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Carlos Saura en cinco miradas


No solo es un privilegio morirse a la semana siguiente de haber estrenado una película, sino que este hecho demuestra que un creador no se jubila nunca, por la sencilla razón de que su actividad no puede considerarse un trabajo. También se puede añadir que esa última obra de Carlos Saura (1932-2023), Las paredes hablan, en las antípodas del cine ensimismado, revela la curiosidad por el mundo y el deseo de comprender al ser humano, desde los autores de las figuras de Altamira a los grafiteros y muralistas anónimos de las ciudades actuales. Poseedor de una de las filmografías más libres, variadas y completas del cine español, Saura evoluciona a lo largo de medio siglo y va tomando el pulso a la sociedad y vibrando según el espíritu de cada momento, de ahí que su cine pueda comprenderse como miradas diversas. En la UCM hemos de felicitarnos por haberlo investido como Doctor Honoris Causa en 2014. 

El primer largometraje de Carlos Saura, Los golfos (1959), pasa por ser la película inaugural del Nuevo Cine Español, formado por la generación de cineastas inconformistas, jóvenes de formación universitaria y cultura literaria y cinéfila, que creen en la capacidad del cine para pensar la realidad y la historia, y se erigen en una «disidencia interior» en pleno franquismo. Pero este título, sobre la falta de oportunidades de los jóvenes en los barrios obreros, forma parte de la mirada de Saura hacia la realidad de un país donde la dominación, las injusticias o la marginalidad acaban por emerger con distintas formas de violencia. En esa mirada se sitúan Deprisa, deprisa (1981), Taxi (1996) o El 7º día (2004).

Marcado desde su infancia por la Guerra Civil, la gran tragedia del siglo XX español, y por la falsificación de la Historia consiguiente, el cine de Saura será una permanente indagación en ese pasado. Su tercer largometraje, el aplaudido La caza (1966), fue apreciado desde el primer momento como una metáfora de la guerra y la violencia franquista; en los siguientes años la guerra como cimiento del autoritarismo y como trauma para varias generaciones de españoles está presente en todo su cine y se muestra con su sinsentido en la tragicomedia ¡Ay, Carmela! (1990), según la obra teatral de Sanchís Sinisterra.

Muy en continuidad con la memoria de la guerra, una tercera mirada se encuentra en las películas de los 60 y 70 producidas por Elías Querejeta (La madriguera, El jardín de las delicias, Ana y los lobos, La prima Angélica, Cría cuervos) que hacen una disección de la familia, las relaciones intergeneracionales, los conflictos de pareja… en unos análisis elocuentes para explicar el franquismo sociológico, la conformación de la sociedad española según los postulados del nacionalcatolicismo. Fue un cine aún sometido a censura, que hubo de valerse de medias palabras. Tienen que pasar años para lograr una reconciliación con sus recuerdos familiares en Pajarico (1997).

Con una quincena de largos sobre estilos muy diversos de música, canción y baile de la cultura iberoamericana, una cuarta mirada del cineasta aragonés se vuelca en explorar la creación de otros y hace de su cine un medio para apreciar y transmitir el duende de la música escénica. Gran parte de estas películas son artefactos metacinematográficos, piezas con discursos de segundo orden que llevan dentro la invitación a reflexionar sobre sus formas artísticas y sobre la propia creación cultural. El tríptico con Antonio Gades formado por Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986) queda para la historia como modelo de un género musical que el cine español había cultivado con dificultades. 

Este cineasta siempre dispuesto a reconocer la creatividad y la herencia artística de otros, hace su homenaje a grandes figuras de la literatura, la pintura, el cine y la música en La noche oscura (1989), Goya en Burdeos (1999), Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001) e Io, don Giovanni (2009) que configuran una quinta mirada, que es admiración.