Algunos poemas de Los últimos días de Trotski
[20 de agosto de 1940]
¿Ha valido la pena tanta cárcel, tantas geografías, tanto ladrillo cerrado en las ventanas, tantas puertas blindadas, tantas muertes, tantos amigos abandonados en la fosa irremediable del miedo, tanto exilio, tanta espalda, tantas miradas vacías?
Tendido en el suelo no debo cerrar los ojos.
¡Ahora no!
Ahora que todo estaba tan cerca, tan cerca…
Siento cómo la cabeza se me rompe,
cómo mi piel arde al contacto de la sangre.
Mis libros abiertos, ahora derramados por el suelo infinito de las baldosas,
mis gafas rotas, aquí tendidas a mi lado, estas dos circunferencias que han dibujado mi rostro, mis gestos, mi mirada, durante ya tanto tiempo.
Todo lo cubre mi sangre, mi sangre infinita, escandalosa.
Pero ahora no…
Tengo tan solo sesenta años y toneladas de injurias y de injusticias que denunciar.
¿De dónde me viene este dolor que me ha hecho caer al suelo y gritar? Oigo los pasos de Natalia, de mis colaboradores, oigo sus gritos sus carreras e insultos. Pero yo estoy tranquilo.
¡Ahora no!
Ahora vendrán las sirenas y me llevarán al hospital y me vendarán la cabeza, esta cabeza que me arde,
y más tarde limpiarán mi sangre del suelo, y recogerán mis libros, y mis gafas rotas y mis notas y todo volverá a estar igual cuando vuelva.
Y lo haré con una sonrisa triste, los ojos cansados y una nueva cicatriz.
Volveré de la mano de Natalia, de mi Natalia.
Tendré que tapiar una vez más las ventanas, no abrir nunca más las puertas blindadas, multiplicar en cada esquina las torres de vigía.
Pero ahora no debo cerrar los ojos.
¡Ahora no!
No quiero que lo último que vean mis ojos, estos ojos que lo han visto ya casi todo, sea mi sangre sobre los papeles criminales, mi sangre anunciando la derrota.
¡Ahora no! Ahora que me encontraba tan cerca… tan cerca.
¡Ahora no!
No cerrar los ojos, nunca. Ni muerto.
No lo matéis. Tiene que decir quién le envía.
Saint-Palais
He traicionado todos mis sueños, todas mis promesas, todas mis venganzas.
Estoy viejo. Y cansado. Y viejo.
Llevo días sin salir de esta habitación, de esta cama que es también mi cárcel.
Me dicen que estoy en Saint-Palais, pero estas palabras me llegan también como un sueño.
A lo lejos siento la sombra de Natalia, la sombra siempre terrenal de Natalia, como el tronco necesario para mantener caliente el hogar de nuestras experiencias.
Pero sé que llora lejos, siempre lejos de esta cama.
Sé que sufre por mí y por mis silencios y su sufrimiento es mi mayor enfermedad.
Más que este cansancio de siglos instalado en la médula histórica de los huesos.
Más que este no querer mover las manos y sintonizar la radio que me devuelve noticias que siempre son las noticias de otros,
guerras que deberían ser mis guerras, monumentos que tendría que llevar grabado el cobre de mi nombre.
Pero no es así. Nunca será así. Nunca.
Y sigo tumbado en la cama sin moverme y pierdo la noción de los días y del canto de los pájaros.
A veces abro los ojos y por un instante, por el instante de los segundos interminables, no sé dónde se encuentra mi cama, esta cama que no es otra que mi celda, mi cárcel, mi exilio, mi derrota, el espejismo de muerte.
Y noto cómo Natalia cada vez anda más despacio y cómo sus suspiros son cada vez más deshabitados.
No me habla. No me mira. Me mima como siempre. Pero no se atreve a cruzarse con el desierto de mis ojos, de estos ojos cansados, enmarcados en la sombra circular de mis lentes, que ya han visto mucho,
demasiado,
demasiadas traiciones,
demasiadas confesiones al ritmo monótono de la tortura,
demasiados exilios,
demasiadas camas suicidas.
Y llegará un día en que Natalia no se levantará.
Los dos acostados en la cárcel de nuestras vidas;
los dos enfermos, sudando reproches;
los dos enfermos por el sufrimiento del otro,
mirándonos, por fin, a los ojos de la fiebre y en la fiebre, por fin, compartiéndolo todo;
susurrando caricias,
tocándonos en la distancia de los gestos,
dejándonos morir por cumplir nuestros sueños.
Si solamente te pusieras bien. No necesito nada más.
Ruth[1]
¿Cuán larga puede ser la sombra del enemigo?
¿Cómo de certeros sus zarpazos moribundos?
¿Qué inútiles mis bocanadas de auxilio?
Un día soñé con una tierra libre para todos y ahora me encuentro exiliado por mis sueños,
exiliado en medio del océano,
entre soldados que me odian,
voces que me llegan lejanas de otras tierras que no entiendo, laberintos lingüísticos en los que me siento débil, alejado.
Un extranjero.
La mirada de Natalia, siempre a mi lado,
y el silencio de la radio y de los telégrafos,
y de nuevo en una nueva cárcel, confinado en la cárcel sin nombre de mi destino, recorriendo un océano de aguas lejanas, nunca imaginadas.
Nadie me dice a dónde nos llevan.
A nadie, en realidad, parece importarle.
La mierda petrificada del presente
Estimados camaradas descendientes:
cuando hurguen la mierda petrificada del presente,
estudien las tinieblas de nuestros días,
ustedes tal vez pregunten también por mí.
Vladimir Vladimirovich Maiakovski, A plena voz (1930).
Silencio. Silencio. Un silencio de ausencias.
La radio muda y el telégrafo amordazado, ajeno a los ecos de mis proclamas y denuncias.
¡Y todavía tengo tanto que decir!
¡Y todavía hay tanto que tienen que escuchar!
No. No. NO.
Grito al mar un NO majestuoso.
Un NO de impotencia que es soberbio.
Un NO que asusta hasta a Natalia, pues me salió de este corazón enfermo, este que todos creyeron, hasta hace poco, muerto.
Arrastro mis cincuenta y ocho años como un rosario de derrotas y de traiciones, de noes engarzados en las acusaciones falsas que han hecho de mi nombre un inesperado insulto revolucionario.
No. No. NO.
Esa será mi respuesta ante tanto silencio.
NO a un tiro en el corazón del pecho.
NO a la sangre compartida con Maiakovski, rastro de roja muerte petrificada del presente.
Un NO mayúsculo.
Un NO soberbio.
Un NO titánico, aunque tan solo sean sombras las que veo entre sueños, las que se acercan a mi cama y me acarician la frente y me borran la fiebre del delirio y de la locura.
No.
NO.
Nunca.
He vivido demasiado para ahora morir derrotado.
Todavía tengo que vivir lo suficiente para ver triunfante el río de tinta de la revolución permanente.
¡No puedo callarme!
Ni ahora ni nunca.
Instante. 2
Què non fem per amor?
Manuel Forcano (2014).
Por un ideal dejó su casa,
sus tierras, la herencia marcada con la sangre
de las escrituras,
la de siglos, la que se creyó eterna.
Por un ideal deambuló por las aulas
y se llenaron sus gafas de pensamientos
y su mirada de consignas feroces,
de líneas que terminaron siendo historia.
Por un ideal sufrió su primer exilio,
lejos de sus acentos, de sus sabores,
de la tinta cotidiana de su alfabeto,
perdido en las gotas falsificadas de Londres.
Por un ideal firmó pactos
y su mano se mantuvo firme ante la muerte,
ante el asesinato de las gargantas abiertas,
de los ojos vacíos, de las manos con hambre.
Por un ideal lideró una Revolución,
encabezó el ejército rojo que desfilaba
por las avenidas abiertas de las sonrisas
y de los gritos ebrios de futuro y esperanza.
Por un ideal se dejó vencer sin saberlo,
ciego en su silencio, en la soberbia de las palabras
y la tinta huidiza de las consignas aprendidas,
tantas veces sudadas en los campos de batalla.
Por un ideal le enterraron en vida,
arrancaron su nombre de las calles
y se silenciaron las fotografías y los libros,
se quemaron sus obras en el silencio de la noche.
Por un ideal no quedó sangre sin derramarse:
la de sus hijos, todos muertos por su apellido;
la de sus amigos, todos muertos por su lealtad;
la de sus adversarios, todos muertos por su traición.
Por un ideal un día dio la vida.
Por un ideal le han condenado a muerte.
Sin juicio. Con calumnias.
Sin defensa. Con mentiras.
Por el amor de un ideal vive. Ha vivido.
Què no fem per amor?
All my love[2]
Para León Trotsky, con todo cariño,
dedico esta pintura el día 7 de Noviembre de 1937.
Frida Kahlo, Autorretrato para Trostky, en San Ángel, México.
¡Qué alejadas están las miradas de Frida y de Natalia!
¡Qué abismo de juventud ofrecen las pupilas incendiarias de Frida, de una Frida de acero y de viento, y de olores nuevos, sabores que forman parte de los sacrificios aztecas!
Natalia me mira y me siento atrapado en su mirada de siglos, de manos compartidas y de pan escaso en las interminables noches de exilio.
Natalia me mira y me siento en su mirada tranquilo, viejo, acompasado a los años y las costumbres compartidas.
Frida me mira y siento rejuvenecer de nuevo mi sangre revolucionaria en el espasmo de todos mis miembros.
Frida me mira y me faltan las palabras, todas las palabras.
Por primera vez en mi vida.
Sin sangre.
Sin tinta.
No hay recuerdos, no hay penurias, solo libros compartidos y mis mensajes de amor atrapados entre sus páginas.
Natalia me mira y me siento fuerte, de nuevo Trotski.
Frida me mira y dejo de ser yo, el viejo Trotski de ahora y me imagino a los dos tumbados en su cama de espejos multiplicando sus caderas en mis renovados jadeos.
¡Qué lejos estoy de las miradas de Frida y de Natalia!
Con una vivo y con la otra,
de noche,
sueño.
Desde San Miguel
No duermo lejos de ti, Natalia. Ni vivo siquiera.
El trabajo se multiplica sobre el escritorio y no puedo escribir lejos de ti, ni una palabra.
Necesito tu cuerpo, necesito tenerte cerca, necesito estar dentro de ti, acompasando mi aliento a los golpes de suerte de tus generosas caderas.
Cierro los ojos y solo sueño con tu dulce cuerpo, y solo deseo empujar mi lengua en sus profundidades.
Hasta mi sexo me ha abandonado lejos de ti, este sexo que ya no responde a mis impulsos,
como si lejos de ti hubiera decidido dejar de ser,
como si en la distancia se hubiera olvidado de las tensiones enloquecidas de los últimos meses.
Lejos de ti se me vienen encima las enfermedades y ni fuerzas saco para comprarme unas gafas nuevas.
¿Qué vestido te pondrás para acompañarme el domingo si decides al final perdonar a tu famoso bandido?
Los papeles se multiplican sobre el improvisado escritorio y solo vivo para volver a sentirte abierta en mi lengua, hacerte gozar en cada uno de mis deseos desbocados, derramarnos juntos en la noche cerrada, oscura, juntando nuestros labios en un último gemido, sin saliva.
Natalia.
Mi dulce Natalia.
Mi compañera.
Mi vida.
Preparativos de la Cuarta Internacional
Me lleno de recuerdos que otros me cuentan,
de las cartas que me llegan arrastradas por el peso de una confesión o el silencio ante una nueva deserción.
Todo se derrumba a mi alrededor.
Todo, a excepción de esta cárcel que habito,
a excepción del ritmo cotidiano que marca mi voluntad,
esta costumbre de vivir que nunca me abandona,
a pesar del cansancio,
a pesar de mi mala circulación, mis dolores de cabeza y este estómago que crepita en el color de los nuevos sabores mexicanos.
Estoy solo.
Cansado.
Y terriblemente viejo.
Solamente la sombra armoniosa de Natalia,
atrapada en el agujero negro de mi biografía,
me acompaña, y me reconforta,
me da la luz que necesito por las noches para descansar,
para apoyar mi cabeza inútil sobre su pecho generoso mientras mis manos buscan su sexo y en él encuentran el gemido y el paraíso que hace tiempo abandonaron miradas y alientos.
Cansado y solo.
Cansado de seguir imaginando geografías que ya no me pertenecen.
Ni en el recuerdo.
¿Acaso quedará algo de mí en la casa de mis padres, algo que me recuerde que yo también fui niño y, como niño, vivía feliz en un mundo de leyes manejadas por la lógica arbitraria de los deseos heredados?
¿Acaso Londres seguirá siendo el mismo Londres clandestino de mis discursos gloriosos y la mirada febril de Lenin, arropando cada una de mis sílabas?
¿Acaso podría reconocer los campos que un día crucé apoyando mi cabeza en la fría ventana del destino, dirigiendo un país al ritmo de los raíles y los sables, y de las olvidadas y previsibles estaciones de tren?
¿Acaso alguien recuerda mis pasos por la casa incendiada o por los barracones silenciados donde mis carceleros abrían con desprecio las cartas y enmudecían los periódicos que llegaban tiritando ante mis ojos?
Vivo en el territorio deshabitado de mis recuerdos.
Vivo solo.
Nadie me acompaña, ni siquiera Natalia, cuando los ojos se me desbordan de ejércitos y a mi lado siento la presencia histórica de Lenin,
los dos,
mano a mano,
esculpiendo la Revolución.
Ahora que Europa se incendia en firmas traidoras, en pactos dictatoriales y silencios democráticos, la Cuarta Internacional es el puente hacia nuestra victoria, por más que me sienta solo y cansado al cruzarlo,
por más que el aliento del Sepulturero de la Revolución hiele los espíritus más esforzados, más sacrificados,
corte las manos que un día aplaudieron mis arengas,
las lenguas que se aprendieron de memoria cada uno de mis escritos.
Hoy me lleno de recuerdos que otros me cuentan.
Mañana serán otros los que vivan de mis recuerdos, los que escriban con mis soledades, con mis derrotas, los que alcen la bandera del mito de mi nombre y hagan de Trotski el grito de una nueva Revolución.
Esa que me volverá más humano.
Esa que devolverá la sangre a nuestros ideales, la flecha certera en el corazón de la denuncia, el grito unánime contra el silencio de todos los tiempos.
Hoy me lleno de futuro ante la Cuarta Internacional.
Otros serán los que lo conviertan en presente.
El asesinato de Liev Sedova
Murió desnudo. Enloquecido. Por los fríos pasillos del hospital.
Desnudo. Y loco. Nadie entendía sus palabras. Su acento. El movimiento inverosímil de sus labios. Sus ojos eran dos llamas.
Gritó y entonces se quedó mudo.
Cayó al suelo.
Nunca más se levantó.
Nunca más recobró la conciencia. Ni la lucidez. Ni la ropa.
Tres días permanecimos en la habitación.
Tres días abrazados. Leyendo una y otra vez el telegrama que borrábamos con nuestras lágrimas, con nuestras lecturas continuas, al borde de la locura. Entendíamos todas las palabras, nos eran familiares las letras, pero no así la negra noticia de muerte que anunciaban.
Aquel dolor no podía ser grave. Otros muchos dolores habían convertido su cuerpo en un campo de minas. Lo sabía. Vivía desde hacía tiempo entre dos fuegos. Entre los lentos y peligrosos preparativos de la Cuarta Internacional y los rápidos y lacerantes mensajes que su padre conseguía enviarle desde México.
Entre dos fuegos.
Y ahora con este dolor que por minutos aumentaba.
Y temía partirse en dos.
Y deseaba en realidad partirse en dos.
Dejar atrás ese dolor, ese nuevo dolor que no le dejaba vivir, ser el brazo ejecutor de las órdenes de su padre.
Tres días para regalarle las caricias que nunca le hizo su madre. Las palabras de aliento y los agradecimientos que nunca salieron de sus labios.
Tres días para encontrarnos con él en sus miradas, para abrazarle en sus minúsculos brazos del hijo pequeño.
Tres días para recordar su pequeño cuerpo de siete años con el Boletín bajo el brazo por las calles comunales de París.
Tres días para comenzar a extrañarle, a saber que ya nadie estaría al otro lado del teléfono, de los mensajes, de las órdenes, que París se había quedado mudo y solo. Para siempre huérfano.
El camino al hospital duró un diluvio. El hospital a las afueras de París, rodeado de árboles y de silencios. Hospital de fachada blanca, de blancos enfermos. Un hospital de sábanas blancas y de blancas medicinas.
Llegó solo.
Y estuvo solo
y murió solo.
El dolor desapareció después de un sencilla operación de apendicitis. Pero no así las sombras. Entonces llegaron las sombras, y las sospechas y el sabor peculiar de la comida y de las medicinas.
Ese sabor a muerte que esconden siempre los venenos,
un sabor milenario, ancestral.
Único.
Tres días para pedir perdón.
Tres días recordando la muerte, el panteón familiar que iba llenando Europa de cadáveres, de hermosos cadáveres de tez blanca y mirada enloquecida. Cadáveres que no pudieron sobrevivir al peso de la historia ni al espíritu asesino de la crueldad del Zar Rojo. No dejar huella ni dejar rastro. No dejar semillas en el camino. Acabar con el pasado asesinando las raíces y los primeros brotes de la primavera, esa que exigiría respuesta a las preguntas, venganza a la historia.
Veintinueve años. Tan solo veintinueve años. Y poco más decía su ficha. Y poco más el papel que certifica su muerte.
Blancos espacios para acallar un crimen, un nuevo asesinato que cortaba el hilo umbilical de Trotski con la silueta europea de la Revolución Permanente.
Nadie recuerda dónde quedó su sombrero. Ni sus ropas. Ni su vida. Ni las ansias revolucionarias, que habían sido su escuela, su única enseñanza, la sangre que había terminado por correr envenenada por sus venas.
Tres días para llorar sin lágrimas.
Tres días para gritar sin garganta.
Tres días para leer sin ojos.
Tres días para lavar las heridas de un asesinato.
Tres días para recomponer las arrugas
y volver a salir al campo minado de la vida
sabiéndose un poco más solo,
terriblemente condenados a estar solos.
En su vida.
En la acusación de un nuevo asesinato del Zar Rojo.
El viejo
Hay viajes que no deben comenzarse.
Hay lugares que se deben evitar, personas que mejor no haber conocido. Territorios de calumnias y de miedos que se esconden tras los abrazos y los peldaños previsibles de las escaleras.
Hay vidas que no podemos vivir.
Vidas que tan solo podemos soñar en las tardes inagotables del otoño cuando el día parece perezoso y la noche un presagio de sábanas mudadas en las esquinas de la cama.
Pero esas son las vidas de los otros,
de los otros yo que yo pude ser, que quizás fueran más yo que estas costumbres cotidianas que me abrazan y me reflejan en los espejos metálicos, en el corredor interminable de mi cárcel.
Si no hubiera comenzado aquel viaje,
si no me hubiera empeñado en estudiar y abandonar el lugar sagrado de mis abuelos;
si no me hubiera cruzado en el azar de las calles y de las aulas abarrotadas con aquellos ojos que gritaban Revolución,
quizás ahora yo sería un viejo como tantos otros viejos que sobreviven en la corteza de los recuerdos y remordimientos; un viejo que habría pasado su vida entre plumas y entre libros y escritos, rodeado de clases cada más amarillentas.
Un viejo con los ojos humillados y las manos temblorosas, ausentes.
Un viejo de sonrisa fácil y de palabra certera, como el filo de una hoja. Uno de tantos viejos que se levantan en las sudorosas mañanas con la esperanza de un nuevo atardecer, uno de esos perezosos atardeceres de ritmos lentos y de explosión unánime en el cielo.
Pero, ¿acaso tú, León Davídovich, no eres un viejo como tantos otros viejos, rodeado de libros, de papeles, de recuerdos y de ojos cansados y de añoranzas matutinas, de historias siempre en los labios y de un público cada vez más sordo?
¿Qué te hace a ti único, León Davídovich Trotski?
¿Acaso los cactus que sobrevivieron a la lluvia de metralla o los conejos que aún conservan en el hocico el olor ácido y dulzón de la muerte nocturna?
¿Acaso tus escritos que nadie quiere publicar?
¿Tus ideas que se están quedando huérfanas en una época que se ha arrancado la lengua y los oídos y los ojos ansiosos de futuro?
¿Acaso no estás tan solo como todos los viejos de este mundo, de este previsible presente de amaneceres y de invasiones que inauguran los titulares de los periódicos, y que cruzan el Atlántico con el vuelo rasante de las trompetas inminentes de guerra?
¿Quién eres, en realidad, León Trotski, ahora que has sido declarado Enemigo del Pueblo?
Un viejo.
Tan solo uno de tantos viejos.
Un viejo que se aferra al dactilógrafo como si tu voz pudiera multiplicarse en el desierto de un presente sin memoria, como si aún hubiera alguien, aunque solo fuera uno, esperando a oír de tus labios, León Trotski, la frase certera, la condena justa, el análisis atinado.
Tú que eras capaz de cambiar, con tan solo un gesto de tu voz, el rumbo del ejército rojo, te estás quedando mudo y solo y viejo.
Terriblemente viejo.
Irremediablemente solo.
Absolutamente mudo.
Hay viajes que nunca debieran comenzarse.
El de la vejez es, sin duda, uno de ellos.
Testamento
Llevo once años esperando la muerte.
Pero no la muerte de las denuncias ni de las deserciones,
no la muerte del barro en el campo de batalla
o la muerte sumaria que te convierte en un número, en fría estadística sellada por una firma victoriosa.
Cada taza de té que bebo puede que sea la última.
Cada paseo, cada recodo de las carreras de mi borsoi por las tierras abiertas de mi primer exilio,
cada beso de Natalia,
cada una de sus caricias
las vivo como la prórroga de una vida que me han regalado.
Un nuevo estrechar la mano en la puerta de la cortesía, un nuevo coche que cruza detrás de las ventanas cegadas, puede ser el principio de mi fin, tantas veces imaginado.
Llevo once años, ya once años levantándome cada mañana sabiendo que cada amanecer puede ser antesala de la muerte.
La muerte ya decidida, ya firmada con la sangre traicionada del pueblo en el secreto putrefacto de los despachos del Kremlin.
¿Cómo será esa muerte que espero desde hace once años?
¿En qué momento del día o de la noche aparecerá triunfante?
Durante este tiempo padecí incendios, temí envenenamientos, vi como a mi alrededor todo se volvía un cementerio.
Las tumbas de Zina, Liev, Sergéi, Erwin o Rudoplh cubren de silencio y lágrimas mi panteón familiar.
Menos mal que Natalia sigue aquí, a mi lado.
Abre la ventana y en la mañana llega el frescor del jardín que, día a día, ve crecer la silueta de los cactus.
Llevo once años, ya once años, esperando la muerte.
Y ahora sé que no vendrá en la amenaza tantas veces imaginada.
Vendrá rápida, instantánea, disfrazada de un derrame cerebral,
vendrá explotando mis envejecidas y combativas arterias, o en forma de este cansancio en los huesos que multiplica el dolor con cada esfuerzo.
Quizás, después de tanto tiempo, de estos once años, la muerte vendrá por mi propia mano, la única digna de acabar al fin mis días.
Sabiéndome dueño de mi vida, acortando el inevitable y largo camino de la agonía, o de una invalidez que solo deje de mí un nombre, este nombre prestado que me ha acompañado en mi biografía.
Llevo once años, once años ya esperando la muerte.
No sé cuándo vendrá ni por donde.
No importa.
Vendrá la muerte y moriré con una fe inquebrantable en el futuro comunista.
Moriré, ahora lo sé, con una sonrisa en los labios.
Una sonrisa victoriosa.
Un saberme libre, revolucionario después de muerto.
La era de la mentira absoluta
Yo sé lo que va a pasar. Nada puede ya extrañarme. Las sofisticadas traiciones del Zar Rojo son tan previsibles como los libros de historia que ha mandado escribir. Páginas centradas con su nombre. Páginas vacías, solo escritas con su nombre.
Yo sé lo que va a hacer, pues eso ya lo he hecho yo antes. Antes ya lo he probado yo cuando estaba ebrio de poder y de mártires.
Mi voz por encima de los edificios recién construidos, sin cimientos firmes, con la esperanza puesta en los últimos pisos, olvidándose de sus raíces, de la necesidad de conservar firmes y rugosas las raíces.
Mi voz por encima de las cabezas que paladean cada palabra como la oración nunca escuchada, la oración que se repite como las plagas y las estaciones de sequía.
Mi voz como un torrente confundida con el pitido de la máquina del tren, y el ruido de las ruedas flotando por encima de los recién inaugurados raíles;
una voz que se confundía con mi mirada circular, con la búsqueda de indicios de traición y muerte a mi alrededor.
En cada esquina.
En cada palabra.
En cada sílaba.
Yo ya conocía el sabor, el regusto ácido de la mentira lanzada a los cuatro vientos,
el negar la realidad y convertir a todos los enemigos en traidores de la Revolución, por más que fueran los mismos cráneos que dieron su vida para alcanzar el triunfo.
Yo también escuché las preguntas de los periodistas y curiosos,
y yo también pronuncié mentiras sin que se me moviera un labio.
Mentiras blancas,
mentiras de traición,
mentiras que se ahogaban en un pasado aún demasiado reciente para ser un recuerdo.
Pero nada que ver con esta mentira absoluta.
Yo también me negué a mirar a los ojos a mis enemigos, a los enemigos de la patria y del gobierno.
No mostrar miedo.
No mostrar piedad.
No mostrar nunca debilidad.
Nunca supe el nombre de los marineros de Kronstadt, por más que nunca he podido olvidarlos.
Pero nada que ver con esta mentira absoluta.
Al ritmo de las reconocidas ruedas del tren, de ese tren en que he recorrido las gargantas sedientas del pueblo en economía de guerra, he ido despachando leyes, imaginando tratados y firmas para hacerme con el poder que aún se vestía con las costumbres del pasado.
Pero nada que ver con esta mentira absoluta.
Una mentira que fue una tumba allá por el golfo de Finlandia.
Mentiras que también serán mi tumba.
Pero si mis mentiras eran débiles, diletantes,
¿qué puedo decir de las que lanza el Sepulturero de la Revolución contra la triste sombra de mi exilio, de mi derrota permanente?
Una mentira absoluta.
Una mentira completa y totalitaria que se multiplica en las conversaciones de los obreros a la salida de la fábrica,
a la entrada de las tabernas,
en los titulares de una prensa que no conoce ni de fronteras ni de visados.
Las leyes que se sancionan sin oposición y sin lectura.
Nada puede compararse con esta mentira absoluta.
Esta mentira tumba.
Esta mentira mordaza.
Esta mentira triste, universal,
ensayo de futuras derrotas.
Este es el fin
Un golpe a mis espaldas,
el silbido invisible de la traición sin nombre
que no pude escuchar,
que no pude ver
a pesar de tantos indicios vehementes,
a pesar de pensar: “Este hombre podría matarme”
al cerrar la puerta de mi escritorio.
Hoy tenía que ser el día del fin.
Justo hoy.
El día en que me sentía de nuevo con fuerzas,
el día en que había retomado mis escritos
y de nuevo mi sangre volvía a latir
con la fe de otros tiempos, de los primeros tiempos,
de aquellos tiempos de soñar con la Revolución.
Pero yo lo impedí.
Me intentó matar a traición y yo se lo impedí.
Me golpeó en la cabeza con fuerza
pero, en el fondo, la traición es débil,
esconde siempre una grieta de dudas
y a ella me abalancé con mis dientes,
le arrojé todo lo que encontré en el escritorio
y grité, le grité mi odio a la cara,
le grité mi fe, mi fuerza, mi verdad, mis años.
Y este grito le hizo retroceder, enmudecer.
Me quiso matar a traición, por la espalda
en el silencio cómplice de los titulares ya escritos.
Pero yo, León Davídovich Trotski, se lo impedí.
Y aquí estoy, Natalia, tendido a tu lado,
con el hielo inútil sobre mi cabeza.
Te miro y me dedicas palabras de esperanza
que tus ojos se empeñan en desmentir.
Lo sé. Se cumplió lo que esperábamos,
lo que todas las mañanas hemos estado esperando.
Y me iré. Lo sé. Este es el fin.
El fin de una vida entregada a un ideal,
convertido en fantasma a medida que mi biografía
iba quemando las inútiles hojas de los calendarios.
Pero hay que seguir, seguir luchando hasta el último aliento,
única razón que ha dado sentido a mi vida.
Dicto mi muerte como si fuera un nuevo artículo,
el comunicado que me gustaría hoy leer
en los titulares de los periódicos de todo el mundo.
Dicto mi muerte sabiéndome ajena a ella,
como si fuera la muerte de otro.
Sabiendo que es la muerte de otro,
de ese otro en que me he convertido
al alejarme de mi tierra, de mis amigos, de mi pasado.
Este es el fin, Natalia. Se cumplió.
Natalia, te amo.
No me queda nada más que decir.
Ahora es el momento de que hable la historia,
el constructor de mármoles que es el tiempo,
La venganza de la historia es más poderosa que la venganza del más poderoso secretario general. Me atrevo a pensar que esto es un consuelo.
Crónica
A las 7’25 horas del miércoles 21 de agosto de 1940 se certificó la muerte de León Davídovich Bronstein, conocido mundialmente por el apellido de su primer carcelero, Trotski. Veintidós horas después de haber sido operado en el hospital.
Murió a consecuencia de las heridas producidas en la cabeza por un fuerte golpe dado con un piolet.
Las últimas palabras que pronunció Trotski se las dirigió a Natalia, cuando las enfermeras se disponían a desnudarle antes de la operación: “No quiero que me desnuden ellas. Quiero que lo hagas tú”.
Murió en brazos de Natalia. Su cara, los labios de Natalia fueron lo último que vieron los ojos de Trotski.
Más de doscientas mil personas visitaron sus restos mortales y le acompañaron en el cortejo fúnebre que recorrió las principales avenidas de la ciudad, de los barrios más humildes e industriales de México.
El golpe de Jacson, el hombre sin nombre, que años después recuperó para la historia el de Ramón Mercader, acabó con la vida de León Davídovich Trotski. Pero fue un golpe inútil como inútiles fueron las purgas
y el odio
y las estatuas sembradas por Stalin.
El grito de Trotski, su última defensa, el resistir y luchar hasta el final de su vida, se convirtió en su victoria,
la más recordada,
la que le devolvió el sentido a toda su vida, a sus ideales.
La que le hizo eterno.
La que convirtió su nombre, León Trotski, en un mito.
Sin tiempo.
Sin geografías.
Sin traiciones.
Instante. 4
Inútil el instante
y el gesto.
Inútil el asesinato
y el golpe suicida.
Inútil el silencio
y los veinte años de cárcel,
la vida robada
y la inventada biografía
sacada de otros recuerdos.
Inútiles las palabras
y las amenazas.
Inútil el entrenamiento,
el saber elegir el gesto
para cada compromiso.
Inútil la lengua
e inútil la obediencia
ciega y esclava.
Inútil la carta llena
de mentiras y traiciones.
Inútil el motor del coche
encendido en la esquina,
el deseo de verle aparecer,
elegante y tranquilo,
saliendo de la casa.
Inútil la medalla de héroe
olvidados todos los traidores,
todos los que firmaron
la sentencia de muerte.
Inútil la chatarra de la condecoración,
vivir y ser enterrado
con otro nombre.
Inútil el alzar el brazo
y no mantener la valentía
en el último momento.
Inútil matar por una orden
que ha de permanecer anónima,
sin rostro, ni corazón, muda.
Inútil vivir en el silencio,
sabiéndote víctima fácil,
testigo incómodo,
cerebro lleno de recuerdos.
Inútil morir por una orden,
quemar tu vida
para poder cumplirla.
Inútil vivir sin poder olvidar
aquel último grito,
lastimero, desgarrador,
el grito de la derrota,
de la duda en el último momento.
Inútil el asesinato.
Inútil callar la conciencia,
llenar de blancos la historia,
permanecer con los ojos cerrados
en el desfile de los calendarios.
Inútil matar a Trotski
para acallar su voz,
las botellas de náufrago
que seguía lanzando al mundo.
Inútil el asesinato
que convirtió a Trotski
en un símbolo, en un mito,
tragedia viva
de nuestro presente,
espejo donde seguir reflejándonos.
Inútil vivir para matar
a un anciano de espaldas.
Inútil vivir recordando
el grito del fracaso,
el compromiso ciego,
la dictadura de las órdenes,
los intereses creados.
[1] Nombre del petrolero que llevó en secreto a Trotski y a Natalia, su mujer, de Noruega a México.
[2] Con estas palabras en inglés, se despedía Frida Kahlo de Trotski en la Casa Azul de Coyoacán