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“Alfonso García-Gallo. Añoranzas”, por Beatriz Bernal", de la Universidad Complutense de Madrid. Artículo recogido en Homenaje al Profesor Alfonso García-Gallo, T. I, Historiografía y varia. Madrid, 1996, pp. 19-26.

ALFONSO GARCÍA-GALLO. AÑORANZAS

BEATRIZ BERNAL  
Universidad Complutense de Madrid

 

  

Tres años hace ya que murió, en Madrid, Alfonso García-Gallo, quizás el más connotado historiador del derecho que dio España durante el período de la posguerra civil. El que más discípulos tuvo, tanto en España como en América. El que, después de la sangría que representó para España el exilio de sus mejores intelectuales, reimpulsó en su país los estudios histórico jurídicos, y logró, siguiendo los pasos de Eduardo de Hinojosa en el ámbito de la Historia del Derecho Español y de Rafael Altamira en el del Derecho Indiano, hacer otra vez «escuela». Murió don Alfonso en su piso -tan familiar para todos los que fuimos sus discípulos- de «La Profesorera», nombre que dan los madrileños a un bellísimo complejo residencial donde habitan los más viejos y famosos catedráticos de la Universidad Complutense y que se alza en los jardines de su antiguo Rectorado, a dos pasos de la Moncloa, frente por frente al Arco de Triunfo, y a solo unas cuantas manzanas de las facultades de Derecho y Filosofía y Letras, entidades ambas donde impartió don Alfonso sus enseñanzas durante medio siglo.

Murió, me consta, como lo que siempre fue, como un patriarca a la antigua usanza española, católico y conservador, en compañía de sus diez hijos, seis consanguíneos y cuatro políticos y de sus treintaitantos nietos, quienes, por turno y con acentos, español unos, venezolano otros (los hijos de Alfonsito, su benjamín), leyeron los evangelios en su misa-funeral.

Murió, además, batallando, como era de esperar. Porque batallando vivió siempre, ora con sus investigaciones que culminaron en la publicación de va­rios tratados fundamentales de historia de los derechos español e indiano y en dos centenares de monografías, artículos y ensayos sobre ambas disciplinas, muchos de los cuales vieron la luz en el Anuario de Historia del Derecho Español, la mejor publicación periódica de historia del derecho en lengua castellana durante la época en que estuvo bajo su dirección. Y con la elaboración de las tesis de sus muchos y aprovechados doctorandos; tesis que revisaba punto por punto, coma por coma, hasta asegurarse que obtendrían la calificación de «Sobresaliente cum laude». Y con las oposiciones a las cátedras de Historia del Derecho Español hasta lograr que todos los miembros de su «escuela» tuvieran acceso a ellas. También con la preparación de sus clases. Recuerdo que en el año escolar 1990-1991 de la Universidad Complutense, ya muy enfermo y casi ciego, don Alfonso, quien había sido designado Profesor Emérito unos meses antes, impartió un curso completo para la formación de los profesores ayudantes del Departamento de Historia del Derecho. Murió batallando también con la organización de los congresos del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, instituto que él fundó, impulsó y presidió durante casi cuatro décadas, que fue «su niña bonita» y cuyo penúltimo congreso, celebrado en Madrid en 1990, organizó y presidió. Al último, que tuvo lugar en Veracruz, México, el pasado año de 1992, bajo los auspicios del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, don Alfonso, por prescripción médica, no pudo asistir. Preparó, sin embargo, el discurso inaugural que fue leído por Eduardo Martiré, secretario del mencionado Instituto de Derecho Indiano, como preparó, y en este caso también leyó -de un documento que abarcaba casi 300 páginas por lo inmenso de la letra obtenida por su hija María Isabel, quien le sirvió de mecanógrafa e impresora-, el discurso de respuesta a uno de sus discípulos más queridos, José Antonio Escudero, cuando este último fue designado miembro de número de la Real Academia Española de Jurisprudencia y Legislación, en la cual don Alfonso había ingresado treinta años antes.

Murió, asimismo, como un gran maestro, no solo generando a diario el interés de sus múltiples alumnos de allende y aquende los mares, quienes no dejábamos pasar semana sin interesarnos por su salud, muy deteriorada durante los últimos meses de 1992, sino también agasajado y festejado por ellos, en especial por Gustavo Villapalos, rector de la Universidad Complutense y discípulo suyo, quien promovió, además de su merecido emeritazgo, su nombramiento como Doctor Honoris Causa de la Universidad Complutense; nombramiento que culminó en uno de los actos más solemnes, cálidos y bello que yo haya visto jamás. Y más emocionante. Pues emoción causaba, mucha, sobre todo a quienes fuimos alumnos suyos, ver a aquel anciano, ciego ya y casi sin habla, pero todavía con el rostro terso bajo su inmensa mata de pelo negro, erguirse ante los ojos de 250 rectores togados, provenientes de la más destacadas universidades de Europa y América, cuando recibía de mano del rector la medalla, el anillo y el birrete azul; atributos todos estos de lo doctores en Filosofía y Letras. Como emocionante también resultó la celebración de su último cumpleaños, en enero de ese mismo año, consistente en una serenata que le organizamos sus alumnos y amigos, amenizada por una estudiantina gigante, compuesta por tunos de casi todas las facultades de la Complutense, que nos acompañó por los jardines de «La Profesorera», danzando y cantando a ritmo de pandereta, del rectorado hasta la puerta del cuarto piso, izquierda, de la calle Ministro Ibáñez Martín, número 4. Allí nos esperaban la esposa e hijos de don Alfonso, ya avisados. Y el maestro mismo, desvelado y sorprendido, pues de una fiesta sorpresa se trataba.

Es a Alfonso García-Gallo, a ese hombre con quien, de una forma u otra, estuvimos ligados durante varias décadas casi todos los historiadores del derecho en España y América por estrechas relaciones académicas y de amistad, a quien se le rinde tributo hoy con este Libro-Homenaje que, a instancias de su rector, publica la Universidad Complutense de Madrid. Tributo que mis colegas y amigos de un lado y otro del Atlántico le rinden a través de la escritura de cientos de sesudas cuartillas sobre temas histórico jurídicos dedicados a su memoria. Tributo al cual yo me uno con estas pocas líneas que solo pretenden -mediante el recuerdo de los rasgos más sobresalientes de su personalidad y el relato de un par de anécdotas que viví junto a él- aportar unas cuantas pinceladas más al dibujo ya esbozado por otros del hombre, del historiador del derecho y del maestro que fue: de mi maestro.

Alfonso García-Gallo nació en 1910, en la provincia de Soria, entonces Castilla la Vieja, y de castellano viejo derivaba su carácter adusto, seco y a veces cortante que lo hacía, como dicen en México, «hablar golpeado». Pero también, de la fría meseta soriana, pienso, heredó don Alfonso la vitalidad, la disciplina, la constancia y la inmensa capacidad de compromiso que tuvo con la docencia y la investigación histórico jurídicas. Eso se debió a que Alfonso García-Gallo, en el orden intelectual, solo tuvo una pasión en la vida: la historia del derecho. Fue tal su entrega a ella, que cuando alguno de sus discípulos se desviaba hacia otros menesteres, por muy alto e importante que fuera el cargo que este ocupare, sufría el maestro la pérdida del historiador y hasta se sentía traicionado. En varias ocasiones lo oí lamentarse por ello, y en cierta forma lo comprendía. Era mucho lo que don Alfonso daba e invertía en la formación de un historiador del derecho. Y lógica, hasta cierto punto, la decepción que experimentaba.

En cuanto a su labor docente, la comenzó García-Gallo en 1931, como ayudante de clases prácticas en la Universidad Central de Madrid. Tres años después, con solo 24 de edad, obtuvo por oposición la cátedra de Historia del Derecho Español en la Universidad de Murcia, donde enseñó hasta 1940. De allí se trasladó a Valencia. Y, más tarde, en 1944, a Madrid, después de ganar la cátedra de «Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América», cátedra que antes había ocupado Rafael Altamira y Crevea, iniciador de los estudios científicos en el campo del Derecho Indiano.

Y en la Universidad de Madrid (posteriormente convertida en Complutense) se quedó don Alfonso, ya sin traslados y sin interrupciones, haciéndose cargo simultáneamente de las dos cátedras más importantes para la formación de los futuros historiadores del derecho en España y América: la de Historia del Derecho Español y la de Instituciones de Derecho Indiano, que impartió en las facultades de Derecho y Filosofía y Letras, respectivamente.

Como expositor, fue don Alfonso un hombre de palabra fácil y de gran fogosidad en la expresión. Es sus clases, siempre magistrales, exponía y defendía sus interpretaciones y sus puntos de vista con la honradez y la pasión que caracterizaba a los viejos profesores españoles, dejando en cada clase un poco de su vida y un mucho de sus energías. Discutir o interrumpir durante los cuarenta y cinco minutos que duraba la lección de don Alfonso era imposible. Eso quedaba para después, para el seminario que se celebraba a diario en el Departamento de Historia del Derecho; departamento que él dirigió hasta su jubilación en 1981. Allí, don Alfonso, aclaradas nuestras dudas, revisaba nuestros trabajos y orientaba nuestras investigaciones, sin medir ni contar jamás el tiempo. Pero eso sí, exigiendo al alumno el máximo rendimiento. Esa fue la tónica que siguió siempre en su vida profesional. Por eso, la alternativa para sus discípulos era estudiar y trabajar en serio, o irse. Con don Alfonso no había opción intermedia.

Al seminario, en la Facultad, solían asistir sus ayudantes, colaboradores y doctorandos. Estos últimos, en mi época (1970-1971), éramos solo siete; cua­tro españoles: Gustavo Villapalos, Agustín Bermúdez, Julio Medina, María Luz Alonso y Rogelio Pérez Bustamante y tres americanos: María del Refugio González, Carmelo Delgado y la que esto escribe. Íbamos una vez terminada la lección y «el café». Este consistía en un breve intervalo -según don Alfonso institucionalizado por mí- que los españoles aprovechaban para tomar el aperitivo y los americanos un «cortado». Las mujeres a costa del maestro, pues cuando sugeríamos pagar la cuenta nos contestaba: «Señoras mías, aquí nadie paga, recuerden que están con un caballero español». No entendió nunca el moderno sistema de «pagar a la americana», o «a escote», como se dice en España.

Visitábamos con frecuencia también los doctorandos la calle del Duque de Medinaceli, justo detrás del Hotel Palace. Allí en las tardes, dos o tres veces por semana, continuábamos con las sesiones iniciadas horas antes en la Facultad. ¿La causa? En un viejo y señorial palacio situado en el número 8 de dicha calle se encontraba hasta hace muy poco el Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, centro desde el cual don Alfonso -quien era el secretario general- realizaba y dirigía sus investigaciones histórico jurídicas, así como com­ponía el famoso Anuario de Historia del Derecho Español. Todo un trabajo de tiempo completo, completísimo, tanto para él como para nosotros.

Esto no es de extrañar. La vitalidad de Alfonso García-Gallo fue inmensa y la demostró tanto en la vida intelectual como en la cotidiana. Así, en sus empeños por fomentar los estudios de Derecho Indiano que, gracias a su impulso, ya se han convertido en logros, atravesó el maestro muchas veces el Atlántico para impartir cátedra, organizar y asistir a congresos y elaborar programas y planes de estudios en múltiples universidades americanas. Tanto en la Argentina, como en Colombia, Costa Rica, Chile, el Ecuador, Guatemala, Puerto Rico, el Uruguay, Venezuela, y por supuesto México, los profesores de Historia del Derecho fueron testigos de sus constantes «ires y venires». Incansable, trabajando de la mañana a la noche, por todos lados andaba el maestro, rodeado de discípulos, pues los tenía en todas partes. Pero no solo al trabajo intelectual dedicaba don Alfonso sus energías cuando salía de viaje. También hacía turismo, y con cámara de cine en mano. En efecto, en los muchos periplos que realizó por nuestra América, no se perdió un solo monumento prehispánico en México, Guatemala o el Perú, ni monasterio, ni catedral, ni palacio colonial donde lo hubiere, ni parques naturales ni volcanes. Recuerdo que en San Francisco, California, nos hizo subir a un helicóptero para observar desde lo alto un inmenso campo de sequoyas. Y todo para lograr una buena toma. Así, fue el García-Gallo cineasta, y no otro, el cronista moderno de sus propios aconteceres. Y de los nuestros, porque en sus películas -con créditos, música y diálogos- quedaron registrados todos los congresos del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Eran películas de larga duración que después nos proyectaba en la sala, convertida en teatro, de su piso de Ibáñez Martín. Terminada la proyección se servía una espléndida cena. No podía ser de otra manera, don Alfonso era un amante de la buena mesa, tanto en la calidad como en la cantidad. Cierta vez, en un congreso en San José de Costa Rica, lo vi comerse de un tirón un plato completo de dip (que los costarricenses llaman natillas) ante la mirada estupefacta de los demás comensales, entre ellos el embajador de España en Costa Rica, su ex­alumno y anfitrión. Aunque es justo reconocer que en las cenas que organizaba en su casa no podía llegar a tanto, se lo impedía María Isabel, su esposa, quien estuvo a su lado toda la vida. Ella lo amó, lo comprendió y lo atendió. Y también vigiló sus excesos en el comer.

García-Gallo, como ya he dicho, era hombre de disciplina férrea. Esta cualidad, unida al entusiasmo y pasión por sus investigaciones, lo hizo trabajar sin pausa en ellas. De ahí que dejara una obra tan amplia, variada y completa. No había tema que el maestro dejara de tratar, ni dato que se quedara sin registrar. En efecto, don Alfonso incursionó en cuestiones metodológicas e historiográficas y de literatura histórico jurídica, editó múltiples fuentes y abarcó un sinfín de temáticas sobre los Derechos Medieval, Canónico, Castellano e Indiano. Y todo, con gran profundidad y originalidad, agotando la bibliografía y las fuentes que tenía a su alcance, que fueron muchas, y dándoles vueltas y revueltas hasta comprenderlas y obtener de ellas una novedosa interpretación histórica. «Que hablen primero los papeles», nos decía siempre, con el fin de impedir que, al interpretar los textos, nos dejáramos llevar por concepciones previas.

Como instrumento indispensable para sus originales investigaciones, contaba don Alfonso con una espléndida biblioteca particular y un fichero que llegó a ser mítico. Bastaba visitarlos, observar su ordenado desorden, ver al maestro trabajar y desenvolverse en ellos, para darse cuenta de que estábamos ante una especie de alquimista de la historia del derecho. Un constructor de hipótesis, teorías, explicaciones y propuestas sobre las más variadas figuras e instituciones jurídicas vistas desde su perspectiva histórica. O quizás un «guerrillero», como le he oído decir a uno de sus colegas, porque no se conformaba con la interpretación tradicional y buscar siempre otra nueva. Algunas veces, pocas, se equivocaba. Ejemplo de ello fue atribuirle a Juan de Solórzano y Pereira la paternidad de Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias, pretendiendo enmendarle la plana a Juan Manzano y Manzano, quien la atribuyó acertadamente a Antonio de León Pinelo, como recientemente ha demostrado el hallazgo que Ismael Sánchez-Bella ha hecho de la perdida recopilación pineliana. Pero en la mayoría de los casos, García-Gallo acertaba. Y lo que es más importante, abría nuevos caminos de investigación. Todos reconocemos hoy día que a este rasgo de su personalidad intelectual le debe la historiografía jurídica española los mejores análisis que se han hecho en la segunda mitad de nuestro siglo en torno a la orientación y el método que deben seguirse para estudiar la historia del derecho en nuestro país. Fue él quien -con motivo de una reunión científica que celebraba el centenario del nacimiento de Eduardo de Hinojosa- replanteó el problema metodológico y estimuló a sus colegas para trabajarlo, mediante la presentación de una ponencia hoy convertida en clásica monografía. Me refiero, por supuesto, a Historia. Derecho. Historia del Derecho, publicada en el AHDE, en 1952.

Quiero destacar también una de las cualidades que, como mujer que soy, encontré siempre en el maestro García-Gallo: su tendencia al feminismo. En efecto, aunque don Alfonso tuvo muchos discípulos hombres, algunos de ellos ahora historiadores del derecho de primera línea, no temo equivocarme si digo que en un lugar muy especial, tanto en sus empeños como en su corazón, estuvieron siempre sus alumnas. Ese feminismo, al parecer insólito en un hombre en el cual, desde un punto de vista personal, se tipificaban los rasgos más característicos de la tradición española, lo comenté con él en varias ocasiones y siempre me contestó lo mismo: «Tengo cinco hijas, todas abogadas, todas inteligentes, estudiosas y bien situadas profesionalmente. ¿Por qué habría de dudar de la total igualdad de los sexos?» Eso quizás explica que entre sus discípulos más amados estuvieran, en España, la doctora Ana Barrero y su propia hija, Concepción García-Gallo, quienes continúan sus pasos en los ámbitos de la Historia del Derecho que le fueron más queridos: el castellano y el indiano. Y en América, Gisela Morazzani, de Venezuela. Y María del Refugio González y yo misma, quienes vinimos de México a Madrid, movidas por la lectura previa de sus obras sobre fuentes e instituciones de Derecho Indiano.

En estas páginas, un poco deshilvanadas quizás, he intentado destacar los rasgos más sobresalientes de la personalidad de don Alfonso, desde la óptica de una alumna que estuvo junto a él dos largos años intentando aprovechar todas sus enseñanzas en la cátedra. Y de una amiga que lo fue hasta el momento de su muerte. Con estas credenciales, creo, puedo afirmar que Alfonso García-Gallo fue un hombre íntegro, vital y entusiasta en todos sus empeños, que fueron muchos, y que se caracterizó por la integridad y la coherencia entre su pensamiento y su actuación. También un investigador original, inteligente, acucioso y exhaustivo que dejó una obra ingente en las disciplinas que con tanto acierto cultivó. Y un maestro sabio, generoso y comprometido que ofreció a sus discípulos lo mejor de su tiempo y de su talento. Solo me resta añadir que aprendí de él algo que no se aprende en la cátedra: la capacidad de compromiso con la labor que se realiza y el orgullo de hacerla lo mejor posible.