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La puta vieja

La puta vieja

 

Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.

 

Nunca mis oídos escucharon tales palabras

y nunca, a nadie, yo se las he dicho.

Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja

que ha perdido hace tiempo la cuenta

de las sombras con las que me he acostado,

las camas en que me dejado la espalda

y las sábanas que se han confundido

con mi piel comprada de serpiente,

piel que ha cambiado cada noche

a lo largo y ancho de mi puta vida.

 

Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.

 

Ni ese niño que tuve una noche de luna

y que me miraba a las mañanas

con sus preguntas llenas de legañas.

Nunca aquel niño me dijo te quiero.

Ni en las dulces tardes de cumpleaños

ni en los regalos del domingo, lejos de Montera,

lejos de las esquinas, de las aceras bañadas

de palabras susurradas y de precios negociados.

Me miraba, eso sí, a todas horas.

Me miraba mientras me dormía,

mientras el maquillaje de mi cara

se convertía en una careta de payaso

en la almohada de todos los días.

Esa almohada a la que me abrazo aún,

en la que siento, aún, el calor de un amor

que nunca tuve, que ya nunca tendré.

Soy una puta vieja llena de arrugas,

una puta sin memoria, sin recuerdos,

una puta sin pasado siquiera.

Los golpes de tantas palizas calladas,

los vómitos de tantas bocas borrachas,

los jadeos inventados y aquellos pocos

que me salieron de lo más hondo del alma,

todo eso lo he olvidado. Nunca. Las putas

no podemos permitirnos el lujo del pasado.

Y las putas viejas ni siquiera el del futuro.

Vamos recogiendo de las aceras las colillas

de carmín que van tirando las más jóvenes,

a medio fumar, a medio beber, a medio hablar.

Vamos recogiendo los clientes que rechazan

y con ellos llenamos las horas muertas,

estas inútiles horas entre esquinas y zaguanes.

 

Nadie, nunca, me dijo te quiero.

 

Me moriré cualquier día, cualquier noche.

Me moriré sola. Sola como he vivido.

Y nunca nadie me habrá dicho te quiero.

Nunca nadie habrá recordado mi verdadero

nombre al levantarse por la mañana,

con esa jaqueca absurda que dicen que es el amor,

esa droga que te recorre las sonrisas

y que te hace cantar canciones infantiles

mientras tus pies marcan el ritmo de los minutos.

Nadie nunca me habrá cogido una mano

y se la habrá acercado a los labios

con el solo deseo de sentir una mano,

unos dedos, un carmín colgado al final

de los brazos, de los pechos, de esa sombra

que se vuelve una ante el abrazo.

 

Nadie, nunca, me ha dicho te quiero.

 

Nadie se ha acercado al balcón de mis ojos

tan solo para sentirse reflejado

por un segundo, por una décima de segundo.

Reflejado en el espejo de mis ojos.

Billetes en la mesilla de noche, sí,

alguna que otra caricia perdida,

alguna que otra caricia de recluta virgen…

 

Pero nadie nunca me ha dicho te quiero.

 

Y la noche es larga. Y fría y larga.

Y silenciosa. Y solitaria y aburrida. Y larga.

Ya nadie se atreve a decirle a una puta vieja

te quiero.

Me llevaré a la tumba mis caricias vírgenes,

mis palabras de amor, mis promesas

y mis mentiras, las de todas las noches,

todas ellas vírgenes, todas inmaculadas,

todas aún con el papel de fiesta

y con la risa nerviosa de los cumpleaños,

de esa que es siempre la primera vez.

 

Nadie me ha dicho nunca te quiero.

 

Nadie. Nunca. Ni en sueños siquiera,

ni en los pocos sueños infantiles que recuerdo.

Pero, y eso sí que me lo ha dicho muchas veces

mi hijo –y en eso sí que le doy la razón:

¿A quién le importan las lágrimas de una puta vieja?

¿A quién sus lamentos y reproches?

Muero en una cama, sola, sin nadie

velando mis últimos suspiros.

Muero en una casa sin persianas ni velos,

viendo cómo los segundos son cada vez

más lentos, más y más lentos,

y cada vez me cuesta más respirar

y mantener abiertos estos ojos grises.

Y así, en el último suspiro,

bien puedo estar segura, ahora sí,

que nadie, nunca, me dijo te quiero.