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Prólogo de Fernando Gómez Redondo 2009

Una lectura (no crítica)

 por

Fernando Gómez Redondo

(Universidad de Alcalá)

 

No resulta fácil deslindar las materias y géneros que se funden en los libros de creación de José Manuel Lucía Megías. Todos son de poesía, en principio, y se abren a una constelación de temas que podrían ser los previsibles –el amor, la belleza, la pérdida de la infancia, el mismo vivir diario- si no fuera por el tratamiento renovador con que los enfoca y el ritmo distinto con que pulsa unos versos que quiebran todos los límites: véase, si no, cómo debe leerse Prometeo condenado (2004) –las páginas del libro han de pasarse de arriba abajo- o el bellísimo proceso de imágenes y de tintas, de signos y de fechas con que se entrega el Diario de un viaje a la Tierra del Dragón (2004). El verso libre es el recurso obligado para dar rienda a una fluidez expresiva que se desborda en sí misma, buscando los remansos de las anáforas y de los paralelismos para intentar contener la emoción poética, para seguir hurgando en el territorio que las palabras conquistan y expanden, recorren y definen. Precisamente, porque se trata de una poesía emergida de una voz verdadera, herida por la vida y comprometida con la belleza, los poemas de José Manuel Lucía, para serlo plenamente, requieren de la ejecución teatral: llevan dentro de sí el movimiento, el repertorio de gestos, el muestrario suficiente de timbres y de acentos como para ser creados sobre una escena. Era sólo cuestión de tiempo que esos versos concretaran la densidad humana necesaria para proponer figuras escénicas; bastaba con que se respondieran y se interpelaran los unos a los otros, con que sus imágenes se precipitaran en busca de otras nuevas, con que convocaran frágiles presencias de seres a la deriva –siempre la poesía se enfrenta al mundo- o de amantes congraciados en el triunfo de la pasión. Así ha nacido Tríptico, como resultado de las contradicciones examinadas en los otros poemarios, de la tensión continua que se genera entre la vida y el amor, entre el deseo y la realidad. Ya en 2004, Prometeo se entregaba con un «Pliego poético» que aparece ahora incluido en esta sabia conjunción de lírica y de dramática, sin que se pueda saber cuál de las dos facetas predomina sobre la otra.

Ensayos de este carácter eran habituales entre los poetas del veintisiete. Parece lógico que este profesor de filología románica –avezado traductor, sutil instigador de lecturas caballerescas, conspicuo cervantista- haya asimilado los esquemas de experimentación literaria de las vanguardias, de algunos creadores canónicos como Alberti o como el último Lorca. Algunas secuencias de este Tríptico arrancan de esa memoria y muchas de sus imágenes remiten no tanto al teatro poético de estos dos autores, como a la fuente de la que derivan muchas de sus obras: Sobre los ángeles y Poeta en Nueva York. Con la diferencia de que aquí la profunda crisis de conciencia que se proclama –religiosa, ética, humana- es salvada finalmente por el amor.

Importa -y mucho- el orden con que estas piezas se engranan hasta formar un todo consecuente con el avance de la acción dramática; están escritas en distintos momentos, pero se enlazan en una estructura firme y precisa, apuntada en ese título –Tríptico- que refleja la dimensión ternaria con que el libro entero se ha formado, la triple triplicidad de los órdenes que lo constituyen: hay «3 poemas escénicos», hay «3 monólogos» y hay «1 Epílogo a 3 voces». En el espacio interno de esta obra, se dibujan –como en la escena- nueve líneas de contenido que lo cruzan -y que se cruzan- multiplicando la red de motivos que aparece en cada uno de estos tres planos.

 

  1. «3 poemas escénicos»

 

El primero de los «3 poemas escénicos» es una prodigiosa altercatio, en la que se analiza la dualidad, el enfrentamiento latente entre el bien y el mal, a través de dos personajes –Ángel o Demonio- que son figuración de un mismo ser que se atrae y se repele, que se busca y se rechaza, que se quiere y se odia, que necesita de la otra mitad para poder completarse, pero la aparta de sí porque teme colmar esa vida ofrendada, para seguir deseando ser el que se es a través del otro, porque a través de uno mismo no se quieren reconocer esas circunstancias.

Las acotaciones –cargadas de materia poética- descubren los recovecos de que se alimentan estas «voces» que surgen de la propia poesía, que se deslizan por el escenario como si delinearan versos medidos por el compás de sus deseos: «Caminan al ritmo de los versos: cada pisada es un verso, como cada latido del corazón también lo es». Sinuosos, se aproximan y se vuelven a alejar, reconociéndose y temiéndose en lo que cada uno de ellos ve de sí mismo y presiente que el otro posee. Se advierte: «son iguales». Por ello, la metáfora del espejo se convierte en clave de relación de las ideas que van atrapando estos dos seres al observar, en la interioridad del otro, la personal dimensión de su ser, pero sin llegar a saberlo plenamente: «Nunca se sabrá quién es quién, o si realmente son dos, o si realmente es uno solo, ya que todo acaba como empieza... o tal vez ¿empieza como acaba?». No hay acción dramática que pueda resolver esta paradoja, sólo un continuo movimiento escénico en el que dos figuras se van enredando en súplicas y rechazos, en deseos y alejamientos, para volver a buscarse y repetir, invertidas, similares secuencias de imágenes poéticas; se traza un círculo en el que los propios versos marcan el arranque y el cierre de una dualidad que tampoco lo es ya que las palabras y la réplica de la primera figura han sido repetidas por la otra; así, el poema escénico comienza con un «Ya no te quiero» [1] al que se responde con un «Ya no puedo dejar de quererte» para que al final quien se había negado a querer afirme «Ya no puedo dejar de quererte» y reciba como respuesta el «Ya no te quiero» [22] que él mismo había dicho sin que parezca recordarlo.

Acompasado a estos impulsos de acercamiento y de rechazo crece el poema escénico, los grupos estróficos que lo desarrollan; se trata de núcleos que contienen el mismo número de versos que giran en torno a una imagen central de la que arranca un racimo de ideas poéticas, entrelazadas mediante paralelismos y anáforas que sostienen la angustiada búsqueda de aquello que continuamente se refuta. Es el deseo de amar, atravesando los cinco sentidos [6]; es la nostalgia del tiempo prendido en recuerdos que dibujan escenarios de amor ahora cegados -«No quiero volver la cabeza atrás y verme una vez más, / y verme sonriendo una vez más abrazado a tu pecho» [7]-; es la ausencia de la mirada que devuelve el espejo en que quedaban apresados los sueños del amanecer[1]; es el descubrimiento de las «raíces» de amar en los recodos perdidos del corazón. Una a una, las circunstancias que evocan estas figuras en el cadencioso desarrollo de su vivir completan las fases de una apasionada historia de amor que se afirma y se niega en la alegría y el dolor fundidos irremisiblemente, atrapando la dimensión de la naturaleza en su queja, también los confines más cercanos de la cotidianidad: «Sin ti, el teléfono se ha quedado mudo para siempre, / y para siempre tuerta la televisión; un infierno la casa» [11].

Once secuencias poemáticas para que la figura primera proclame su intención de alejarse de la que le persigue y suplica por su amor desesperada para que –y es la acotación- en «un segundo, sólo un segundo» todo cambie, el «milagro» súbito de las revelaciones amorosas transforme a estos seres: quien negaba ahora desea, quien imploraba ahora rechaza. La tensión es mayor porque la mínima acción se disuelve en el vuelo con que las palabras acaban convertidas en puras sílabas: «Aléjate de mi lado, aleja de mí tantas sílabas, tantas palabras» [12] o «estar aquí, poderte casi tocar con las sílabas de mis dedos» [13] anuncia ahora la segunda figura al ofrecerle la primera su cuerpo -«y la revolución de las sílabas acabará con las negaciones» [12]- y añorar el aliento necesario para que su «lengua» pudiera hablar [13]. Son diferentes y son el mismo: están ante sí y se completan, permanecen mirándose y no se encuentran: ««y todavía no te has ido, y todavía no me he ido» [15]. La belleza de las imágenes es dolorosa por la urgente destrucción de los recuerdos -«Es demasiado tarde para los cuchillos de los espejos» [16]- y el lacerante deseo de amar, de completar la realidad cobijada bajo los nombres: «Déjame terminar la circunferencia de tus vocales» [19]. Porque el ser es el mismo, aunque no lo sepa, aunque no quiera saberlo, aunque lo afirme y lo niegue[2].

El segundo poema escénico –el que se entregaba como pliego de cordel en 2004- se presenta como un «grito poético ante una tragedia absurda... más que absurda». Son, ahora, dos sombras, sin identidad precisa, las que avanzan entre un campo sembrado por hojas de periódicos; el escenario se carga de la peor actualidad; carteles y pintadas en los muros dibujan la sordidez de la que pretenden escapar. Arrancados de la eternidad del desierto, estas sombras desnudas, «vestidas con nada», buscan los materiales para formar la palabra «paz»; requieren barras y estrellas y encuentran todo lo contrario: un «barrote de policía / con la sonrisa ensangrentada de una estudiante», también «palabras» arrancadas de «las columnas de los diccionarios», que una de las sombras quisiera poder comer, aun reducidas a consonantes y a vocales, a la simple reclusión de los sentidos[3]; pero la «paz» no aparece ni siquiera en un delirante desfile de vocablos que empiezan por «p», en un párrafo que recuerda a los alardes de experimentación creativa del mejor Barroco.

No pueden estas sombras encontrar la paz porque está perdida, porque las palabras poseen varias caras y las noticias –insidiosas ratas- devoran las letras «sin dejar ni rastro de sus huecos, de su historia». Por eso, leen «guerra» en los mensajes que parecen aludir a la «paz» reclamada. Las dos sombras se sienten aprisionadas en el despropósito de su misión: una se agita revolviendo los periódicos, otra se sume en la lectura de «un libro-paloma, blanco, reluciente, luminoso», del que lee en voz baja definiciones precisas de esa «paz» ansiada, que ahora refulge como «palabra» o «paloma» o «añoranza» o «gemido», para transformarse de súbito en un poema de guerra, en el que los vocablos se convierten en bombas, explotan en las conciencias de los seres envenenados por la avaricia y el consumo. El miedo invade a las sombras y la seguridad de su condena les revela la circunstancia de su muerte, de la vaciedad de su cuerpo, de las propias palabras que pronuncian para convertirse en la nada y abandonar la búsqueda de aquellas «barras y estrellas» que se disuelven en el vacío, mientras las sombras se transforman en peleles o marionetas[4].

El tercer poema escénico -«Soy uno»- plantea una mayor complejidad, a la que contribuye el propio alargamiento del verso, casi versículo ahora. Se anuncia como un solo acto que se multiplica por «cuatro» gracias al artificio de cuatro espejos que deben reproducir la imagen del actor, elevarla a la infinita dimensión de ser. La escena es una caja de espejos que contiene la «confusión melodramática» en la que se encuentra esa figura –la más albertiana del conjunto- «que se inventa ángeles / en el polvo de las aceras», que se declara cansada y vencida por el sueño, también por la precisa edad de sus treinta y seis años, una cifra que repite y escribe sin cesar, mientras va deshilvanando sueños que forman la materia poética de la que depende su circunstancia, remitiendo al mágico espacio de los Mares del Sur a los que nunca podrá llegar, alejado por la sangre que mancha sus manos. La gestualidad de sus movimientos completa el valor de las imágenes a las que remite: quiere desprenderse de esa sangre, pero las convulsiones primeras se convierten poco a poco en caricias en las que se agazapa, con las que se refugia en sí mismo, para seguir buscándose, abriéndose a esa multiplicación de imágenes que le ofrecen los espejos: «¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu nombre? ¿Cuáles tus sílabas?». Una pregunta que se repite ante cada uno de los cuatro espejos que le muestran facetas distintas, acaso desconocidas, de su ser: el que le esconde la sonrisa detrás del silencio, el que entreabre los inocentes vaqueros, el que amenaza con romper el vaso de whisky con sus dedos, el que le descubre el amor para dejarle ante la añoranza de un cuerpo perdido: «Este cuerpo que un día se quebró con tu cuerpo, / esta cintura que disfrutaba con el anillo de tus abrazos, / y que se bronceaba de los tonos sonrosados de tus besos; / este cuerpo que se ofrecía nocturno ante el altar de tu cuerpo». Reducido a silencios que se expanden, los espejos se funden en sus ojos, sembrados por las lágrimas de lo que ha perdido, en una «noche que sólo rompe una ráfaga de luz y el ruido lejano de una sirena».

En cierto modo, el simbolismo que se desprende de las acotaciones –tan poéticas como las que Lorca o Valle perfilan para sus dramas- es el que otorga sentido a este primer conjunto de poemas escénicos: si las figuras que representaban al «Ángel y Demonio», sin saber que no eran distintos sino el mismo ser, se movían en un escenario vacío, que acaba convirtiéndose en «un laberinto» -el de su conciencia unitaria-, esta última demostración de la mismidad –obligada a multiplicarse por cuatro- comparece enclavada en un escenario vacío, en el que la nada desprendida de los espejos acabará disolviendo su ser. Sólo se salva el ritmo, la elegante ejecución de un versolibrismo que se disuelve en acción dramática para revelar y mostrar los fondos más secretos de la conciencia. Tal es el objetivo del bloque central de Tríptico.

 

  1. «3 monólogos»

 

Un prodigioso análisis de la soledad se plantea en «3 monólogos», segunda sección del libro. El verso ya es otro; ajustado al ritmo del monólogo, se produce una significativa reducción de sílabas, oscilando entre el decasílabo y el dodecasílabo. Éstas son piezas escénicas que requieren una andadura versal lo suficientemente ágil para conferir dinamismo y fluidez a la ejecución del monólogo por un actor.

En el primero, «Yo», en el primer verso se propone la imagen central de la que va a arrancar el torbellino de motivos que se irá entrelazando: «Hoy han caído todos los velos». Se trata de una paradoja incierta, porque luego se apunta que es «viernes de carnaval», es decir una «noche de máscaras y de disfraces» disfraz invertida, cuya singularidad estriba en ese desprendimiento de los velos, no en la alegre exhibición de las caretas. Se impone, así, la presencia de la verdad, la proclamación de la libertad de un ser regido por «reglas inocentes y absurdas», acompasado al «horario certero de una cárcel». La figura, que se manifiesta en su «yo», atisba una realidad nueva que se esfuerza por describir y que se va ampliando progresivamente: sin velos se encuentran las «ventanas» -y es el amanecer y los recuerdos lo que contempla-, las puertas –y ahora son los trenes y el dolor-, las paredes y los altares –que denuncian su vacío. La escritura se convierte en ritual de vida: «Y escribo en la frenética noche / de un carnaval ahogado en el gozoso / sonido de unos jadeos en la esquina». Es el preciso momento en que se desliza la segunda imagen que provocará vertiginosos encadenamientos de ideas: detrás de los velos aparecen los «miles de espejos»; son espejos que quisieran dar un incipiente latido, reflejar su primera imagen, rastrear unos ojos grises. Pero la figura se pierde, se difumina, no se encuentra en las superficies especulares, que sólo presentan a un fantasma torturado por la pérdida de los sueños.

La voz de esa incierta figura no se pierde, porque se dirige a alguien, a «Frida», que pronunciará el segundo monólogo. Porque el «yo» no se siente capaz de librarla de los encantamientos, ha de ser ella la que bese «al sapo», la que se deje seducir por la mediocridad de la que no puede librarse. La fuerza de la imagen es estremecedora: se exhiben heridas que no han logrado cicatrizar; mana sangre de su conciencia de niño, de los sueños olvidados, de una nube en la que se dibujaba el itinerario de su vida. Ésta es la tercera idea poética que controla un nuevo recorrido de motivos, pues se transmite la sensación de lo que rápidamente se transforma y se desvanece, convertida su circunstancia en simple «materia de sueños», en vocablos que no se atreve a pronunciar, aunque no deje de hacer otra cosa, añorando la única palabra que no ha sonado en los labios de la mujer a la que se dirige. Esa palabra de vida crecería en los espejos, en los silencios, en las noches sin velos ni engaños, tan lejos de los besos robados con mentiras. Este último núcleo anticipa el tercer personaje -«como si fuéramos tristes putas viejas»- de estos monólogos centrales.

Pero las palabras se convierten en escritura, desbordan los cuadernos, inundan la sangre de esta primera figura que se asoma a la infancia en la que eran creíbles todas las promesas, cuando no había «horas milimetradas», ni «gráficas» ni «calendarios».

Los velos caídos descubren la falta de las ganas de vivir, los recuerdos de los muertos, la rápida acción de la escritura en que se funde «el rojo de la sangre de todos los días». Nada puede permanecer, porque la figura, cada vez más evanescente, se hunde en las «arenas movedizas» y los espejos no llegan a reflejar siquiera su muerte, última imagen en la que se disuelve entregando su ser, su cuerpo, su materia a aquellas estatuas de santos «de porcelana y de mentiras», que procuran completar una oquedad en la que se diluye ese «yo» que se pierde del mismo modo en que un espejo contempla a otro espejo y el vacío infinito se convierte en vacío de silencios. Este proceso que aquí se insinúa es el que se desarrollará en la tercera sección del Tríptico.

«Frida», segundo monólogo, surge del interior del primero y ya desde su apertura anuncia el tercero: esta presencia femenina es un ser que se encuentra atrapado por los días repetidos en una «cama» de la que no puede escaparse, que es «de huesos» y se define como un «potro de tortura»; se van, así, tejiendo los hilos que conducen a la última secuencia de este plano, la de «La puta vieja», puesto que se trata de la misma figura, extrañamente vinculada al «Yo» que iniciaba estos monólogos. Frida es un ser que se debate entre la «pintura» y la «morfina», en un deseo incesante por crearse, por descubrir las imágenes que la vida le ha negado: «Tengo que pintar. No tengo que dejar / de pintar, de pintarme, de pintar», mientras los recuerdos de su oficio se transmiten como rápidas escenas congeladas en uno de los principales motivos del conjunto de Tríptico: «ver sus ojos en el espejo de mi cama». De nuevo, la alteridad, la presencia del otro que se sumerge en la búsqueda de uno mismo para causar la mayor de las desolaciones. Por ello, a esta figura se le duermen las manos, la lengua mientras grita, los labios mientras besa, amarrada a la soledad de un cuerpo que yace muerto desde el fondo de los años. En este punto se construye una lacerante secuencia de imágenes, que presupone el descubrimiento de este ser, de esos «labios de puta vieja» que ensaya continuamente palabras –que son «de despedida», que quieren ser «de amor»- y sonrisas –que se vuelven «insultos»- reclamando la atención de alguien a quien poder querer, al que poder prestar el dolor de los pinceles, los suspiros que forman el espacio de sus cuadros. Frida habla a quien le había hablado. Reconoce en aquel «Yo» los signos de la degradación que le habían sido revelados –esa siniestra «geografía intensa de sapo»- y que conducen sólo a su acabamiento, a su final presentido en el deseo del otro: «pero en realidad deseas que me muera, / que me muera ya, que me muera en este instante / de lágrimas y de sílabas entrecortadas», sin saber que esa muerte ya había ocurrido, que no se puede devolver una vida a quien ya la había perdido. El cierre de este monólogo contiene la terrible despedida de quien perdió su identidad, dejó «de ser Frida», de verse reflejada en unos espejos, privada de las imágenes que le hubieran permitido seguir con vida.

Ese desolador perfil se concreta en el último de los tres monólogos. Ya no hay nombres, sólo las circunstancias creadas por la vida y por el tiempo: «Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja». Son los rasgos que se presentían ya en el segundo monólogo y que aquí adquieren una precisión más dolorosa. Se trata de un largo lamento que gira en torno a una idea obsesiva, que se va repitiendo continuamente: «Nadie, nunca, me ha dicho te quiero». Estratégicos paralelismos enmarcan los recuerdos de sufrimiento de una existencia abocada a la muerte y a la falta de una nostalgia en la que poder encontrar un último consuelo: «Las putas / no podemos permitirnos el lujo del pasado. / Y las putas viejas ni siquiera el del futuro». Esa carencia absoluta de amor no implica la ignorancia de los sueños, de las promesas, de los deseos. Bajo la decrepitud de quien agoniza en la soledad de una cama se esconden las realidades más intensas y bellas que el ser humano podría desear y que se mantienen intactas precisamente porque no se han realizado: «Me llevaré a la tumba mis caricias vírgenes, / mis palabras de amor, mis promesas / y mis mentiras, las de todas las noches». Esta unidad final, envuelta en «lágrimas solitarias», otorga coherencia a los tres monólogos que giran sobre una misma idea: la imposibilidad de alcanzar los sueños, el descubrimiento de la soledad más absoluta.

 

  1. «1 Epílogo a 3 voces»

 

El libro se cierra con «1 Epílogo a 3 voces», línea de armónicas correspondencias en las que se refleja la configuración ternaria que sostiene el conjunto entero; ya no hay figuras, sólo la «Voz 1», la «Voz 2» y el «Eco» que responde como un estribillo a la primera formulación de esas dos voces: «Tengo tantas cosas que contarte» afirma la primera, «Tengo tantas cosas que agradecerte» responde la segunda, «Tantas, pero tantas cosas» recoge el «Eco» para repetir esa misma idea en cada uno de los intercambios de materia poética a que se entregan las dos voces. Un subtítulo –prodigioso endecasílabo- advierte de la intención de este poema escénico, el más lírico del conjunto dramático: «Letanías a dos voces y un eco»; «letanías» no sólo en el sentido de rogativas y súplicas –aquí al amor descubierto- sino también en el de esa larga retahíla de frases –poemáticas- o de dísticos en los que se refiere una apasionada historia de amor -«Bajaste la escalera de aquel bar / con la luz propia de los ángeles»- que envuelve a dos seres en la proclamación absoluta de una felicidad compartida que repiten con sus gestos, palabras y deseos[5].

La cotidianidad vuelve a adueñarse del espacio en el que viven –cada mañana hay un desayuno pero la mermelada son los «besos», la monotonía de los días es vencida por la burbuja de las conversaciones, las líneas del teléfono son azules porque mantienen el contacto[6], los dedos de las manos señalan la diana del amor- que se proyecta en la misma dimensión de las fórmulas con que el poema se va armando.

Un tejido de metáforas se construye lentamente alrededor de palabras siempre nuevas, que por amorosas invaden la sonrisa y requieren los dientes, los labios de los que manan rosas, la lengua que sabe a néctar, otra vez los labios que se vuelven gaviotas y adquieren un anhelo de querer ser más a través de todo lo que no ha sido dicho ni ha sido escrito, en la única unidad estrófica que se convierte en un trístico: «Me gustaría vivir lo que no está escrito. / Me gustaría vivir lo que no está vivido... / pero siempre contigo».

Es posible –ya como resumen de esta lectura tan poco crítica- que esta secuencia final recoja el sentido de la tensa conjunción de acción lírica y de expresión dramática que se entreteje en Tríptico. Había dos seres que se atraían y repudiaban en el primer plano revelando la verdadera naturaleza del amor; tres figuras –aunque dos eran la misma- eran arrastradas a la pavorosa soledad de su conciencia en el segundo proclamando la necesidad de amar; dos amantes, finalmente, se salvan gozosos de la desolación de vivir ofreciendo la infinitud del amor a aquellos que quieran contemplarlos. Por eso, era necesario que estos poemas fueran escénicos, no sólo porque las palabras se hubieran convertido en gestos y los versos en movimientos, sino porque la vida amorosa pedía encarnarse en acción dramática.

 

Coda

 

Decurso poético

 

                                      En un Libro de horas encerrado

                                    late el verso cautivo y receloso,

                                    pendiente de un Acróstico copioso

                                    de razones de amor enajenado.

 

                                      Asiste Prometeo condenado

                                    a las burlas del tiempo perezoso,

                                    con el Diario de un viaje sinuoso

                                    en busca de un dragón atormentado.

 

                                      Cuaderno de bitácora estremece

                                    la oscura dimensión de la belleza,

                                    transformada por Trento en claros días.

 

                                      Asómate a este Tríptico que crece

                                    y adquirirás, lector, plena certeza

                                    de José Manuel Lucía Megías.

Notas

[1] Como lo presentía Prometeo: «Pero, ¿acaso también estoy condenado a no poder reflejarme en vuestros ojos, / a no poder reflejaros en el espejo de la pupila de mis ojos?».

[2] Como en el «Decálogo de torturas» de Acróstico: «No conozco mayor tortura, / ¿no se inventó mayor angustia / que amarte y no amarte?».

[3] Lo había afirmado ya en Acróstico: «Lejos de ti, / ninguna de las palabras del diccionario tiene sentido».

[4] Como la niebla disuelve las palabras en Diario de un viaje a la Tierra del Dragón: «¡Qué diferente sería todo si ahora estuvieras a mi lado! ¿A quién le importaría esta niebla que me empaña los ojos, esta lengua que dibuja jeroglíficos en cada una de sus vocales?».

[5] Los mismos que habían nacido en el interior de Acróstico: «...y entonces te vi bajar las escaleras de aquel bar; / desde el otro rincón del mundo, / te vi bajar cada uno de los escalones / que te llevaban al centro de mi corazón, / y el eclipse de tu sonrisa y de tu mirada / me anunciaron un viaje a la luna, / que debía durar más de ochenta milenios...»-

[6] En Libro de horas: «Sé que, de poder hacerlo, los teléfonos se pasarían el día sonriendo».