Noche de poesía en Azul (2013)
Noche de poesía en Azul
José Manuel Lucía Megías, Rep y Quique Ferrari
2 de noviembre 2013 a las 21’00 horas
[Quique en el escenario. Música. En la pantalla, el folio en blanco de Miguel. Una mesa. Una mesa llena de folios… y en el suelo, más folios… una papelera llena de folios arrugados. Todo a oscuras mientras se escucha la música. De pronto, se enciende un flexo en la mesa con los folios y se ve a José Manuel escribiendo. En silencio… parece que murmura, pero solo está escribiendo. Al momento, se enciende la luz de la mesa de Rep. Pasa la mano sobre el papel. Parece que lo acaricia, pero en realidad, lo está preparando para comenzar a pintar]
Si en algo aprecio mi nombre, este nombre al que estoy encadenado,
si en algo el destino se ha grabado en las sílabas de mi nombre,
debería ahora descubrir vuestras caras y cifrar con exactitud su número
más allá de la oscuridad de esos ojos que comienzan a observarnos.
Siento en vuestras miradas gramos de duda y kilómetros de asombro.
¿Quiénes sois, ojos que os internáis en el interrogante de las miradas,
ojos que os dejáis arrastrar hasta el abismo caprichoso del arte?
¿De qué bruma se pinta la sombra de vuestros ojos?
¿De qué pesadilla cotidiana intentan huir vuestros ojos?
¿De qué incendio de cuerpos nacieron las cenizas de vuestros ojos?
Me hieren vuestras miradas que se retuercen como una pregunta.
¿Con qué excusas os han convocado a esta montaña perdida?
¿Qué os movió a recorrer la distancia interminable de una duda
para regalarle un tono ácido a este grito que posee el nombre de Prometeo?
Triste espectáculo, patético lamento que es eco de los grillos en la noche
y de esa luna que olvidó hace años el misterio de la maternidad.
¡Triste espectáculo, triste en verdad, el de vuestro silencio,
el de vuestro nombre que quedará anónimo en el silencio!
¡Gritad vuestro dolor! Que los adjetivos me hieran los tímpanos
desde el anónimo telón de vuestro rostro sin sonrisas, sin boca, solo ojos;
ojos que me vendan las heridas que yo deseo sangrantes,
ojos que me lavan lágrimas que yo añoro vertidas,
ojos que me saludan, que me abrazan como a un amigo,
ojos que resbalan por mi silueta repartiendo lentas caricias,
ojos que me buscan como quien se esconde en un espejo roto.
¿A qué habéis venido, ojos anónimos a esta montaña solitaria?
¿Con qué intención os han convocado al aquelarre de los verbos,
de las líneas huidizas del café y de las notas curiosas entre las butacas?
No nos miréis así, ojos hechos añicos en la circunferencia de una vocal,
ojos cuadriculados en las imágenes cotidianas de las salas de prensa,
ojos que han perdido la sensibilidad de los sueños infantiles,
que solo se conmueven ante las líneas descendentes de la Bolsa
que parecen buscar las cosquillas más íntimas de las estadísticas,
que permanecen inalterables ante el sacrificio de los ojos de un niño.
Ojos que miran, pero que no ven.
Ojos que miran, pero que no entienden.
Ojos que miran, pero que están ciegos.
No os detengáis ahora que habéis sido capaces de acercaros a esta roca,
que no os tiemble ahora el pulso ante la apuesta de una escalera.
¡No hay mayor castigo que el que se vierte eterno en el silencio!
¡No nos condenéis a esa prisión, a la solitaria prisión del silencio!
Escuchadme un momento, dejad que viva en vosotros unos instantes,
que sea libre entre las alas desplegadas de vuestra imaginación.
¡Escuchadme! Que sean vuestras palabras las que yo pronuncie,
vuestros deseos y miedos los que afloren en el desierto de mi piel.
Antes de cerrar los ojos de los pasillos,
levantadme
y seguid caminando.
¡No nos condenéis a la prisión del silencio!
¡Dejad atrás los segundos de un día condenado a la huelga de los sentidos
y abrid de par en par vuestros ojos cristalizados por la costumbre.
Ha llegado el momento de mirar cara a cara a la poesía
de mantenerle el pulso feroz al verso recién creado,
al verso que aún solloza, como un niño, entre nuestras manos…
verso ahora convertido en un grito poético.
¡¡¡Gritad, gritad, gritad vuestro dolor!!!
¡¡¡Nosotros tan solo somos vuestro eco!!!
cama
Mi cama en Roma es un desierto,
silenciosa como un desierto,
huidiza como un espejismo en el desierto.
En vez de sábanas, en mi cama en Roma
hay dos nubes que amenazan tormenta,
dos mantas de truenos y relámpagos;
pero en mi cama romana nunca llueve,
se diría que es una cama de sequía,
una cama que de estar en un museo
sería pieza central de porcelana.
lluvia
Odio la lluvia de Roma.
Odio la gente que dice que ama la lluvia en Roma.
Odio la gente que dice que la lluvia le acaricia.
Odio la lluvia de otoño,
de esta estación estéril en que vivo.
Odio la lluvia que sorprende
y la lluvia que se espera.
Odio la lluvia que limpia el cuerpo
y la que se estanca en la boca y se pudre.
Odio la lluvia que lava las heridas
y la que se pierde en las grietas de los monumentos.
Odio la lluvia en Roma,
esta pertinaz lluvia que me cierra los ojos
mientras me sorprendo gritándole al cielo.
Sin palabras
Así me encontraba yo,
sin palabras,
mientras corría la sangre húmeda
por las autopistas del corazón,
dejando atrás las desviaciones de la esperanza
y las estaciones de servicio de los sueños.
Así me encontraba yo,
sin palabras,
mientras las horas de los últimos años
se perdían en la demolición de los recuerdos
y en el solar de la desidia y del conformismo
jugaban al fútbol versos apenas entrevistos.
Así me encontraba yo,
sin palabras,
instalado en el hogar de refugiados
arropado por las mantas de los amigos
con un whisky en la mano como una sonrisa...
...y entonces te vi bajar las escaleras de aquel bar;
desde el otro rincón del mundo,
te vi bajar cada uno de los escalones
que te llevaban al centro de mi corazón,
y el eclipse de tu sonrisa y de tu mirada
me anunciaron un viaje a la luna,
que debía durar más de ochenta milenios...
... y entonces, desde el faro de un rincón perdido,
te vi acercarte, abrirte paso por las aguas
domésticas y sangrientas de las copas semanales,
dejando atrás un rastro de plagas anónimas.
Así me quedé al verte aquella noche:
sin palabras.
Oración final
Hay minutos en que necesito alzar el vuelo,
dejar tras de mí las diminutas hormigas
de las nóminas y de los compromisos adquiridos,
de las sonrisas y de esas citas siempre ineludibles.
Hay minutos en que siento faltar el aire,
en que la contaminación de lo cotidiano
llena los pulmones de un óxido amargo
que acaba por nublarme de lágrimas los ojos.
Hay minutos en que todo sabe a espinas,
que se clavan en la garganta como una mentira,
y las palabras se pronuncian con partituras mudas
imitando los ronquidos de las horas que pasan.
Hay minutos en que los libros me traicionan,
en que los dedos sufren ataques espasmódicos
y sólo soy capaz de escribir números y letras
deformando poco a poco la geografía de un folio.
Hay minutos en que todo carece de sentido,
y sueño con oraciones en templos lejanos
y un cielo blanco que recoja mi vuelo
que siempre amanece por encima de las nubes.
Pero entonces apareces tú, siempre tú,
y me abrazas, y me sonríes, y me besas,
y me miras con tus ojos sonrientes
y todo vuelve a recuperar su sentido.
Al principio Dios creó los cielos y la tierra.
Canción de la lectora de poesía
A ti, que nunca te reconocerás en estos versos
1
¿Y si al subir al tren, de improviso
te encontraras con la mujer de tus sueños
leyendo tu último libro de poemas?
Dime, ¿qué harías tú entonces?
Yo sólo supe estar callado
y mirar por la ventana,
sin atreverme a fijar en ella mis ojos,
viendo pasar los atascos de la mañana,
los campos cuadriculados y los postes de luz,
y viendo cómo los montes se alejaban
y un avión delineaba lentamente el cielo
sobre nuestra cabeza metálica;
entonces, sólo entonces, me imaginé una sonrisa
rozando velozmente sus labios...
...y, entonces, sólo entonces...
2
... entonces me acomodé en el asiento,
cerré los ojos tras las gafas de sol,
y estiré como una bandera el cuello,
ladeando ligeramente la cabeza,
como si el aire me ayudara a izarme,
y entonces, esperé, esperé, esperé...
... un tierno mordisco de poesía.
3
No me imagino qué podría ofrecerle
por leer una sola de sus anotaciones.
Le miro leer y sonreír.
leer y subrayar,
leer y escribir en los márgenes de mi libro,
leer y morderse el labio inferior,
leer y tocar ligeramente sus gafas,
leer y acariciarse una uña,
leer y cerrar a veces los ojos,
leer y agitarse su pequeña nariz de gata,
leer y volver a acariciarse las puntas del pelo,
leer y respirar adjetivos de primavera.
No me imagino qué podría sacrificar entonces
a cambio de ojear -sólo de pasada-
una sola de sus rápidas anotaciones.
Tengo que ese adjetivo subrayado,
que ese verbo que se alza emperador en el verso,
que ese sustantivo que todo lo nombra
puede, ahora mismo, darme la vida.
4
Le arrebataré mi libro en uno de los túneles,
o cuando cierre los ojos,
o cuando mire por la ventana
apoyando su barbilla entre las manos,
o cuando se evapora en el perfume
de una rosa recién cortada.
No. No mi libro,
no, entonces le arrebataré un beso...
... sí, ese beso que se dibuja en sus labios ahora.
5
Ahora siento que me mira,
hace como que lee, pero sus ojos
se debaten en esquizofrénicas miradas,
y las palabras tienen forma de ojos,
y un adjetivo es puntiagudo como una nariz,
y dos verbos se abrazan copulativos
mientras las siempre preposiciones de carrerilla
se colocan en hileras de dientes;
son los adverbios de modo la barbilla
y los de tiempo sus lóbulos vírgenes,
y las oraciones subordinadas adjetivas
la piel ruborizada que todo lo cubre.
Siento que ahora me mira,
aunque vuelve los ojos a las páginas,
y su sonrisa se esculpe igual que un verso
mientras mi libro se deshoja entre sus manos.
Siento que ahora me mira...
... y que sonríe, me sonríe,
ya que al fin entiende, sí, ahora ya sí,
que este leerme, al mirarme, al subrayarme,
en realidad encierra la ternura de un beso.
6
Y ya llegan los últimos versos,
y las últimas estaciones sin parada,
y ya las últimas páginas de mi libro,
y el sol a través de los cristales,
y las torres dormitorios insomnes,
y la triste contaminación de Madrid,
y el cansancio de un anuncio antiguo,
y la alegría de encontrar aquel adjetivo
que se creía perdido en un diccionario,
y los últimos lamentos de una ópera,
y el marcial taconeo de unas pisadas...
... y entonces, vuelve mi libro al bolso,
las gafas a los ojos,
y el sol,
y el sol se pierde, se descubre y ahora se pierde
-irremediablemente-
entre los techos rajados de la estación de tren,
mientras ella busca en su bolso un pintalabios;
y sin mirarme, sin regalarme siquiera una mirada,
se levanta enloqueciendo de rojo sus labios.
Canción de la cita a ciegas
A Darío Jaramillo
Pasan los minutos, perezosos como leños de la chimenea,
sobre la alfombra de la cafetería del Hotel Plaza.
Pasan absurdos como las conversaciones que me llegan lejanas,
conversaciones que mezclan tapicerías con recetas de cocina.
Pasan los minutos en el Hotel Plaza y tú no llegas,
tú que vas cruzando las aceras, volando por encima de las citas,
tú que te sientas en un sillón y te colocas la cara de espera,
cara perezosa y absurda con ojos que guiñan preguntas
y labios que no se atreven a pronunciar mi nombre...
... y así creo verte delante de mí, reina sobre un sillón rojo,
pero entonces tus ojos se confunden con otros ojos y los saludos
desfilan hasta convertirse en un tierno abrazo y en un beso.
Pero son otros los abrazos; son otros los besos.
Te imagino entrando por la puerta del Hotel Plaza.
Te imagino porque no te conozco,
porque no te recuerdo.
Y tu risa convierte en cotidiano nuestro encuentro,
uno entre tantos, el único entre tantos.
Y pasan los minutos y la espera se disfraza de dudas,
Y las horas, el lugar y el día bailan en mi memoria
y el puzzle de las posibilidades teje una telaraña
que intento mojar en el cálido aliento de un whisky.
Pasan los minutos... intento leer los amores imposibles
que Darío Jaramillo me regala más allá de sus versos...
y entonces, la puerta se abre y el frío me recuerda tu nombre,
mi única señal, mi único dato cierto en esta cita a ciegas;
pero mi boca está sellada y paladeo tu nombre como un dulce
con la avaricia infantil de quien se sabe dueño de un secreto,
un secreto que se disuelve con el paso perezoso de los segundos,
con esa puerta que se abre y que se cierra... que no te reconoce,
como yo,
como estos segundos que me separan de ti, de tu vivo recuerdo.
Ahora que estamos más cerca que nunca,
ahora que sólo unos metros nos separan (¡tan sólo unos metros!),
ahora que el aire nos confunde en un nudo de olores,
sólo tendría que salir a la calle para ponerle cara a tu sonrisa,
para ganar el pulso a los segundos perdidos de la distancia.
Sólo un gesto y el tiempo de la espera sería un whisky
que se evapora junto a un plato vacío de aperitivos.
Sólo un gesto.
Sólo un gesto y las puertas de tu sonrisa se abrirían de par en par
como esta puerta dorada que traspasas con paso certero.
Pero sólo tengo fuerzas para cerrar los ojos...
para seguir soñando en el Hotel Plaza con mi cita a ciegas,
para seguir acompañado tan solo del aliento de un vaso de whisky.
Buenos Aires-Ginebra
1.
Desde Azul
(recuerdo de la calle Maipú)
Las sílabas de la Enciclopedia Británica siguen revoloteando por el papel
que siembra de primavera las escasas estanterías de las paredes.
Deslumbrantes flores como manchas de humedad en las esquinas
y el árbol de una lámpara plantado en medio del salón.
Siempre había alguien que le ayudaba a cruzar la calle Maipú,
siempre había una palabra de gratitud que caía de sus labios.
Todavía las aceras, las indisciplinadas aceras de Maipú
conservan el cuidadoso roce de su bastón y de sus zapatos ciegos.
No me imagino cuántas habitaciones tendrá la casa,
cuántos muebles viejos, escasos en sus sombras, permanecerán almacenados,
gritando polvo, cada vez más silenciosos, cada vez más acobardados.
Hay una placa en la fachada, justo al lado del gran portón,
una placa que recuerda que ahí, justo en el segundo piso,
en el número 994 de la calle Maipú vivió el poeta toda su vida
desde que abandonó sus sueños fundacionales de Palermo.
Seguro que debajo de las alfombras disecadas sobrevive un cuento
y que es posible seguir el hilo de los versos por el pasillo.
La casa de la calle Maipú sigue desde hace años vacía.
¿Quién se atreve a convivir con las pesadillas de Jorge Luis Borges?
II
735
Hay vida en el cementerio de Plainpalais de Ginebra.
Los coches marcan los límites de los muros
con el pegajoso deslizar de sus contenidas ruedas,
pero dentro los pájaros se han adueñado de los árboles
y la hierba crece sorda, entre las tumbas,
ajena a la grandeza que esconde y les alimenta.
Hay vida en el cementerio de Plainpalais de Ginebra,
alrededor de la tumba 735 –en el plano D6-,
alrededor de esa piedra que sueña en anglosajón
y de las flores, de esas hierbas que levantan
el boceto de un cuerpo en otros tiempos glorioso.
Todo se oscurece ante las puertas que se abrieron para él,
todo se ciega ante un nombre que, tallado sobre la piedra,
sueña que vive eternamente en su Recoleta:
“Jorge Luis Borges. 1899-1986”.
25 de octubre: 10’00 horas
(El mausoleo de Mao)
Sólo iluminada la cara; la sala oscura, oscuro el traje.
Dos filas a sus lados reverenciales y rápidas como una marcha militar.
Las flores que se venden a la entrada se quedaron a los pies de la estatua,
las mismas flores que se venderán en la entrada dentro de una hora.
La fila crece en el lateral de la Plaza de Tian’anmen;
pero todo está controlado: no hay anuncio hoy de manifestaciones.
Por el altavoz se escuchan proclamas y poemas como oraciones,
y el nerviosismo crece por momentos en el paso de los más ancianos.
Sólo dura un segundo...
pero es suficiente.
Las escaleras se suceden como las dunas del desierto
y no hay tiempo para detallar el edificio levantado por el pueblo;
setecientos mil voluntarios trabajando bajo la dictadura de diez meses.
Mármol puro; frío mármol digno de cavarse en un cementerio.
Dos filas que avanzan a golpe de órdenes y de gritos.
Y en la sala todo es silencio;
sólo está permitido el crujir de los zapatos y de los suspiros.
La cara iluminada, como un sol, en medio de la sala oscura.
Sólo un segundo para ver el perfil luminoso de Mao...
pero es suficiente.
2 de noviembre: 21’00 horas
(Nocturno en la Plaza de Tian’anmen)
Hace horas que bajaron la bandera en la Plaza de Tian’anmen
-corazón de una ciudad que se mueve a golpe de horarios,
en donde las manifestaciones se convocan con fecha de caducidad.
La niebla y una espesa nube de contaminación lo cubren todo.
Una línea de luces infantiles va dibujando la silueta
de los edificios que desembocan en la Plaza de Tian’anmen.
Hace horas que desaparecieron las cometas de la Plaza de Tian’anmen
y que los vendedores ambulantes se reunieron alrededor de un plato de arroz;
los pobres hace horas que se refugiaron en los pasos subterráneos.
La niebla no me deja ver las caras de los que ensayan fotografías;
sólo el retrato de Mao, el recién inmaculado retrato de Mao,
ilumina, como una esfinge, la geografía de la Plaza de Tian’anmen.
Hace horas que un frío aliento se ha extendido por la Plaza de Tian’anmen,
cubriendo con la escarcha del recuerdo los techos de los edificios.
Aún permanecen en las baldosas los gritos que se alzaron al cielo,
gritos que pedían libertad, romper con la dictadura de los relojes.
Aún hoy es posible escuchar los gritos de cientos de estudiantes muertos,
aplastados por la soberbia de los tanques en la Plaza de Tian’anmen.
10’00 horas
Las horas en el despacho son una balsa en el aceite de tu despedida.
Me alejé de tus labios
con el sabor del beso de Judas en mis labios.
Me alejé de tus brazos
con el tacto de la última sesión de tortura de mis brazos.
Me alejé de tu cuerpo
que aún conservaba en sus costados el amargo olor de mi cuerpo.
Huí esta madrugada de las sábanas de tu recuerdo,
de las mantas de tu recuerdo
con la esperanza de que me tragara la tierra...
...pero no había tierra que tragar.
Y ahora,
(como siempre)
te recuerdo,
dejo volar las horas en el despacho
para conocerte en la distancia y para que me conozcas en mis versos,
para que me escuches cuando no te hablo, para inventar tu voz en el teléfono,
para estar juntos a pesar de la distancia, para ser ya que no estamos,
para pensarte al menos veinticuatro horas al día, para no pensarte más de veinticuatro horas,
para volverme loco,
para estar loco,
para nunca dejar de estar loco,
para darte las buenas noches y para encontrarte en los buenos días a mi lado,
para desayunarnos juntos, para comernos juntos las sobras de tanta compañía,
para no cerrar nunca los ojos sin haber mirado una vez más tus ojos,
para que no cierres nunca los ojos sin haber recordado el color de mis ojos,
para hablar sin palabras, para escuchar sin sonidos, para tocar sin caricias,
para hablar con caricias, para escuchar con palabras, para tocar con sonidos,
para esconder tu nombre en una sopa de letras, para sorber el caldo de tu saliva,
para mancharme los dedos con la tinta azul de las letras de tu nombre,
para mancharme las manos, para mancharme los brazos y las piernas,
para no lavarme jamás, para robar en un frasco tu aroma y tu aliento,
para respirarte a cada golpe de pulmón y para sentirme entonces respirado,
para imaginarte leyéndome, para soñar que me imaginas escribiéndote,
para callarme, para callar este grito de espinas en el nido de mi garganta,
para no oírte, para oír los silencios de tu pecho mientras duermes,
para destrozarme las uñas, para desgastar con mis dedos tus manos de pianista,
para emborracharme con tus adjetivos, para que te emborraches con mis verbos,
para que siempre pienses en verde, para que siempre pienses en mí,
para recorrer tus carreteras, para que tú recorras mis senderos,
para llorar en tus brazos, para que llores arropada por mis brazos,
para intentar olvidar todas las palabras inútiles que te he escrito,
para intentar imaginar todas las palabras inútiles que aún no te he escrito,
para callar nuestro secreto, para gritar a los cuatro vientos nuestro secreto,
para intentar no mentirte, para convencerme que es posible no mentirte,
para que me mientas, para que cada una de tus palabras esconda una mentira,
para que me reflejes en un espejo de feria, para que me reflejes aunque sea transparente,
para intentar reflejarte,
para aceptar que nunca seré capaz de reflejarte,
para compartirte,
para no compartirte nunca,
para no compartirte con nadie,
para raptarte a la salida del trabajo y pedir tu vida como rescate,
para secuestrarte a la salida del trabajo y perder en tu mirada la memoria,
para recordarte,
para recordarte,
para recordarte,
para recordarte siempre,
para sentir tus manos deslizándose por el hielo de estos versos,
para acariciar estos versos con el tacto de mi cuerpo antes de enviártelos,
para que al menos tus sílabas me recuerden cuando se apagan las luces,
para que siempre mis sílabas te recuerden cuando se apagan las luces,
para vestirme con aires de fiesta,
para verte vestida con huracanes de fiesta,
para estar desnudo,
para desnudarte,
para que me veas a la noche sin piel,
para descubrir tus células, para regalarte incluso las células de mi recuerdo,
para mirar a través del espejo y verte, para mirar a través del espejo y tocarte,
para juntar mis labios a tus labios a través del espejo, para besarte,
para besarnos, para besarnos de nuevo, para besarnos sin tregua, para besarnos a diario,
para besarnos con las ventanas abiertas, para besarnos sin labios ni aliento,
para besarnos mientras otros hablan, para besarnos con miradas rojas sobre fondo gris,
para sentir tu corazón en mis manos, para que sientas mi corazón en tus manos,
para que me devuelvas el corazón, que de cordial ha pasado a ser un caso clínico,
para que no me lo devuelvas,
para hacer un altar a tu corazón y para adorarle en las noches sin estrellas,
para profanar el altar de tu corazón, para comérmelo gramo a gramo,
para olvidarte, para recordarte, para recordarte siempre,
para estar siempre encima de ti, para que estés siempre encima de mí,
para escribir sobre tu piel, para leer los tatuajes que grabaste en mi piel,
para no olvidarte nunca,
para que me bautices cada vez que me nombras,
para que me descubras cada vez que me miras,
para nunca olvidarte,
para recordarte,
para que me recuerdes siempre,
para crearte,
para crearte siempre,
para volver una vez más a crearte.
Pasan las horas como el náufrago entre las olas de aceite de un mar de lluvia,
pasan las horas al ritmo de estas botellas peregrinas que envío al dios de las palabras.
1.
Las montañas de Trento
ocultan sus nombres
bajo las copas nevadas.
Hace frío.
Hace frío en el corazón
que ha dejado a su amigo
a cientos de kilómetros
de sus espaldas nevadas.
Las calles de Trento se van llenando,
hora a hora, paseo a paseo,
de recuerdos y de lugares comunes.
Las esquinas dejan de ser una amenaza
y las calles un laberinto
de cruces y de puertas escurridizas.
Hace frío.
Pero no importa:
aún conservo en mis brazos
el aliento perfumado de sus brazos.
Aún mi piel se estremece
si una ráfaga de viento, como un beso,
levanta el polvo de las calles.
Hace frío.
Pero no importa:
he venido bien equipado
para triunfar sobre la espera.
3.
“Ven pronto,
mi amado.
Los racimos
de besos
están ya maduros”.
Apoyado en el balcón,
mirando al oeste,
espera cada noche
el milagro de un encuentro,
repitiendo como una oración
ese nombre extranjero
que le llena de miel los labios
y de sonrisas los amaneceres.
“Ven pronto,
mi amigo.
Lejos queda el invierno.
Ven pronto,
amado mío,
que ya me quema la espera”.
10.
“Te amo
por todo lo que no eres”.
Terminó de escribir la carta.
Miró cómo el lacre del sello
iba dando forma al escudo familiar
y sonrió
(sin motivo).
Sabía que esa carta sería su muerte.
No imaginaba poder vivir por más tiempo
en aquel silencio,
en el envidioso coqueteo
de las promesas incumplidas.
Se guardó la carta en el pecho,
imaginando el momento oportuno.
Más fría que un puñal.
Más certera que una flecha
en medio del corazón de la espera.
16.
Y se levantó.
La sala mantuvo por un momento el aliento
y se creó a su alrededor una burbuja
de silencio.
Se oyeron estirarse los pliegues
de su sotana
y sus manos apoyarse en la mesa de madera,
y el equilibrio forzado de las velas y de los crucifijos,
de las cuartillas emborronadas con tan solo un nombre.
Todo en silencio.
Se levantó y miró, uno a uno,
a sus compañeros de concilio.
De cada uno recibió una sonrisa expectante
o el gesto inequívoco del reproche,
ese que solía anteceder a cada una de sus palabras.
Volvió los ojos a las cuartillas recién escritas,
a los versos escritos y reescritos en los márgenes
y sonrió mientras volvía a sentarse.
Se había quedado sin palabras
(una vez más)
a la orilla del triunfo de la espera.
La puta vieja
Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Nunca mis oídos escucharon tales palabras
y nunca, a nadie, yo se las he dicho.
Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja
que ha perdido hace tiempo la cuenta
de las sombras con las que me he acostado,
las camas en que me dejado la espalda
y las sábanas que se han confundido
con mi piel comprada de serpiente,
piel que ha cambiado cada noche
a lo largo y ancho de mi puta vida.
Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Ni ese niño que tuve una noche de luna
y que me miraba a las mañanas
con sus preguntas llenas de legañas.
Nunca aquel niño me dijo te quiero.
Ni en las dulces tardes de cumpleaños
ni en los regalos del domingo, lejos de Montera,
lejos de las esquinas, de las aceras bañadas
de palabras susurradas y de precios negociados.
Me miraba, eso sí, a todas horas.
Me miraba mientras me dormía,
mientras el maquillaje de mi cara
se convertía en una careta de payaso
en la almohada de todos los días.
Esa almohada a la que me abrazo aún,
en la que siento, aún, el calor de un amor
que nunca tuve, que ya nunca tendré.
Soy una puta vieja llena de arrugas,
una puta sin memoria, sin recuerdos,
una puta sin pasado siquiera.
Los golpes de tantas palizas calladas,
los vómitos de tantas bocas borrachas,
los jadeos inventados y aquellos pocos
que me salieron de lo más hondo del alma,
todo eso lo he olvidado. Nunca. Las putas
no podemos permitirnos el lujo del pasado.
Y las putas viejas ni siquiera el del futuro.
Vamos recogiendo de las aceras las colillas
de carmín que van tirando las más jóvenes,
a medio fumar, a medio beber, a medio hablar.
Vamos recogiendo los clientes que rechazan
y con ellos llenamos las horas muertas,
estas inútiles horas entre esquinas y zaguanes.
Nadie, nunca, me dijo te quiero.
Me moriré cualquier día, cualquier noche.
Me moriré sola. Sola como he vivido.
Y nunca nadie me habrá dicho te quiero.
Nunca nadie habrá recordado mi verdadero
nombre al levantarse por la mañana,
con esa jaqueca absurda que dicen que es el amor,
esa droga que te recorre las sonrisas
y que te hace cantar canciones infantiles
mientras tus pies marcan el ritmo de los minutos.
Nadie nunca me habrá cogido una mano
y se la habrá acercado a los labios
con el solo deseo de sentir una mano,
unos dedos, un carmín colgado al final
de los brazos, de los pechos, de esa sombra
que se vuelve una ante el abrazo.
Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.
Nadie se ha acercado al balcón de mis ojos
tan solo para sentirse reflejado
por un segundo, por una décima de segundo.
Reflejado en el espejo de mis ojos.
Billetes en la mesilla de noche, sí,
alguna que otra caricia perdida,
alguna que otra caricia de recluta virgen…
Pero nadie nunca me ha dicho te quiero.
Y la noche es larga. Y fría y larga.
Y silenciosa. Y solitaria y aburrida. Y larga.
Ya nadie se atreve a decirle a una puta vieja
te quiero.
Me llevaré a la tumba mis caricias vírgenes,
mis palabras de amor, mis promesas
y mis mentiras, las de todas las noches,
todas ellas vírgenes, todas inmaculadas,
todas aún con el papel de fiesta
y con la risa nerviosa de los cumpleaños,
de esa que es siempre la primera vez.
Nadie me ha dicho nunca te quiero.
Nadie. Nunca. Ni en sueños siquiera,
ni en los pocos sueños infantiles que recuerdo.
Pero, y eso sí que me lo ha dicho muchas veces
mi hijo –y en eso sí que le doy la razón:
¿A quién le importan las lágrimas de una puta vieja?
¿A quién sus lamentos y reproches?
Muero en una cama, sola, sin nadie
velando mis últimos suspiros.
Muero en una casa sin persianas ni velos,
viendo cómo los segundos son cada vez
más lentos, más y más lentos,
y cada vez me cuesta más respirar
y mantener abiertos estos ojos grises.
Y así, en el último suspiro,
bien puedo estar segura, ahora sí,
que nadie, nunca, me dijo te quiero.
Combate
Primer asalto
Caen las llaves.
Caen mientras la puerta se abre.
Lenta. Lenta. Lentamente…
… en caída libre.
Y el estallido metálico
resuena por toda la casa.
No hay nadie. No hay nada.
Los pocos muebles no ahogan el eco
Y en el abismo de las paredes
cuelgan las huellas de otras vidas,
de otros cuadros,
la geografía geométrica del polvo
y de la miseria compartida.
En esta misma habitación vivieron
mis padres y mi hermana mayor,
la hermana que nunca encontró marido.
En esta misma habitación te amé
una noche,
siempre desde aquella única noche.
En esta misma habitación te perdí.
Para siempre.
Segundo asalto
Y se caen las llaves una vez más.
Una vez más resbalan
y se pierden entre mis dedos
antes de caer, antes de volver a caerse.
Caída que se repite,
caída convertida en un grito metálico
que se repite todas las tardes.
Desde que te fuiste.
Desde el instante en que me miraste,
desde el instante en que supe que nada
sería igual,
que mi vida comenzaba a caerse
con el mismo ritmo de estas llaves,
con el mismo estruendo final, metálico.
Tercer asalto
¿Cuántas veces habías pasado antes por mi lado?
¿Cuántas nuestros labios habían compartido
el mismo humo en los vasos de aquel bar?
¿Cuántas veces nos habíamos mirado sin vernos,
cuántas no habíamos coincidido en nuestras miradas?
No tengo vida para comprender tantas matemáticas.
Y no importa tampoco.
Aquella vez fue la primera.
La primera en realidad de todas.
… y la única.
Cuarto asalto
Hoy me ha detenido la policía.
Volvía, como siempre, por mi acera.
Sin mirar a nadie. Sin dejarme arrastrar
por la soga suicida de ninguna mirada.
Noche sin luna, sin coches, en silencio.
Noche como la de tantas y tantas noches.
Y de pronto me sentí atrapado por tu olor,
por el aroma grasiento de tu cuerpo,
de ese que una noche estuvo entre mis brazos.
Y entonces levanté la cabeza y te busqué
y creí encontrarte en aquella mirada sonriente.
Pero no era tú.
Ya nunca eres tú.
Y entonces fue cuando me detuvieron.
No podría decir qué es lo que pasó después.
Creo que me han roto todos los huesos.
Y tu olor sigue intacto en la calle.
El recuerdo de tu olor temblando en las aceras.
Quinto asalto
Me dijeron que te fuiste lejos.
Muy lejos. Lejos más allá de las ciudades
que marcan las fronteras de los autobuses.
Nunca me dijeron dónde. Sólo que muy lejos.
Te busco cada noche en el mapa de carreteras
que despliego sobre la mesa. La única mesa.
Me busco cada noche encontrándote
y con mi dedo voy recorriendo los caminos,
superando los puentes y las montañas
hasta soñar el abrazo sonriente de la bienvenida,
llamando a la puerta de tu nueva casa
y viviendo para siempre en tu sonrisa.
Porque siempre te encuentro en un oasis.
Lejos. Siempre muy lejos.
Pero en un oasis.
Y mientras te abrazo oigo el rumor del agua
que corre y que inunda tu cuerpo.
Y como todas las noches,
pliego el mapa de carreteras y lo guardo
en el cajón enrojecido de mis deseos.
Sexto asalto
Conservo una de tus camisetas.
La única joya en la pocilga de mi vida.
La única prensa de valor de mi casa.
Cada domingo la saco y me la pongo.
Tan solo unos segundos. Un minuto.
Es todo lo que necesito para impregnar de tu olor
mi pecho y mis manos, mi espalda y mis brazos.
Es la única compañía que necesito
para sobrevivir sin ti una nueva semana.
Séptimo asalto
Me encuentro sin fueras.
Ni para recordarte siquiera.
No recuerdo la última vez que comí.
La última vez que me alimenté
del néctar de tu recuerdo.
Estoy débil. Demasiado débil.
Quizás esté perdiendo el combate
y haya llegado el momento
de tirar la toalla
y quedarme aquí, quieto, muy quieto
sin moverme, en el centro de nuestra cama.
Pero, ¿y si te da por volver?
¿Y si vuelves como un día me dijiste?
Octavo asalto
Alguien me robó las llaves de casa.
Ahora lo sé. Ahora, por fin, lo sé.
Ese alguien se parece a mí, pero no soy yo.
Hay algo en su mirada que desconcierta,
pero no soy yo. Yo sé que no lo soy.
El espejo se empeña en engañarme.
Los vecinos hacen como que me conocen,
pero no soy yo quien abre la puerta
por la noche, quien recoge las llaves del suelo,
quien se tumba en nuestra cama,
quien se ha pasado todo el día
sin llegar ni una vez a recordarte.
Noveno asalto
Ayer te vi por la calle.
Es imposible. Lo sé. Y así me lo repito
desde aquel fugaz segundo
en que te vi pasear por la calle.
Ibas con ella. Junto a ella.
Sin hablar. Sin mirar. Sin pestañear.
Parece que un burka de años
te cubriera la cara y las manos.
Pero eras tú. Seguro que eras tú.
¿Cómo no reconocerte, yo,
Yo, que te cincelo cada noche
Con el tacto seguro de mis recuerdos?
KO
Estas serán mis últimas palabras,
los últimos versos que te escriba.
No habrá más. Nada más que silencio.
Es demasiado tarde.
Lo sé. Ahora lo sé.
¿Cómo he podido estar tan ciego?
Esta mañana nos hemos cruzado.
Hemos vuelto a encontrar nuestras miradas.
Tú has hecho un gesto con tu mano
y la soga del miedo y de la vergüenza
se me ha anudado, por un segundo, al cuello.
Esta mañana nos hemos cruzado
bajo la sombra asesina de una grúa.
Y ahí seguía yo, como el otro día,
con los pies colgados, sin vida,
ajeno al griterío de los colegios,
a las prisas agrícolas de los mercados,
a tu mirada atroz, a tu silencio mortal,
al gesto de tu mano, la más cruel de las derrotas.
Canción para Azul
(ciudad cervantina de la Argentina)
¿Y qué era el azul antes de conocerte, Azul?
“El color de los ensueños, el color del arte,
un color helénico y homérico”, como dirían
los esdrújulos acentos modernistas de Rubén Darío.
Un color más en la gama milagrosa del arco iris,
el color de unos ojos y el de los ojales de las canciones
que dictan lecciones en aulas vacías y bostezantes,
de unos pantalones que recorren los aeropuertos
al ritmo de los retrasos y de la incertidumbre de las maletas.
¿Y qué es el azul ahora que te conozco, Azul?
Ciudad mítica en que los sueños se hacen realidad,
ciudad que transforma en ilusión lo que para otros
es intriga y necedad, falsedad y simple provecho,
ciudad que, día a día, va reescribiendo el diccionario,
que terminará convirtiendo Azul en sinónimo de generosidad,
ejemplo de las raíces de una tierra que vive en sombras,
ejemplo de las luces que iluminan a lo lejos los claros del bosque.
Ciudad que mira el futuro con ojos cristalinos,
que se baña en las aguas de los proyectos alcanzados,
de las nuevas ilusiones que se sueñan cada día, a cada instante.
Ciudad en que las ideas encuentran tierra bien abonada
y un cielo que hasta convierte en azules las tormentas y la niebla.
Y te canto, Azul, desde la atalaya de tus nombramientos,
de los oficiales y de los que todos nosotros atesoramos
en las esquinas torturadas de la milonga de nuestros corazones.
Te canto, Azul, desde la sorpresa, quitándome el sombrero
de la admiración ante todos los azuleños que aquí aplaudimos
tus nombramientos hechos cerámica, tus éxitos que son los nuestros.
Te canto, Azul, mientras don Quijote sigue paseándose
por tu plaza San Martín, por delante del resucitado Teatro Español;
hace dos años, esbelta estatua de latón sobre cuatro ruedas,
y hoy, Quijotes y Sanchos de infantiles carne y hueso,
Quijotes envueltos en las fecundas locuras de las páginas impresas,
Quijotes difuminados tras las máscaras de las barbas postizas,
Quijotes que se inventan cabalgaduras a partir de objetos reciclados,
Quijotes sobre las monturas de infantiles miradas sin tormenta.
Te canto, Azul, mientras los niños siguen coloreando la sonrisa
de don Quijote ante el espejo imaginado por Walt Disney
que el “Tiempo” multiplicó en un nuevo milagro contable
en la siembra necesaria de los corazones infantiles, la luz,
la llama encendida de ese futuro que se llama libertad.
Te canto, Azul, sentado en los palcos del Teatro Español
que, desde hace dos años, conserva los susurros del asombro,
los gritos de curiosidad y las miradas en actitud interrogante
de las miles de personas que fueron deshojando su tiempo
ante las vitrinas de la exposición “De la Mancha a la Pampa”;
palcos que hoy han rescatado romances españoles, ritmos sefardíes,
y los gritos modernos de notas torturadas en risas adolescentes.
Te canto, Azul, entre las habitaciones de la casa Ronco,
junto a ese espacio detenido, a ese segundo fugaz
de los anteojos sobre la mesa, la plumilla con tinta aún fresca,
junto a los lomos de los libros, que ayer como hoy,
multiplican el nombre de don Quijote por sus estantes.
Libros que hace dos años reinaban solemnes y majestuosos
en las jaulas cuadriculadas de las ventanas de las vitrinas
y que hoy han recuperado de nuevo el ritmo cotidiano
de unas estanterías, el polvo dorado de la certidumbre.
Te canto, Azul, evocando una vez más la figura majestuosa
de Bartolomé Ronco, recordando una vez más, como siempre,
la de su mujer, la “santa” María de las Nieves Jiménez,
raíz de tanto amor, de una pasión que no conoció atajos,
que se consagró a su hija Margarita, en vida y después de ella.
Margarita hoy tan cerca de nosotros, tan cerca de nuestra mirada.
Te canto, Azul, paseando, una vez más, como hace dos años,
con Morena, desde la Biblioteca Popular a la casa Ronco,
compartiendo conmigo, con su bracito sobre mi brazo,
sus recuerdos de aquella casa, sus recuerdos de amistades,
los más cotidianos detalles que me devolvió el instante
en que el doctor Ronco estaba acabando el último de sus juguetes.
¡Cuántos sueños hemos recorrido juntos en tan poco tiempo!
¡Cuántas geografías me has ido descubriendo, Azul, en el atlas
de los corazones abiertos y de las sonrisas generosas!
¡Cuántos, pero cuántos sueños vividos, los dos de la mano!
¿Cuántos sueños, cuántos proyectos quedan aún en las albardas
de Sancho Panza, en los libros que se salvaron del escrutinio
de la biblioteca, tan leída, tan querida, de Alonso Quijano?
“¡Temblad, gigantes del mundo, que viene don Quijote!”
se oyó gritar a un niño mientras jugaba en su habitación.
¡Temblad, gigantes del mundo, que venimos los azuleños!
Que nos hemos acostumbrado a soñar en voz alta,
a soñar todos un mismo sueño en este lugar tan manchego,
en este lugar al que todos los que somos de tierras lejanas volvemos,
lugar de los territorios de La Mancha, de cuyo nombre
todos nos acordamos: Azul, ciudad que lleva a don Quijote
por las venas de sus avenidas, de sus calles, de sus corazones.
Ciudad que ha puesto color a La Mancha imaginada por Cervantes.
¡Temblad, gigantes del mundo! ¡Temblad, molinos de viento
de la desidia y del aburrimiento, de los lugares comunes,
que los azuleños hemos comenzado a soñar todos juntos,
que este sólo es el principio de nuevas aventuras quijotescas!
¡Temblad, gigantes del mundo, temblad que aquí estamos los azuleños!