Algunos poemas de Prometeo condenado
Prometeo condenado
Madrid, Calambur, 2004
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Prometeo se mueve en su roca como un animal enjaulado. Mueve los ojos intentando descubrir una salida, una puerta abierta. Pero sus ojos son ventanas. Y las pestañas, visillos. Prometeo se mueve ansioso, como si en todos sus movimientos quedara algo de bailarín, de ese bailarín que nunca fue, de ese bailarín que se estremece detrás de los telones.
Prometeo
¿Por qué esta soledad? ¿Por qué me ataca este silencio?
¡Gritad un nombre esta noche, hijas mías!
¡Venid a mis pies olas que recorréis los Mares del Sur,
aves antes de saltar a vuestro otoñal descanso,
hojas que caen sin dulzura del almanaque de los árboles!
Si pudiera, te invocaría, círculo de fuego,
que terminas por rodear mi geografía más cotidiana;
y a ti, viento que arrancas suspiros de la tarde
para levantar un grito al otro lado del océano.
¿Por qué me negáis esta noche de verano
esos murmullos, esas canciones, esas sombras
que hace unos meses, unos días, ayer mismo,
se ofrecían como una procesión ante mis ojos?
¿Por qué siento esta soledad como un puñal?
¿Por qué me tiritan los huesos en esta roca
que a veces visitas dejándome un recuerdo
de agosto con sus besos estivales y abrazos enredados?
¿Dónde estáis, hermanas, ahora que os necesito?
Coro de oceánidas
Ayer oímos tu nombre en boca de otro nombre.
Tus ojos se abrieron como un volcán inflamado
y vimos tu lengua buscar el cálido aliento de un beso.
Ayer no te acordabas ni de la roca ni de la cadena,
ni pensaste en la ofensa que a nuestros ojos caía
cada vez que un beso se confundía con el tacto de tu cuerpo.
Ahora gritas y nos llamas porque te ahoga la soledad
y no eres capaz de desatar el nudo de tu garganta
y dejar correr ese grito como la corriente de un río.
Y ese grito tiene un nombre, ¡ay!, sí, ese nombre
que ayer repetías –ojos cerrados y cuerpo abierto-
con el ritmo del aire entrando en tus pulmones.
Ayer, silencio. Hoy gritas y el silencio de ayer
incendia tu corazón y el camino hacia nosotras.
Prometeo
Más que el fuego, un volcán en erupción.
Más que el agua, un océano de huracanes.
Más que la tierra, un planeta de caricias.
Se me agrieta el cuerpo como las dunas del desierto
mientras el polvo de las horas cubre los recuerdos
haciendo histórica una tarde más joven que un suspiro.
¿Acaso no habéis sentido vosotras palpitar la sangre
en un cuerpo que os recibe como una plegaria?
¿Acaso no habéis oído ese pulso ajeno, ese latido extraño
que termina por confundir el ritmo de vuestro propio corazón?
¿Acaso no habéis deseado hundiros en un ser amado
para volver a ser solo un surtidor preñado de deseos?
¿Qué música podría haber igualado al ritmo
y la melodía de dos corazones palpitando en un mismo tono?
¿Acaso es el universo capaz de crear algo más hermoso?
Coro de oceánidas
No te atreves a nombrarlo porque los nombres crean:
callas su nombre pero no así sus tentáculos de araña.
Si era tan hermoso como has querido mentirnos,
si tanta era la dicha de sentir ese sonido universal,
¿por qué no te atreves a llamar Amor lo que amor se llama?
Prometeo
Amor, amor... ¿de qué me sirven las palabras si están tan lejos?
Coro de oceánidas
Las palabras nombran y crean: tú eres Prometeo -no lo olvides-
porque Prometeo te vas creando cada vez que te nombramos.
¿Acaso no está en tu nombre el destino de vivir encadenado a una roca?
Prometeo
¿Acaso sería la roca lecho si así yo ahora la nombrara?
¿Acaso estos árboles dejarían de dibujar surrealismo con sus sombras
si decidiera llamarlos barco o chimenea o, tal vez, escritorio?
¿Acaso estas montañas que intentan acercarnos al cielo
no tendrían nieve ni puertos si tal vez las llamara playa?
¿Acaso no existís vosotras sin nombre, anónimas en un coro?
Coro de oceánidas
Y ¿quién te ha dicho, Prometeo, que nosotras existimos?
Oyes nuestras voces, ¿pero alguna vez has visto nuestras caras?
¿Alguna vez rozaste con tu mano una tibia lágrima de nuestras mejillas?
¿Acaso sabes si nuestros labios sirven para algo más que para hablarte?
No quieres caer en la telaraña de un nombre que es de hierro,
que ayer pudo ser de oro, que mañana será de cobre sin esperanza.
Prometeo
No digo palabras porque conservo una imagen en mi mirada
que me engaña, que me miente cada vez que cierro los ojos.
No digo palabras ni nombro sentimientos ¡qué gran mentira!
Quisiera ahora cantar, pero en mi soledad he olvidado las notas.
¡Silencio!
Intento escuchar el ritmo de los latidos de mi corazón,
pero en esta maquinaria se suceden los atascos y los acelerones.
Y aún no me habéis contestado: ¿Por qué esta soledad de hoy?
¿Acaso he de pagar con silencios los gemidos de ayer,
esos que levantaron castillos entre las voces de estas montañas?
¿Cómo lamentarme de Amor si nunca esta palabra
traspasó el umbral de esos labios que añoro,
que me dan la vida con sus besos y con su tacto,
que me la arrancan cada vez que se quedan en silencio?
Y todo queda en silencio. Incluso los últimos sonidos parece que caen del cielo. Nada tiene sentido en este silencio. Nada, ni esos sonidos que no terminan de mezclarse con el aliento de Prometeo, ni las miradas inquietantes de las Oceánidas, que se han transformado en dos ojos que, como el Eco de las leyendas, solo saben reflejar las voces del amado, de ese amado atrapado en su propio reflejo. Las preguntas han enmudecido, asombradas por su propio sufrimiento, cansadas de retorcerse sobre sí mismas en cualquier momento.
[4]
De la oscuridad, nace la imagen de una mujer. Primero el vientre; luego los brazos y los pies, que intentan huir, sin conseguirlo, sin atreverse a conseguirlo. Posee la silueta de una mujer, la sombra de una mujer, el olor de una mujer, su tacto y su sabor, pero nada más. Aparece como un suspiro, como si siempre hubiera estado allí, en la sombra, asombrada y confundida entre las sombras de las rocas.
Mujer
Yo tuve un hijo que me acariciaba las entrañas cada tarde en los claros del bosque
mientras caminaba con la circunferencia de su cuerpo por calles sin flores, sin árboles.
¡Escuchadme, sombras! Yo tuve un hijo que imaginaba como una azucena,
y aún su olor, que jamás sentí, me arranca suspiros en forma de valles y montañas.
Yo tuve un hijo como un sol que me iluminaba el vientre cada tarde.
A veces creí sentir fuego, pero nunca me quejé, jamás un reproche de mis labios.
Aquello no era gritar: mi boca era un volcán y cenizas sus diminutos dedos;
abría la boca y le sentía sonreír amaneceres dentro de mis estrechas fronteras,
sonrisas de agua, sonrisas de tormentas de una tarde de otoño, siempre iluminado.
Yo tuve un hijo; le imaginaba nombres que me supieran a mar y barcos, a tierra mojada,
nombres como ese agua de su sonrisa que cada tarde sentía en mis entrañas.
.
De improviso, se queda mirando su vientre.
Se queda mirando el hueco de su vientre
mientras se destroza las manos con caricias carnívoras.
Pero, ¿por qué esforzarme en vivir en palabras, en inútiles y estériles palabras
si ya mi hijo se fue, si me abandonó antes de haberlo tenido entre mis brazos?
¿Para que seguir enlazando cadenas de recuerdos y de frases sin verbos
si mi vientre se ha convertido en un campo yermo, sin cosecha,
si nunca jamás podrá volver a sentir el aliento de una sonrisa,
el lento aletear de unos dedos que día a día van creciendo?
Un día desapareció, noche de relámpagos, sin nombre, sin caricias ni besos.
Un día desapareció y, desde entonces, nada...
Prometeo
¿Quién eres tú, mujer? Oigo tus gritos pero me son desconocidos tus labios.
Mujer
¿Quién se atreve a irrumpir en mi dolor con la torpeza de un león sin manada?
¿Quién se atreve a hablar, quién a interrumpir la procesión inútil de mis palabras?
Prometeo
Un muerto.
Mujer
¿Y qué sabes tú de la muerte que así te has atrevido a destensar el pulso de mi aliento?
¿Qué sabes tú de perder la vida si nunca la has sentido atrapada a tu vientre?
Prometeo
¿Acaso soy yo el motivo que te hace deambular por las colinas del sufrimiento
para que tanto desprecio me lancen tus ojos sin lágrimas, sin el milagro de una mirada?
¿Qué incendio mi pregunta ha propagado en tu corazón para que así me desprecies?
Mujer
Eres hombre y eso me basta. Hombre estéril y yermo. No hay palabras en el mundo
para expresar mi fatiga ante una vida que desprecia la vida, que la desconoce.
Imagínate, a mí la luna me visitaba puntual cada vez que pasaba cerca de mi cama;
allí siempre encontraba un zumo de jazmines y el rastro de una sonrisa,
la circunferencia de ese vientre que me sonreía cada mañana, cada tarde, cada noche,
hasta que un día amanecí de espaldas en la cama de un hospital sin nombre
con mis manos apoyadas sobre un vientre que era una playa desierta.
Jamás podré volver a sentir la sonrisa del amanecer en mi vientre.
Jamás, nunca jamás, ese calor que termina iluminando las tardes de otoño,
que te llena el cuerpo más allá de las nueve hojas de calendario.
Mira sin mirar.
Se dirige a Prometeo, pero le da la espalda;
se dirige a las nubes,
a esas nubes de algodón
que van dibujando patios de colegio a cada instante.
¿Por qué desapareció esa sonrisa acuática que me embriagaba el cuerpo con su aliento,
esas caricias que jamás las fuertes manos de un hombre han sido capaz de regalarme?
¿Cómo es posible que en un segundo se desplomaran las torres de la esperanza?
Era un fuego que me iluminaba cada mañana, cada tarde, cada noche las entrañas,
era un fuego que me hacía adorar su nombre... y sin él yo no soy nadie, nada.
Fuego que me calentaba la sangre en la circunferencia de sus venas,
que me inflamaba de sonrisas unos pulmones que soñaban con la caricia de su nombre.
¿Por qué se fue con las aguas del otoño hasta ahogarse en la mar?
Ya no quedan ni rescoldos de aquel fuego y mi vientre es un basurero de cenizas.
Una noche me desperté sintiendo dentro de mí el hielo de los muertos sin tierra,
me desperté sin incendio, sin llamas, sin las cálidas brasas de vida en mi vientre,
campo yermo y playa donde antes se había levantado una robusta montaña;
ese fuego que me hacía gemir cada tarde caricias de futuro no muy lejano
es ahora solo un recuerdo, la imaginación de un recuerdo con los pañales del deseo.
¿A quién puedo gritarle? Jamás vi su sonrisa, jamás toqué esa piel de mi piel,
jamás acaricié esas manos que con sus diminutos dedos me acariciaban las entrañas.
Y jamás podré ver otra sonrisa, tocar, besar otra piel de mi piel,
jamás podré acariciar otras manos que me saquen suspiros de mis entrañas.
Una noche se fue; una noche la recuerdo de luna llena y de sueño cansado,
y desde entonces no he dejado de gritar el nombre que jamás pude poner a mi niño,
ese niño que oigo que me llama y que me busca desde las cloacas de los recuerdos,
sin saberlo siquiera, sin labios, sin garganta, sin dientes, sin boca, sin ojos,
ese niño llamado a ser la criatura más hermosa que jamás pusiera los pies en el mundo,
ese niño que se llevó atadas al cuello las cadenas de nuevos hermanos,
el collar de mis sonrisas y los pendientes de mis suspiros y de mis desvelos.
Prometeo
¡Ay! ¿Y cómo encontrar en la circunferencia del mundo un grito como el tuyo?
Mujer
Sigue ahí en tu roca, Prometeo, sigue ahí encadenado a tus suspiros,
sigue lamentándote a cada segundo encadenado a tus recuerdos,
pero no te olvides que a mí sí que los dioses me han condenado a la peor de las torturas,
ese dios que una noche me clavó un rayo de incendios en mi vientre fértil
para luego hacer de mis entrañas una roca estéril a la que me encuentro encadenada;
roca que un día se perdió en el fuego; roca condenada al frío de un eterno invierno.
Sigue lamentándote, hombre como eres, de la injusticia de los nuevos dioses
pero no te atrevas, nunca más te atrevas a repetir al aire que eres un muerto.
¿Cómo hacerlo sin ahogarte en calumnias, tú que jamás has sabido lo que es la vida,
jamás lo que es tenerla clavada en tu cuerpo para nunca jamás poder disfrutarla?
Se va, arrastrando pesadamente su vientre,
a pesar de que ya no tiene vientre.
Se va como, si en realidad, todo ella fuera un gemido,
un gemido que no terminara nunca;
un gemido como el de un tren que se pierde en el túnel.
Prometeo
¡No te vayas así mujer! ¡Que no sean tus últimas palabras las tejidas por el desprecio!
Hay silencios que gritan. Pero también hay gritos que se despliegan como la bandera de un silencio. Este bien podría ser uno de ellos.
[8]
Llegan los ecos de una ciudad enloquecida antes de que aparezca su sombra. Una de esas ciudades en donde se confunden los gritos de las alcantarillas con las sirenas despiadadas de las antenas de televisión; una de esas ciudades que destiñen su nombre en las camisetas y que siempre mantienen un lugar preferente en los destinos de los aeropuertos. Pero, en realidad, huye, corre, intenta alejarse. Hace tiempo que perdió los límites de las aceras y de los andenes, en que se hunden las ruedas de los tractores. Llega justo antes de que se haga de día. Llega como si llevara un maletín en las manos; mejor: llega detrás de un maletín, que le arrastra entre las rocas.
Hombre (con prisas)
Amanece igual que los últimos doce mil doscientos cuarenta y tres amaneceres,
amanece como el tintineo ridículo de los gemelos en las camisas de boda,
amanece siempre detrás de los cristales, de los cristales ahumados y resecos
de una oficina que se pierde en la circunferencia perfecta de una manzana.
Amanece y ya llego tarde, ¿o es tal vez que me voy tarde, que estoy tarde?
Intenta volver por donde ha entrado,
pero duda, duda... duda,
y al final –sin darse cuenta- vuelve al punto de partida (o de llegada)
Las hojas de los árboles deberían reverdecer todas en un mismo instante;
árboles en los cuadros disecados, árboles sorprendidos en la retina de las fotografías.
Deberían las flores explotar como las luces sonrientes de las fiestas,
flores con su olor programado según la hora creciente del día
según la longitud (y latitud) de la nariz que a ellas se acerca.
Debería sentarme, pero mis piernas se han convertido en dos inútiles columnas.
Me recogen temblorosas por la mañana y, fieles, me acompañan hasta la noche.
Me duele la espalda, me duelen las vértebras del corazón y los papeles
que se amontonan en las esquinas que han olvidado el rastro de los perros.
¡Qué silencio! Pero no debo pararme. ¿Acaso el corazón de las ciudades descansa?
Prometeo
Este amanecer me recuerda el deslizamiento acrobático del sol
por mi juvenil espalda. ¡Cómo no querer compartir el calor de mis entrañas!
Este amanecer lo he vivido tantas veces alzando las manos al cielo
para poder hacer cosquillas con las puntas de mis dedos a esas nubes
que cubrían mi cabeza de sueños, de una larga melena rubia de esperanza.
Este amanecer, tumbado en medio de una línea verde en el campo,
amanecer que me venía a arropar mientras cruzaba las piernas.
La cabeza recortada en la almohada de los pétalos de tu compañía.
Y este amanecer me recuerda el fuego que un día me llevé entre las manos
(esas manos como el farolillo alegre en el centro de una fiesta),
ese fuego que un día acabó con el ritmo de las mareas de la luz y de la sombra,
luz que ha venido a romper el hechizo de las noches sin luna
y que me condena a observar la interminable caída de las hojas...
Hombre
Te oigo y tus recuerdos me saben a mermelada con tostadas madrugadoras,
esas tostadas que se deshacían entre mis manos despidiendo un suspiro,
suspiro de flores recién cortadas, suspiro de claveles y azahar en la mesilla.
Te oigo y tus recuerdos se confunden en la silueta de mi pasado.
Las prisas me impiden mirar: me mareo de dar tantas vueltas.
Mis ojos enloquecen por no estar acostumbrados a posarse y descansar,
ojos frenéticos que se evaporan en el rocío de la mañana.
Estoy encadenado a las manecillas de un reloj gigantesco.
Prometeo
Intento mirarte, pero no te veo; te pierdes ante mi mirada.
Te mueves a una velocidad que rompe cualquier barrera del cansancio.
Te reconozco: eres víctima del fuego que un día robé a los dioses luminosos,
víctima de esa luz que impide el descanso de la noche, el abrazo del ocio.
¿Acaso huyes de mí y a mí sin pretenderlo tus prisas te han acercado?
Hombre
¿Huir?, de mi sombra tal vez; ¿huir?, tal vez de mi propia mirada.
Las ciudades son una caricatura de los sueños que un día vimos reflejados en tus ojos.
Vivimos lejos de los pájaros, del ritmo de las hojas que reverdecen y se agotan;
lejos de las sonrisas de las fuentes, de los caminos llenos de saltamontes;
vivimos sin cielo, evitando el contacto con las nubes y la niebla,
sacudiéndonos los copos de nieve como si fueran una plaga de langostas,
corriendo delante de las tormentas para evitar el roce de la lluvia.
Prometeo
Pero, ¿acaso esas ciudades no son el paraíso perdido de los dioses?
¿Acaso en ellas no alcanzáis a repudiar el círculo cotidiano de la pereza?
Yo os liberé de la amenaza del rugido y de los despojos podridos,
yo os abrí los ojos a la luz de una ofrenda en donde se olvida la carne,
yo os entregué –mis manos como un cáliz- el cuerpo luminoso de los dioses,
yo os enseñé a arrancarle a la tierra sus frutos más queridos y sabrosos,
os enseñé a contar a vuestros hijos y los años felices de vuestra vida.
¿A estas miserias habéis dedicado el tesoro de los libros de historia?
Hombre
Solo hemos aprendido a contar las horas que rodean la geografía de cada día,
a desear lo que todavía no ha llegado, a adorar el círculo de los relojes,
a abrir en canal el espacio ridículo que ocupa en el suelo un segundo.
Los pasos de cebra se alzaron un día como los barrotes de una cárcel
y nadie desde entonces se atrevió a llevar la contraria a los semáforos.
El fuego un día desapareció, se nos escapó de las manos como de los relojes la arena,
pero teníamos ya demasiados relojes y los plazos conquistaron los escaparates,
y los espejos vinieron a multiplicarnos como si fuéramos un ejército de imágenes:
difícil descubrirse en las aceras; difícil no pasarse las noches en vela
debajo del sol artificial que cuelga del techo fotográfico de los calendarios.
Recuerdo a veces un día en que no se me abrían las muñecas a la tarde,
un día en que los pies sabían disfrutar de la caricia de los manantiales,
un día en que al atardecer todos los ojos venían a consolarse
y las sombras dormían, sin preocuparse de tener que ir a cerrar las ventanas;
un día en que la luna y las estrellas eran algo más que las páginas de un libro,
un día en que los pies recordaban el suelo después de cada una de las miradas,
un día en que los ojos se agotaban en el arco iris de los colores de la tarde
y los relojes se apolillaban en las esquinas robustas de la pereza,
un día en que los bostezos estaban prescritos y no se levantaba ningún grito de guerra
en las mañanas (todavía proyectos de mañanas) lanzándonos del sueño
a la cárcel de las carreteras, de los andenes, de las aceras, de los pasos de cebra.
Un día en que la piel cambiaba al tiempo que la corteza de los árboles,
un día en que las sonrisas no cotizaban en las bolsas de la miseria,
en donde era posible contar los segundos porque ni los segundos se medían...
Prometeo
¿Y qué sucedió? ¿Acaso mi fuego no es tan inmortal como el de otros dioses?
Hombre
Quizás un día se olvidara la noche de su cita cotidiana,
quizás un día el reloj escondido en un callejón oscuro y sin salida
se atreviera a cruzar los minutos que lo separaban de las plazas.
Y el tiempo, y ese viejo y amortajado tiempo, se apoderó de nuestras miradas,
y ahora es siempre tarde; tarde, imposible; imposible, nunca.
Y ahora es siempre ayer; ayer, una quimera; una quimera, el mañana.
Y ahora es siempre adiós; adiós, tengo que irme; tengo que irme ahora.
Y los pies resbalan porque ya no tienen tiempo de reconocer la tierra.
Me gustaría quedarme aquí y quitarme los zapatos y los calcetines,
y andar por la tierra del camino y tumbarme en la arena del horizonte,
y quedarme allí horas y horas... aunque así me digan que es la muerte.
Me gustaría arrancarme esta corbata y el chaleco de fuerza
y volver a sentir el roce del aire, la entrada triunfal de la brisa en mi pecho,
y de nuevo el frío, y el calor y el miedo porque se escapan las sombras.
Volver a comer con las dos manos y dejar que los colores de la comida
se vayan transformando en los bolsillos de un luminoso traje recién comprado,
y tirarme al suelo y reír, por nada y con nadie, reír a gritos,
reír hasta que la garganta se confunda con una cantera abandonada,
y reír de nada, y otra vez, mirando cómo las nubes se mueven
aunque la cola de un caballo perdido amenace al fondo con una tormenta.
Y tirarme en el suelo y contar los segundos sin importarme ni una décima
y entonces gritar: gritar sin garganta, gritar sin dientes ni lengua...
Prometeo
...y dejarse llevar por el torrente de un grito liberador y sin tiempo,
un grito como el rumor imprevisible de las bocas de los volcanes,
un grito como esa pesadilla en que puede convertirse el ala de una mariposa.
Un grito que viniera hasta mis oídos como la alfombra roja de una ofrenda,
un grito que arrancara las máscaras a los nuevos dioses y a sus indecentes calaveras...
Hombre
...me gustaría mirar al infinito y nunca más retirarle la mirada,
estrechar la pálida geografía de una piedra hasta verla convertida en arena,
cerrar los ojos hasta perderlos en la inmensidad de un espejo en el campo...
Silencio.
Mira a su alrededor como si hubiera oído algo,
como si hubiera sonado una sirena, un despertador, un teléfono...
Pero tendrá que ser mañana... sí, después de veinticuatro horas,
después de mil cuatrocientos cuarenta de esos preciosos minutos,
después de esos ochenta y seis mil cuatrocientos rapidísimos segundos.
Ahora es ya un poco tarde y tendría que haberme ido hace un milenio
para llegar pronto o nunca a cualquier sitio, para adentrarme en esa circunferencia
que las manecillas me van dibujando, segundo a segundo, en mi muñeca.
Ahora es ya tarde; la noche de un cierto sueño me reclama y espera...
Pero mañana volveré, lo antes que pueda, a dejarme las pisadas
bailando en la arena escurridiza de los caminos de estas montañas.
Mañana, que este segundo se agota y ahora mismo es demasiado tarde,
ni tiempo queda para las despedidas, para el abrazo de las espaldas...
Desaparece.
Solo queda de él el conocimiento casi imperceptible
de una hoja en un árbol.
Hoja y árbol transparentes.
Sin sombras.
Prometeo
No debí crear a los hombres con la arcilla de las ciénagas y de los pozos.
Mi sacrificio, el fuego que robé del carro del sol una negra noche,
se ha convertido en su condena y en mi castigo. ¡La orgía del tirano!
¡Dioses! ¿Por qué creé a los hombres a vuestra imagen y semejanza?
Hace tiempo que parece que la noche ha vuelto a ganar el pulso de la mañana. Hace tiempo que todo lo cubren las sombras de la niebla, de las lágrimas que se confunden con las gotas de lluvia, con ese telón que ha pintado de gris las montañas. Pero es todo una ilusión: por debajo de la lluvia, por debajo de las sombras, amanece.