberinto

de piedra y cristal del dolor.

Zamira: partamos y no regresemos

(De Tiempo y abismo, 2002 )

 

Letanía del ciego que ve

 

Que este celeste pan del firmamento

me alimente hasta el último suspiro.

Que estos campos tan fieros y tan puros

me sean buenos, cada día más buenos.

Que si en tiempo de estío se me encienden las manos

con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno

los sienta como escarcha en mi tejado.

 

Que cuando me parezca que he caído,

porque me han derribado,

sólo esté arrodillándome en mi centro.

Que si alguien me golpea muy fuerte

sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo

de la fuente serena.

Que si la vida es un acabar,

cual veleta, chirriando en lo más alto,

allá arriba me calme para siempre,

se disuelva mi hierro en el azul.

Que si alguien, de repente, vino para arrancarme

cuanto sembré y planté llorando por las nubes,

me torne en nube yo, me torne en planta,

que sea aún semillas mis dos ojos

en los ojos sin lágrimas del perro.

 

Que si hay enfermedad sirva para curarme,

sea sólo el inicio de mi renacimiento.

Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,

amor venza a la muerte en ese beso.

Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,

que si cierro la boca para decirte todo,

y dejo de rozar tu carne ya sembrada,

que si cierro los ojos y venzo sin luchar

(victoria en la que nada soy ni obtengo),

te tenga a ti, silencio de mi cumbre,

o a ese sol abatido que es la nieve,

donde la nada es todo.

 

Que respirar en paz la música no oída

sea mi último deseo, pues sabed

que, para quien respira

en paz, ya todo el mundo

está dentro de él y en él respira.

Que si insiste la muerte,

que si avanza la edad, y todo y todos

a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,

me venza el mundo al fin en esa luz

que restalla.

                  Y su fuego

me vaya deshaciendo como llama

de vela: con dulzura, despacio, muy despacio,

como giran arriba extasiados los planetas.

 

Safo

 

Al fin, qué dicha poderte abrazar,

poderte amar en toda

tu inmensidad sublime,

mar de mis pesares, mar de mis delicias

y de mis goces.

Safo me llamo y sólo soy de ti.

 

Ábreme aún más los ojos, ábreme

aún más los muslos y los labios;

toma, oh mar, mi corazón sonámbulo,

que sea todo tuyo,

y traspásalo

con la blanca ebriedad de tus saetas

de fuego.

 

Clara en los Uffizi

 

Ibas despreocupada paseando

por las salas del museo de los Uffizi,

sin saber hacia dónde dirigir tus dos ojos;

avanzabas quizá con el cansancio

del que ha recorrido Florencia todo el día.

No sabías que, de repente, allí

te iba a asaltar un poderoso símbolo:

el de la inesperada Belleza,

el ideal sublime de Belleza y Verdad,

ese que (todavía) nos hace a los humanos

más humanos.

 

Botticelli fue el nombre del artista.

La Primavera el cuadro.

No supiste qué hacer

y te quedaste muda.

Simplemente dejaste que hablase el corazón.

Y te pusiste a llorar.

Y llorabas,

y llorabas.

A la Verdad y a la Belleza sólo

le faltaban el gozo de tus lágrimas.

 

Llamas en la morada

 

Morada, centro de mi ser

en llamas:

me has llamado y he acudido.

Aquí estoy devolviéndote

cuanto me diste.

Te devuelvo lo más sagrado:

mi infancia, las escasas

palabras del poema,

ese misterio transformado en música.

Te devuelvo

el pico amarillo del mirlo,

la piedra negra con su musgo verde,

las viñas adormecidas

por la helada,

el milagro de la mujer,

el vuelo en la noche de la lechuza blanca,

el ruiseñor ausente.

Me has llamado y he acudido

con este cuaderno negro,

con esta poca

de música,

con las palabras como brasas.

Don que me diste,

ofrenda que te entrego,

aunque mía no sea.

Me das este desvelo, un silencio

que sana

y que tan sólo es tuyo,

y que tan sólo es mío

en lo secreto

de esta soledad

poblada de abismos

maravillosos.

 

Tera

 

Deja que ascienda por tu río

que es mi río: el de los orígenes.

En él ya no hay orillas

que dividan las sangres

y hasta los lobos sólo son las almas

que bajan al anochecer a beber en sus aguas.

Nuestro río tiene los ojos inocentes

de la cierva que lleva a su cría

en su vientre

y que, antes de morir, espera mansa

el disparo.

 

Este río no nace de manantial alguno

sino de un enjambre de cascadas

que se funden en un lago que es Dios,

pues siendo uno el lago

a todas las aguas representa.

Es unidad de lo múltiple.

“Ya todo es uno y todo es diverso”,

nos dijeron los griegos,

y ya antes Lao Zi.

Asciendo por el río y ya no veo

a los nuestros, mas no nos olvidamos

de que el agua del río y nuestra sangre y la de ellos

son una unidad maravillosa.

 

Nuestro río nace de un sueño

de campanas hundidas,

de campanas de un pueblo sumergido

en lo hondo del lago

que suenan en la noche de San Juan.

Acaso sean, quienes ya se fueron,

los que esa noche tañen las campanas

para que no olvidemos que ellos fueron

los que lograron domar el hierro

y la madera rebelde de los robles.

Ellos hicieron resonar

los yunques en sus fraguas

hasta que lo más duro sólo fue

serena agua que fluye,

hasta que del metal y la madera

saltó la luz.

 

Sé que Heráclito pudo referirse

a un río como éste, del que fluye

belleza y verdad.

Siempre es el mismo y siempre será otro

para acabar perpetuándose

como ojo de cierva,

como espejo del cielo.

El río nos recuerda que nosotros

nunca debemos conocer el miedo,

pues nos sustentan los castaños

y las hayas más duras

que se yerguen ligeras para dar

alas a nuestro espíritu.

 

Nuestro río son muchos ríos

y tiene muchos nombres, mas nosotros

solemos llamarlo en secreto

Valparaíso.

(De En los prados sembrados de ojos, 2020)

 

                              

Una granada azul

                                     

Hubo una vez una granada azul

que al estallar

sembró el firmamento

en mis ojos

de espejos astillados.

Esos fragmentos fueron los días de mi vida.

 

Hubo una vez una granada azul

que al estallar sembró un firmamento

de noches en mis ojos.

Fueron aquellas noches en que quise alcanzar

(y a veces lo logré)

algo muy parecido a una vida sublime.

 

Hubo una vez una granada azul

que al estallar dejó una semilla

de galaxias que lejos, muy lejos,

propagaron

otras vidas que nunca viviré.

 

A veces, me parece

que aún queda en mis ojos

una lágrima azul.

Acaso ella sea la semilla

que aún me ha de permitir

continuar sembrando esperanza

en paraísos diarios, ilusorios, últimos.

 

Así debiera ser

hasta que una noche esa semilla

de un azul intenso

se pose en mis ojos.

Será entonces una noche negra

la que habrá de abrirme al misterio

de los misterios.

¿O no?

                                    (Inédito)

 

La música de lo invisible

 

              “…contemplaba la estrella de Navidad”

               (BORIS PASTERNAK)

               

¿Hubo alguien que viera alguna vez

girar en el silencio

de un cielo de oro

una corona de ángeles?

Me refiero a una escena

como la que Botticelli había pintado

en uno de sus cuadros,

la apoteosis

de su “Navidad mística”.

 

Al fin un día tuve una respuesta

para esta pregunta.

Fue en una cueva de Belén.

Me encontraba a solas junto a aquella monja

famélica y peregrina

que quién sabe de qué rincón del mundo

había llegado.

(¿No sería ella una aparición

de la monja Eteria,

la que un día del remoto siglo IV

vino hasta aquí desde su eremitorio

en los espesos montes del occidente extremo.)

 

Fue en esa cueva donde vi

(quiero decir sentí) una corona de ángeles

girando sobre el ara

de la estrella de plata

del pesebre.

Era una corona invisible,

pero yo iba sintiendo en mis ojos

la música de las alas de los ángeles.

Sobrevolaban sobre la pobreza.

La pobreza que acaso es otro estado

de la ausencia de amor.

 

Me pareció escuchar a veces, a lo lejos,

un eco áspero de disparos,

pero dentro la música temblaba

en las llamas de las lámparas de aceite.

La música vencía a las rocas

que una luz de fuego había tornado de oro,

y vencía también a la plata de la estrella,

y a la ebriedad de un humo azul de incienso.

 

Y comprendí que había descifrado

el misterio de la corona de ángeles

ahora invisibles,

los que iban produciendo

al girar, enlazados por sus manos, una música

que explicaba el amor en la pobreza,

la pobreza en el amor,

pues la soledad de la cueva

tan solo estaba rota por la perturbadora

presencia de la monja peregrina y famélica.

 

Yo estaba junto a ella cautivado

por aquel haz de nervios de su cuerpo

que también parecía

estar electrizado como el mío

por la música de lo invisible:

la que vencía al oro y a la plata,

la que enternecía

las gruesas losas de la gruta dentro,

la que enternecía

el negro desamor del mundo fuera.

 

Aquel viento

 

Era de noche.

Y en mi adolescencia.

No te olvido, viento suave.

Me llamaba la cima de un monte

y ascendí.

¿De dónde viniste viento

que allá arriba acudiste

para someterme?

 

Me llamó aquel viento que me abrió

el rostro, que me abrió

los ojos para ver

en lo negro,

y para derribarme

sobre un terreno áspero.

No sabía lo que estaba pasando

en mí y fuera de mí,

ni de quién era aquel viento-llamada.

 

No supe cuánto tiempo discurrió.

Sólo sé que, más tarde,

mientras descendía a tientas

por el sendero oscuro

hacia el canal de las moreras,

comprendí que mi cuerpo

iba lleno de música

que no me abandonaba,

que nunca me abandonó.

 

La luz es la semilla

 

El tiempo es fugaz y el mundo

se deshace o se borra

con los mismos odios

y las mismas guerras.

Nada hemos aprendido.

Pero nos sigue salvando la luz blanca,

de aquel mar

que ahora llevo y no llevo en mis ojos,

aquella misma luz

de los versos de un mar

que en la distancia llevo en mi interior.

¿O caso los llevo entre mis labios?

Creo que es la luz

de los versos de Safo y los de Horacio,

los de Shelley y Keats,

los de Valéry, Quasimodo, Seferis,

los de Espriu, Aleixandre, Gil-Albert.

Pero también la luz

que bajaron a buscar y que encontraron

en el sur más profundo

Montaigne, Goethe y Nicolas Poussin.

 

De este último he visto hace unos días

su tumba en Roma,

envuelta en otra luz (dorada).

Y soñé con tener esa felicidad serena

que Poussin sintió al final de sus días,

mientras tomaba un vasito de buen vino

sentado a la sombra de una parra romana,

viendo las piedras y los mismos pinos

que él eternizó en sus cuadros,

 

Las ruinas: almas muertas,

almas vivas del paisaje

y almas de esa luz,

precioso símbolo en el que aún

–¿hasta cuándo?–

gozaremos del pensar luminoso.

Gracias a este pensamiento

todavía no ha muerto en nosotros

el vivir soñando la luz blanca,

el soñar viviendo, esperando,

otra luz que es más luz.

 

Volando sobre Dinamarca, pienso en Kierkegaard/Unamuno

 

¡Habían pasado tantos años!

Entonces, yo tenía dieciocho,

pero tiempo después regresé

al origen.

Obligado estuve entonces a desvelar

los ocultos secretos del pasado.

Me refiero, por ejemplo, a aquel que contenía

una pesada caja de cartón,

la que dejé olvidada en casa de mis padres

cuando me fui muy lejos con mis sueños.

 

Abrirla suponía desvelar

un profundo secreto

de mi adolescencia,

pues dentro de ella hallé sin esperarlo

todos los libros de Unamuno,

los editados en la muy humilde

Colección Austral.

(Me refiero a esos libros

que algunas noches

tenía que dejar de cenar

para comprarlos.)

 

Eran aquellos libros que salvaron mi ánimo

en el laberinto de la urbe gris,

los mismos que leía en parques silenciosos

bajo nubes y soles enlutados,

los que apaciguaban

la ansiedad desnortada

de mi adolescencia.

Sí, los libros de Miguel

de Unamuno salvaban a leerlos.

 

Por fortuna, también fue aquel el tiempo

en el que caminé, por túneles de sombra,

en busca de Ella

hasta encontrarla.

También aquellos libros

me abrían al tiempo del amor.

 

La sierra

 

La sierra amoratada.

¿Es mayo y está en llamas

la plenitud violácea del brezo

o la sierra es un ángel

que ha caído del cielo

derribado por una tormenta

de piedras?

 

Sí, la sierra es un ángel

que duerme dulcemente

con sus labios de musgo

heridos por relámpagos.

 

El ángel duerme con sus alas rotas

y de ellas brota sangre amarilla.

Arriba, el cielo es negro.

 

Un cine

 

Ya no existe aquel cine,

ni su cafetería hermosa de posguerra

con estucos y espejos y maderas brillantes.

No está el camarero

detrás del mostrador

con su chaqueta entorchada,

blanca como la nieve.

 

El cine se llamaba “California”

y en él nos encontrábamos

las tardes de vacación,

en una soledad y en un silencio

sonoros.

 

No sólo en aquel cine vimos

las mejores películas

de los años sesenta y setenta.

Además, nosotros vivíamos

la más real de las películas

bajo las miradas de los espejos,

en la mesa secreta de un rincón.

 

Era tal el silencio que tan sólo hablaban

las palabras de los libros

que de una a otra mano nos pasábamos

y las palabras que nosotros mismo

callábamos, para mirándonos, decirnos todo.

 

Sublimes tardes en aquel rincón

del cine “California”;

solos los dos, pero tan llenos

de una historia

que empezamos a escribir

despacio, muy despacio,

con los ojos y las manos,

con los labios

que aún no se besaban.

 

DOS GUERRAS

Dpniéper

 

Por el río Dpniéper,

a contracorriente,

hace ya siglos,

el humanismo ascendió hasta Kiev

(Pushkin, Dostoievski, Tolstoi)

 

Esta noche,

por el río Dpniéper,

no asciende ni desciende

la paz de los poetas

hasta las cúpulas doradas

de Kiev, paraíso

de la espiritualidad.

(Ajmátova, Pasternak, Tsvietáieva)

 

Hoy, en las noches del río Dpniéper,

sólo hay

resplandores de sangre

en las almas y en los cielos.

                                     

Para olvidar el odio

 

Ponen a Dios al lado de la guerra

y a la guerra la amparan

bajo el nombre de Dios,

mas Dios es la no guerra

y la guerra es, sin duda, un contradiós.

Hace ya muchos años que alguien dijo

que no hay daño en la parte

que no afecte al todo,

pero el hombre aún no sabe que no sabe,

hacia adelante huye, siembra

desarmonía y otra vez terror

llama a terror

y guerra llama a guerra.

 

Ni siquiera parece que la piedra

sea ya sagrada, el tiempo se desangra, el espíritu

huye con su misterio de los templos,

se retira el pinar en llamas (ya no arde

al canto de cigarras);

desierto y mar avanzan con su escorias, son

las palabras un grito hueco, airado,

y el aire que dio vida ya no es

puro como la escarcha, fino como la nieve.

 

Mas en el mundo aún habrá esperanza

mientras alguien respire

en paz la última música,

y amanse con las yemas de sus dedos

cada muro de odio,

y el último estertor de lo sagrado

tiemble en los ojos abiertos

del niño muerto,

Abajo, la ignorancia secular,

la avidez y el no amor, el no saber

que no se sabe,

mientras lo misterioso

allá arriba se expande y se retira

con sus secretos.

Respirar aún en paz la fugitiva música

que no oímos,

respirar dulcemente la música que huye

a los prados remotos del firmamento, es todo

cuanto el hombre tendrá que conocer

para salvarse.

 

Sobre un tomito de Horacio

 

Pequeño libro de Horacio:

el tiempo feroz ha logrado arrugar

tu pergamino de oro,

pero las letras negras de tu noche blanca

aún están a salvo.

Alguien te imprimió y te cosió con cordel

en la Venecia de 1764,

pero yo te encontré siendo niño

(en la hora de la siesta

cuando todos dormían

y yo velaba)

en el lugar más pobre de la casa,

debajo de la escalera

que conducía al desván,

abandonado no se cuándo,

ni sé por qué o por quién.

 

Nada sabía yo entonces

de la matemática celeste

de los versos,

ni de que ésta me iba a acompañar

toda mi vida.

Te tenía olvidado,

pequeño libro muerto,

pequeño libro vivo;

pero hoy, en día gris,

te tengo en estas manos frías

por las que veo avanzar

un paisaje de tierra reseca,

los surcos de la edad.

Yo sé que tu mensaje

ha vencido al tiempo y a las vidas

de los que te acariciaron

con la música de sus ojos.

 

Gracias, humilde don

tarde hallado, por permitirme

leerte todavía.

Pequeño tesoro,

negrura de la tinta

sembrando en ti la infinitud,

Oro aquilatado del mensaje

que das luz con tu luz

a esa llama futura

que jamás se habrá de extinguir.