Institutos Universitarios

I. BRUGUÉ, Q. (2018): “LOS RITMOS Y LOS TUMBOS DE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA”, EN CUADERNOS MANUEL GIMÉNEZ ABAD, NÚM. 16, PP. 155-187

Miquel Salvador Serna

Profesor Titular de Ciencia Política

Universitat Pompeu Fabra

 

De esta obra, también hay un apunte de interés.

Las políticas de participación ciudadana se han presentado como una vía para mejorar la democracia, e implicar a la ciudadanía en los asuntos públicos, ofreciendo alternativas tanto para la deliberación como, eventualmente, para tomar parte en las decisiones públicas, con la voluntad de superar los límites de la democracia representativa.

El artículo de Quim Brugué, un referente incuestionable en este campo, aporta una sugerente visión de la evolución de estas políticas a través de tres fases. Desde la etapa inicial que titula del voluntarismo a la clientelización, a una segunda asociada a tiempos de crisis económica que plantea en términos de la frivolización a la austeridad, hasta llegar a una tercera en la que se replantean dichas políticas. En esta última etapa surgen nuevos postulados asociados a la innovación social y la generación de respuestas cooperativas a los retos que se plantean a la sociedad y la incorporación de las consultas ciudadanas como alternativa asociada a la democracia directa para otorgar a la ciudadanía ciertas capacidades de decisión.

Una evolución que se asocia a diferentes énfasis en los rasgos caracterizadores de dichas políticas, desde los momentos incipientes en los que la ilusión por la novedad propiciaba la experimentación (en especial en los métodos) hasta su ajuste y cuestionamiento en momentos de crisis (económica), para llegar a una cierta madurez que favorece su replanteamiento en clave de aporte en términos de contenido y de proceso a la mejora no tan solo de las dinámicas democráticas sino de acción de los poderes públicos.

Más allá del desigual desarrollo de estas políticas en la diversidad de gobiernos (especialmente a nivel local y autonómico), resulta relevante que además de ciertas “modas”, la orientación política de los equipos al frente de las diferentes instituciones haya marcado una parte de su estilo, contenidos y alcance. Así se podrían distinguir iniciativas que parten de una firme convicción y compromiso con la participación ciudadana (aunque en ocasiones, más en términos de proceso de que contenido) y otras que, al amparo de cierta ambigüedad en sus términos, la utilizan como recurso formal para ofrecer apariencias que no llegan a incidir en el funcionamiento efectivo de la acción de gobierno. A modo de ilustración, podría plantearse como supuesto avance de las políticas de participación el surgimiento de regulaciones que imponen su aplicación en los procesos para aprobar leyes o reglamentos en determinados sectores. Sin embargo, en muchas ocasiones este requerimiento se ha acabado traduciendo en un mero trámite formal que busca generar el mínimo impacto y que no acaba traduciéndose sino en una mera recepción y gestión administrativa de los aportes, a los que ofrece respuestas formales, pero con poca traducción efectiva en decisiones posteriores de relevancia. Un ejemplo que permite visualizar avances, es verdad, pero que distan, en los casos en que se da en los términos descritos, de confirmar una implicación efectiva tanto de los responsables de los equipos de gobierno como de los equipos profesionales de las organizaciones públicas. Por supuesto hay salvedades a esta situación, y se siguen desplegando iniciativas que realmente apuestan por políticas de participación ciudadana efectivas e influyentes tanto en los procesos de diagnóstico y definición de retos colectivos como en la identificación de alternativas para afrontarlos, y que buscan la implicación en su desarrollo y evaluación. Pero la cultura de la participación sigue estando poco extendida en muchas organizaciones públicas, más allá de las unidades internas especializadas en el campo de la propia participación ciudadana.

Precisamente estas unidades especializadas constituyen un referente para el impulso de las políticas de participación ciudadana, con una labor ingente que en determinados momentos podría caracterizarse como evangelizadora, y que con enormes resistencias (o pasividad, que a veces puede ser incluso peor) por buena parte del resto de la organización pública, mantienen con rigor y tenacidad el buen hacer en este ámbito. Pero su actividad viene condicionada, en buena medida, por parte de la dirección política al frente de los diferentes gobiernos locales y autonómicos, en especial atendiendo a la sensibilidad de este tipo de políticas públicas.

Pero sería conveniente no desdeñar la importancia de las unidades internas vinculadas a la participación ciudadana y las redes de actores (también externos) que se han configurado alrededor de estas políticas, para valorar tanto su consolidación como su capacidad de resistencia en determinados momentos de crisis, así como su papel en el surgimiento de nuevos planteamientos orientados a revalorizar el ámbito.

Una constelación de actores en la que pueden identificarse, además de las citadas unidades de participación propias de las administraciones públicas, a centros de investigación y de docencia (con grupos de investigación en diferentes universidades), consultores y expertos externos, tanto a nivel nacional como internacional. El refuerzo de estas redes a través de una intensa interrelación a nivel profesional –en el impulso de múltiples iniciativas de participación-, pero también a nivel de intercambio de conocimientos y socialización –mediante congresos, seminarios y cursos de formación específicos-, así como la convergencia en sus diagnósticos y planteamientos globales, permite caracterizarlas como comunidades epistémicas. Comunidades que tienden a autorreforzarse y a generar resistencia ante eventuales cuestionamientos o ataques externos, al mismo tiempo que promueven determinadas visiones del campo de la participación ciudadana y cómo desplegar las políticas públicas asociadas al mismo. 

Los roles jugados por los miembros de esta comunidad epistémica han sido variados y complementarios. Por un lado, los propios responsables de la participación han sostenido las acciones de los primeros años con gran dedicación y voluntad, a lo que hay que sumar importantes avances en su nivel de profesionalización (superando el amateurismo voluntarista de etapas iniciales). Desde los niveles supralocales y autonómicos se han generado recursos y oportunidades para fomentar el apoyo político, ayudando a sostener las unidades de participación, aunque no siempre ello se haya traducido en el reconocimiento de su actividad. La comunidad académica también ha contribuido a nutrir el proceso, ha propuesto nuevas herramientas y, al integrar los eventos a nivel local en redes internacionales, ha dado sentido a iniciativas puntuales, contribuyendo así a la consolidación de las unidades. El fortalecimiento de la comunidad epistémica es un factor esencial para explicar cómo las unidades de participación consiguieron asentarse y consolidarse en los organigramas de los entes locales y autonómicos. A pesar de representar intereses opuestos a los de la burocracia tradicional, lograron desplegar sus actividades e influir, aunque de manera desigual, en las prácticas de diferentes políticas sectoriales. 

La capacidad de estas unidades de participación para generar procesos participativos en diferentes ámbitos del gobierno ilustra sus capacidades de acción. Sin embargo, surgen interrogantes sobre su capacidad para mantener y extender su influencia en determinadas esferas. En otros términos, cabe distinguir ámbitos como las políticas culturales o de juventud, más propicias a considerar iniciativas participativas, que otros como los ámbitos de gestión económica o asesoría jurídica, donde aparecen mayores dificultades para generar complicidades. Un escenario que puede interpretarse en términos de confrontación de culturas institucionales y de diversidad de comunidades epistémicas con planteamientos dispares sobre el propio rol y de las actividades que deben desarrollar las organizaciones públicas.

En cualquier caso, se trata de un ámbito de políticas que se redefine constantemente. La toma de conciencia de la importancia de implicar a la ciudadanía para afrontar retos de complejidad creciente o la necesidad de trabajar nuevos consensos facilita que estas políticas entren de nuevo en la agenda. Un proceso acompañado por el surgimiento de nuevas metodologías (como por ejemplo la selección de ciudadanos por sorteo para configurar las asambleas ciudadanas por el clima, o los laboratorios ciudadanos) y herramientas (como el uso intensivo de nuevas aplicaciones como plataformas tecnológicas específicas). La vinculación del ámbito de participación al paradigma del Gobierno Abierto también ha propiciado, en determinados momentos, su revalorización y un nuevo impulso para su desarrollo.

En un contexto en el que la ciudadanía tiende a distanciarse de la política, con una abstención creciente en determinadas elecciones, y un crecimiento significativo de los movimientos populistas que cuestionan determinadas dinámicas de funcionamiento, el refuerzo de las instituciones democráticas resulta urgente.  Un refuerzo que pasa por un amplio conjunto de medidas, pero en el que la revalorización de la participación ciudadana constituye un elemento fundamental. Una revalorización consciente y responsable de las implicaciones, que tome como punto de partida el diálogo entre los implicados, pero dejando claras las reglas del juego y los roles y responsabilidades últimas de cada parte.

Para ello es imprescindible implicar a la dirección política de los diferentes niveles de gobierno, consolidando reglas del juego para el impulso y la consolidación de una verdadera cultura de participación ciudadana. Con ello se pretende superar los avances meramente formales o estéticos para integrar la participación como parte de un nuevo paradigma de relación entre los gobiernos y la ciudadanía. Un avance que debe impregnar también a las propias organizaciones públicas e implicar a los profesionales que las integran, poniendo en valor, de forma honesta y responsable, consciente de sus límites y condicionantes, lo que puede aportar la participación ciudadana. Un planteamiento riguroso capaz de identificar dónde realmente es necesario incluir la participación y, sobre todo, cómo definir claramente los objetivos que se persiguen, eludiendo usos formales, ambiguos o confusos. Unas bases de partida que permitan identificar qué metodologías e instrumentos son los más adecuados para la finalidad que se busca y los recursos, humanos y financieros, pero también en tiempo, para poder desplegar adecuadamente los procesos y procesar sus resultados. Unos resultados que deberían poder ser procesados en positivo por parte de las organizaciones públicas para su integración en las fases del proceso de desarrollo de las políticas públicas que se consideren oportunos. Porque en tiempos en los que se habla de inteligencia colectiva, la participación puede aportar conocimientos y reflexiones, además de valoraciones, que son imprescindibles para afrontar la complejidad de los desafíos. Y todo ello ofreciendo un adecuado retorno a la ciudadanía en aras tanto del desarrollo de una adecuada cultura de participación como de su implicación en las reglas del juego democrático.

La revisión tanto de las fases de desarrollo de las políticas de participación ciudadana que ofrecer el artículo de Quim Brugué como las reflexiones que se han propuesto atendiendo a otras variables de esta trayectoria deberían permitir consolidar aprendizajes y explorar nuevas opciones acordes con los retos que se plantean a la propia democracia.