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Frida

Frida

Un nuevo día en esta cama.

Un nuevo día en esta cama de huesos

que crujen en el aliento de las posturas.

Los tenedores y las cucharas y los cuchillos

se me pegan a las manos como un imán

y sólo la cruz de los pinceles

y el olor acre de las pinturas

superan la prueba diaria de las horas.

Me miro una y otra vez.

Me dibujo una y otra vez.

Me busco una y otra vez

y una y otra vez me encuentro perdida.

La morfina ha llenado de nubes blancas

el techo de espejos de la cama

y la tormenta del olvido amenaza

en cada una de sus cuatro esquinas.

Tengo que pintar. No tengo que dejar

de pintar, de pintarme, de pintar.

Donde todos ven una cama,

yo descubro un potro de tortura.

Donde todos escuchan un insulto,

yo intento una sorda súplica.

Donde todos creen ver un cuerpo,

yo sufro un amasijo de hierros,

el violador y certero destino

que una tarde se me clavó dentro,

dejándome sepultada en una cama.

Donde todos quieren ver una sonrisa,

yo intento regalarles una mueca,

un saber colocar los músculos

como quien arregla los pliegues de la sábana

y los pliegues de los hierros interiores

para no asustar a las escasas visitas

que se atreven a traspasar el dintel

de mi cama, que me permiten

ver sus ojos en el espejo de mi cama.

A mi misma altura. A mi misma muerte.

En mi mismo marco cuadriculado,

que, una vez más, hará de mi corazón

una ofrenda traspasada de hierros,

y de mis manos el lento asesino

que va llenando de colores y pinceladas

el tiempo que se ha empeñado en quedarse

mudo en el techo de espejos de mi cama.

Y al pintar se me duermen las manos.

Y al gritar se me duerme la lengua.

Y al besarte se me duermen los labios.

Y mi cuerpo sigue dormido, muerto

desde hace ya demasiados años.

Cuerpo que acaricias –cuerpo muerto.

Cuerpo que deseas –muerto cuerpo-,

que se vuelve sombra entre las aceras

de la morfina, de estos atajos blancos,

líquidos atascos sin lágrimas ni semen,

en que dejo que se escapen las horas.

Y cada cuadro es un nuevo adiós.

Un adiós floreciente, un adiós de pañuelos

que mis labios se niegan a perseguir,

porque ellos también están dormidos,

porque ellos comenzaron a estar muertos.

Labios de puta vieja.

Y en vez de palabras de despedida,

de palabras de amor que ensayo

con las siluetas fálicas de los pinceles

traspasándome, una vez más, la vagina

de los recuerdos de aquella tarde,

te insulto, te grito y te insulto

y ensayo sonrisas ante el espejo

-que son como insultos desesperados-

con la espalda contra el paredón

de las sábanas, siempre blancas, siempre,

y te grito y reclamo tu atención

como si el dolor de mis pinceles

pudiera ser también el dolor de los tuyos,

como si mis toscas y dolorosas

pinceladas pudieran ponerse a la altura

abismal de tus manos de genio, de santo.

Y cada cuadro es un final, un último suspiro.

Y comienzo un nuevo dibujo como quien duerme,

-un nuevo dibujo que será el último-

con esa pereza que sólo la morfina

convierte en sueños creativos,

en espejos que ven más allá

de estas apariencias cotidianas y aburridas.

Y así donde otros creen ver una sonrisa

yo les regalo un insulto y un desprecio.

Y dices que me amas, que me necesitas,

y lloras a mi lado cuando crees que nadie

reconoce tu geografía intensa de sapo,

pero en realidad deseas que me muera,

que me muera ya, que me muera en este instante

de lágrimas y de sílabas entrecortadas.

Y te engañas, una vez más.

Un vez más, arrodillado junto a mi cama,

porque crees que así dejarás de sufrir,

porque así recuperaré el color de mis ojos

y mis manos volverán, otra vez,

a ensayar caricias sobre tu rostro,

a buscar en la humanidad de tu cuerpo,

convertido en una playa de arenas calientes,

las olas de deseo y los besos acuáticos.

Y te engañas una vez más.

Y desprecias, una vez más, tus lágrimas,

tus suspiros, tus reproches y lamentos.

Hace tiempo

que los espejos dejaron de reflejarme.

Hace tiempo que me fui,

por más que este metálico cuerpo

siga empeñado en seguir en esta cama,

por más que mis manos agarren un pincel,

como si fuera un estilete,

y siga dibujando, poco a poco, esta silueta

que ya ni los espejos de la cama

tienen ganas de devolverme.

Donde los demás siguen creyendo ver vida,

yo descubro el hedor pasajero de la muerte.

No te engañes una vez más.

Hace tiempo que debiste dejarme.

Hace tiempo que te abandoné,

que dejaste de ser mi vida,

mi única razón para seguir con vida.

Un nuevo día en esta cama.

Y ya no me quedan insultos,

aliento para tirártelos a la cara.

No te engañes, una vez más.

No sientas remordimientos al cerrar

la puerta, a regalarme tu espalda de sapo,

a dejar que la marea de las horas

ahogue este último suspiro

en que he convertido tu nombre.

Hace tiempo que dejé de ser Frida.

Hace tiempo que no me reflejan los espejos.